Las pasiones alegres. Pablo Farrés
había contratado aquel servicio sin decírselo. Se preguntó si a lo largo de su vida no habían estado grabando los chats y las conversaciones telefónicas con Marian, para entonces hacerle escuchar su voz. Se negó a pensar que alguien pudiera estar jugando con él. En un caso u otro se trataba de una ficción y ante ello Roy sintió que el acto-reflejo de haber escuchado la voz de su mujer y haber respondido a ella como si estuviera viva había sido una estupidez.
Sin embargo, al otro día se la pasó esperando que el llamado volviera a ocurrir. Recién a las siete de la tarde, recibió un mensaje de conexión en el chat de la computadora.
–Me quedé mal anoche. No sé por qué cortaste así sin despedirte, sin que nos dijésemos “chau” o algo parecido, ¿dije algo que te molestó?
La imagen de Marian en la pantalla resultó un golpe que no esperaba. Solo atinó a retroceder, darse el instante para desactivar la corriente eléctrica que calaba en sus huesos y ganar alguna serenidad. Acaso como un modo de defenderse del retorno del fantasma, se le ocurrió pensar en el demiurgo que cortaba y pegaba aquellas viejas grabaciones y ahora las hacía pasar como presentes. Que tomara el dato de que el día anterior él había colgado el tubo en medio de la conversación le pareció sorprendente, aquello sumaba al verosímil y generaba el efecto real de una voluntad propia, una conciencia detrás de la voz, más allá de la grabación.
Pensó que allí debía concentrarse, tenía que apuntar al que armaba y desarmaba el discurso de Marian hasta ponerlo en evidencia.
–Yo no te llamé. Vos me llamaste a mí. Pero nada dijiste que me haya molestado. Habrá sido un problema con la línea. Te escuchaba perfectamente y se cortó... Qué bueno que te hayas conectado. Me quedé pensando que no te pregunté nada de Nolan.
–No me preguntaste, pero te dije que estaba bien. El viaje se nos hizo largo. Pensé que para él iba a ser un tormento pero se quedó tranquilo en la silla. Igual, ya sabés, desde el accidente no tuvimos buenos tiempos. A Nolan todo le cuesta infinitamente más.
Roy sintió que el operador le había devuelto la pelota y le había armado una trampa peor: ahora no se trataba de saber qué había sucedido con su hijo sino cómo sabía del “accidente”.
–No sé de qué accidente me hablás –dijo solo para ponerlo a prueba.
–El auto, el accidente en la ruta. No me hagas hablar de eso. Me la paso hablando yo sola, contame vos cómo estás, qué pasó.
–No sé de qué querés hablar.
–De nada. Solo quiero escucharte, saber cómo estás. Hablame de cualquier cosa, del trabajo por ejemplo.
Roy enmudeció. Las imágenes que él mismo se había hecho del accidente y de la muerte de Marian y Nolan se le vinieron encima como un vendaval de polvo ante el que solo atinaba a cerrar los ojos. Apuró el fin de la conversación diciendo que tenía cosas que hacer. Unos minutos después sonó el teléfono de nuevo. Dudó en levantar el tubo pero finalmente lo hizo. Marian le rogó que no le cortara de nuevo. Decía estar desesperada en seguir hablando, saber que Roy estaba allí en alguna parte del mundo escuchándola. Entonces solo atinó a calmarla y con ello él mismo fue encontrando el modo de armar un escenario en el que la paranoia acerca de si estaba hablando con alguien o solo respondiendo a lo que una vieja grabación reproducía, se anulaba para dar lugar al mero goce de hablar y sentirse escuchado.
Desde entonces, todos los días, puntualmente, a las nueve de la noche, Roy y su mujer conversaron largo y tendido. El clima relajado los llevaba a lugares que a Roy le parecían raros. Resultaba difícil determinar quién de los dos llevaba el ritmo e imponía la cadencia de la relación. Se trataba de preguntarle al otro qué había hecho ese día y comenzaba el regodeo: “solo pienso que se me hagan las nueve para volver a escucharte”, “no pude dejar de pensar en lo que me decías anoche”, “me pregunto cómo será cuando llegue el momento de encontrarnos”. El tono juguetón mezclaba risitas y frases a medio decir que funcionaban como códigos para interpretar frases enunciadas en conversaciones pasadas o situaciones que debían haber vivido juntos. Visto desde afuera esas frases sueltas bien podían ayudar a entender la charla como la de dos personas que habiéndose separado volvían a encontrarse reconstruyendo una ilusión. Yendo lentamente uno hacia el otro, sabiendo de las heridas del pasado, disfrutaban de encontrarse en la distancia sin dar el paso del reencuentro, esperando en todo caso que sea el otro el que lo hiciera. A esa altura, a Roy no le preocupaba en nada la cuestión de si se trataba de un artificio de una empresa. Le habían devuelto a Marian y con ello una dirección mental, un horizonte que repetía un pasado que nunca había querido perder. La verdad acerca de qué o quién estaba del otro lado de la línea o el chat se perdió en los recovecos del olvido y la indiferencia; solo se trataba de aprender a jugar en el abismo para que el abismo también sea un suelo por donde andar.
Así pasó el tiempo de Roy encerrado en su departamento, olvidado ya de la filmación, del parecido sorprendente entre Marian y Laura y de lo que había ocurrido aquella noche en la casa de Boris. Solo se destinó a esperar el llamado de su mujer. Así hasta el día en que se acabaron todos los juegos. Cebado por aquellas conversaciones buscó otros modos de recuperar a sus muertos. Arrepentido de haber quemado todas las cosas que había podido –de Nolan la cama, la silla de ruedas, sus juguetes, la ropa; de Marian los zapatos, los vestidos, las cartas, las fotos–; buscó algún recuerdo sin mayor orden ni sentido en todos los recovecos de la casa.
En el escritorio de Marian se topó con un cajón cerrado bajo llave. Con un fierro forzó la cerradura y logró abrirlo. Allí encontró una caja con algunas cartas y algunas fotos que se habían salvado del fuego. Dedicó el resto del día a ordenar las fotos de modo cronológico, desde los primeros encuentros hasta una que había sido tomada dos semanas antes de haber muerto. Luego pasó a las cartas. Las leyó como un ciego al que le devolvieran la vista. Entre ellas apareció un sobre de papel madera. En el interior una foto: Marian desnuda, su cuerpo refregándose contra el cuerpo desnudo de Boris Spakov.
Buscó un poco más. Encontró otras fotos, Marian y Boris en un restaurant, Marian y Boris en un balcón con la ciudad a sus espaldas, las imágenes de Marian y Boris en un espejo, ella en cuatro patas sobre la cama, él penetrándola por detrás mientras sacaba la foto con un celular.
Y en todas, Marian aparecía con una peluca rubia platinada y con un lunar negro y profundo en el pómulo derecho. Las facciones límpidas de su cara hablaban de una juventud que les había sido arrebatada. Debieron haber sido tomadas unos diez años atrás, cuando todavía estaban esperando a Nolan o incluso con Nolan ya nacido.
La conexión entre aquellas fotos y la filmación de la fiesta en la casa de Boris se hizo rápido. Prendió la computadora. Detuvo la imagen de la grabación en el cuadro que mejor mostraba a Laura, la esposa de Boris. Si ante la semejanza entre Laura y Marian retrocedía entendiendo que era él el que estaba perdiendo el mundo, ahora comparando las fotos y la imagen de la filmación, llegaba a la certeza: no solo se trataba de semejanzas entre una y otra sino que eran la misma e idéntica persona.
Supo entonces de la humillación. La paranoia más que acecharlo se había vuelto motor mismo de sus maquinaciones mentales: estaba seguro que habían fingido la muerte de Marian y Nolan y luego habían armado aquella fiesta con el único fin de hacerlo caer en una trampa de la que todavía no sabía de qué se trataba.
Pensó en Boris y cómo este, desde el comienzo, había ordenado su vida para tenerlo cerca como un perro de compañía. Lo había llevado a trabajar en la Compañía, lo había hecho formar parte de la Gerencia solo para vigilarlo mientras se quedaba con su mujer sin más costo que el de dejarle todos los chupetines y ahora encima se daban el lujo de jugar con él haciéndole escuchar la voz de su mujer en el teléfono, haciéndole ver su imagen en el chat. Si ya se habían apropiado de todo lo que Marian había dejado con su desaparición, transformándola en la reina platinada de su palacio, ¿qué necesidad entonces de armar semejante farsa de la humillación? ¿Por qué llamarlo haciéndolo escuchar la voz de Marian, obligándolo otra vez a enfrentar su rostro como si estuviera viva dando vueltas en alguna galaxia lejana?
Debía serenarse. La venganza