Las pasiones alegres. Pablo Farrés
debía hacer. Pero la espera no le resultaba fácil y el teléfono no dejaba de sonar no solo puntual a las nueve de la noche sino también a cualquier hora. La humillación abría la grieta que cada vez más separaba su cerebro del mundo que lo rodeaba hasta armar en derredor su Gran Cañón del Colorado. El teléfono seguía sonando y lo empujaba a saltar. Ya harto del juego de Boris, pensó en salir del departamento, regresar a la Clínica para enfrentarlo, pero aquello que pensó se deshizo rápidamente cuando pretendiendo abrir la puerta del departamento, buscó la llave y no la encontró donde debía estar –hacía tantos días que ni siquiera bajaba a la calle para tomar al menos un poco de aire, que bien podía haberla dejado en cualquier lugar. Entonces sonó el teléfono una vez más y Roy encontró su límite mental. Se encaminó hacia el aparato, levantó el tubo y la voz de Marian se hizo escuchar con la serenidad del que ve el mar en una playa vacía a la hora en que los vientos se marchan.
–Estuviste viendo lo que no debías. No tenías que haber visto esas fotos –se adelantó la voz de Marian.
–¿Me estás vigilando? ¿Pusiste cámaras, me estás grabando? ¿cómo sabés que estuve viendo las fotos? –dijo y rápidamente comprendió que sus palabras no se dirigían a Marian sino a Boris Spakov.
–Sabé que esta es la última vez que me vas a escuchar… No digas nada. Me cuesta hablarte, no sé si estás ahí, si existís de verdad o no sos más que una grabación del pasado. No importa. No me digas nada. Esto me hace mal, ¿sabés? No lo puedo sostener. No sé dónde estás, de dónde es que me llamás.
–Yo no te llamo, sos vos la que me llama –dijo Roy sin saber a esa altura si estaba hablando con Marian o con quién.
–Desde el accidente no tenemos más vida, Roy. Nolan no responde, no habla, no quiere la silla, no sale de su cama. Yo no puedo mantenerme parada sino es con un arsenal de pastillas. La otra vez me preguntaste por el accidente: ¿de verdad no sabés lo que pasó?, ¿no recordás nada? Estás muerto, Roy. Estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto. Tengo que salir de todo esto, por favor no me llames más, te lo ruego, no me llames más, y si suena tu teléfono, por favor, Roy, no atiendas, no me respondas, desaparecé de mi vida.
Cuando del otro lado cortaron la comunicación, Roy se representó el tono constante de la línea como una recta en la pantalla de un monitor cardíaco. Luego vino el anonadamiento. No sabía qué pensar. Miró a su alrededor y sintió el peso muerto de las cosas, escuchó vibrar el silencio glacial de su propio encierro, la indiferencia con la que el mundo había respondido a su soledad. Miró por la ventana del departamento. Desde allí arriba podía ver la plaza de enfrente, la estación de trenes en la esquina y le pareció que todo lo que veía ya había muerto. Los hombres, los autos, los trenes se movían como si en verdad estuviesen repitiendo un movimiento ya acabado, como si el conjunto existiera en la repetición infinita de una memoria que solo funcionara volviendo siempre sobre sí misma, sobre cada acto y escena para imponerles repetirse una y otra vez. Era la contemplación de un museo de los actos ya desaparecidos, el teatro donde se representaba un mundo ya muerto, como si todo lo que entonces existiera no fuere más que aquello que en otro lugar alguien recordaba.
Pensó en el llamado de Marian y en la derivación fácil de que lo que lo rodeaba ya no existía sino como el pasado reconstruido en alguna parte del futuro. El truco había sido efectivo: “estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto”, había dicho Marian. “No, no pueden ganarme, no puedo permitírmelo a mí mismo”, se dijo Roy en voz en alta, pretendiendo que aquello no fuera más que la trampa que Boris le había montado y en la que él se había dejado caer.
Repasó mentalmente la secuencia de los llamados desde el primero hasta ese último. Se sintió absurdo, supo que se había dejado llevar por la expectativa del milagro y que eso mismo lo había dejado desnudo ante la miseria de lo real. Tomó de nuevo el teléfono y llamó al número desde el cual Marian –o quien se hiciera pasar por Marian– lo había estado llamando. Enseguida se dio cuenta de que si sabía el número de Marian era porque había sido él el que la había estado llamando, tal como lo ella se lo había dicho. Lo atendió la voz metálica de una grabación que le informaba que aquel el número no era el de ningún cliente en servicio.
Lo intentó una y otra vez y siempre la misma respuesta. Se dio vuelta mirando hacia la cocina. Allí encontró la silla de ruedas vacía. Recordaba perfectamente haberla cargado y arrojado junto a la cama y el ropero en un descampado donde los había quemado. Sabiendo siempre que a la muerte se ingresa lentamente casi sin uno darse cuenta, como si en verdad fueran las cosas en derredor las que fueron muriendo hasta cercar, rodear, acechar y convencerlo de que en verdad ya estaba muerto desde hacía vaya uno a saber cuánto tiempo, Roy tomó coraje y se encaminó hacia el cuarto de Nolan pensando que lo único que allí podía permanecer vivo no era de este mundo. Le sorprendió encontrarse con la cama y los muebles que él mismo había sacado de la casa, incluso con los juguetes y la ropa que estaba seguro haber incendiado. Caminó hacia el dormitorio, abrió el guardarropa. Encontró allí la ropa, los zapatos, las carteras y todo lo que alguna vez había sido de Marian y él había quemado solo unos días después de su muerte.
Volvió a la cocina, vio sobre una de las sillas que rodeaban la mesa el sobre cerrado de una carta y supo con solo verlo que las cosas no marchaban bien o marchaban lo suficientemente bien como para que todo se estropee. No recordaba haberlo visto antes, no recordaba haberlo recibido y nadie habría podido entrar al departamento para dejarlo. Quizás estaba cebado por los retorcijones mentales que las llamadas de Marian habían creado, pero no podía controlar la ansiedad cruel de dejarse humillar jugando el juego de otro. Abrió el sobre y encontró lo que de algún modo esperaba encontrar. La letra chiquitita, desgarbada e insegura, lo obligó a leer lentamente, volviendo una y otra vez sobre cada palabra.
“Hoy es mi cumpleaños. Si estuvieras acá conmigo, me gustaría que me regales un tren, uno que tenga vagones de carga, sin pasajeros, no, ningún pasajero, aunque también podría ser de pasajeros y de carga, las dos cosas juntas estaría bien. Antes, cuando te extrañaba, mamá me llevaba a la estación y me decía que algún día iba a venir un tren del que vos bajarías. Pero los días pasaron y hubo un montón de trenes que llegaron y se fueron, y en ninguno estabas vos. Por eso mamá no me llevó nunca más a la estación. Me dice que ya no lo necesita porque puede hablar por teléfono con vos. Yo le pido hablar pero no me deja. Me dice que no puedo, que el teléfono es para personas grandes, y por más que le ruegue no me deja ni estar cerca cuando te llama. Lo que sí me deja es escribirte cartas. Me gusta escribirte, pero no es lo mismo, a mí lo que me gustaría es hablar por teléfono como lo hace ella. Aunque ahora parece que se enojó y ya no quiere hablarte más. A veces el teléfono suena y suena y suena y ella no quiere atender. Tampoco me deja a mí, pero igual me acerco, lo dejo sonar y cuando ella cree que ya cortaron, levanto el tubo para ver si sos vos. Nunca tengo suerte. Escucho que dicen “hola, hola, hola” y después cortan. Yo no puedo contestar porque si no mamá me va a escuchar y se va a dar cuenta. Pero de todos los “hola” que escucho me parece que ninguna voz es la tuya. Igual tengo miedo de que seas vos y que yo no me dé cuenta. Eso es feo. No me deja dormir. Tampoco me gusta vivir en un departamento. No hay nada para hacer, ni balcón tiene, y la única ventana está en la cocina y da contra la pared del edificio de al lado, por lo que solo puedo ver un pedacito de la estación que está en la esquina. Igual pienso que si vos estuvieras acá, no me importaría vivir en este departamento. Lo que no me gusta es que te hayas muerto. Y que nunca hayas bajado de ningún tren. Bueno, eso es todo. Hoy cuando me canten el feliz cumpleaños y tenga que pedir tres deseos voy a pedir uno solo: que tomes un tren que te traiga conmigo.”
Roy terminó lagrimeando un poco pero como alejado de eso mismo que estaba haciendo, o quizás como el que ve una película armada específicamente para dar el golpe bajo en el momento adecuado, sabiendo que el golpe llegará, preparado desde que comienza la película para recibir el golpe y soportarlo desde la ironía inteligente, desde la distancia cínica, el entrenamiento crítico y un largo etcétera, y sin embargo cuando llega el golpe se emociona estúpidamente con el golpe, llora como un idiota frente al golpe, se estremece hasta los huesos y comprende la dimensión física y a la vez simulada de ese llanto que no vale nada, nada de nada, pero que sin embargo