La dicha de la verdadera meditación. Jeff Foster
y nuestro cuerpo, quizá por primera vez. Su prosa es feroz, salvaje, apasionada, poética y desacomplejada. Las suaves palabras de Jeff deshacen el estigma del trauma y nos brindan un espacio interior en el que poder «respirar» todas esas cosas que hemos hecho tan «mal». Es agnóstico en su fascinación. No se deja nada fuera: el sudor, las lágrimas, la sangre, la culpa, los impulsos oscuros, el poder y la alegría... Todo está incluido.
En cada una de las pinceladas de este libro se oculta un recordatorio constante de la ferocidad y la totalidad del momento como una invitación a la presencia, a respirar, a volver a casa; las invitaciones que Jeff nos hace son múltiples y variadas, y rinden homenaje al corazón vivo y palpitante y al aliento vital que –literalmente– nos inspira. Siendo quien es (un poeta, un amante, un loco en el mejor sentido de la palabra), Jeff nos ofrece sus palabras de aliento susurrándoselas a nuestra agotada mente, a nuestros cansados oídos, para que, de este modo, le lleguen a nuestro salvaje y resplandeciente corazón.
KELLY BOYS,
autora de El efecto punto ciego
Algunos dicen que el mundo
es un valle de lágrimas.
Yo digo que es un valle
en el que se forjan las almas.
John Keats
EL DESCUBRIMIENTO DE LA
VERDADERA MEDITACIÓN
Antes que nada, me gustaría compartir contigo parte de mi historia personal. Es una historia que empieza con la muerte y termina con la vida y cuenta el descubrimiento de la verdadera meditación: no por medio de libros, maestros espirituales o clases de meditación, sino a través de la muerte y el renacimiento, de aventurarme en mi propia oscuridad, de estar a un solo paso del suicidio y la autodestrucción, de atravesar el velo de la mente dual y alcanzar una Luz interior inextinguible. Una Luz que había estado ahí todo el tiempo: la Luz de la meditación, la Luz de la Unidad, la Luz de mi verdadero ser.
Quizá mi historia no sea tan distinta de la tuya. Creo que, en última instancia, todos estamos inmersos en el mismo viaje de regreso a casa, de vuelta al momento presente, al aquí y ahora.
Desde que tengo memoria, siempre he creído que había en mí algo que estaba «mal». Me sentía enfermo, roto y horrible por dentro; indigno de recibir amor, un error como ser humano, un individuo dañado y sin redención posible, sin esperanza. El terror a ser abandonado (y a la muerte misma) me calaba los huesos y hacía que tuviese miedo de vivir, que me sintiese azorado y avergonzado al hacerlo. Caminaba por las calles encorvado, ocultando el rostro. Nunca establecía contacto visual con nadie durante más de un breve instante, pues estaba convencido de que quien viese lo que era de verdad saldría despavorido de puro horror y repugnancia.
Me encontraba exhausto todo el tiempo, con un cansancio antiguo que sentía en un nivel muy profundo de mi alma. Me pasaba las vacaciones escolares escondido en mi habitación, recurriendo a los videojuegos, las películas o la comida para no pensar, y, en términos generales, anhelando una vida diferente. Tenía dolores, tensiones y contracturas por todo el cuerpo; un cuerpo al que consideraba mi enemigo y que me causaba repulsión.
Tuve ataques de pánico que mantuve en secreto y de los que jamás le hablé a nadie. Tenía pocos amigos, nadie con quien poder hablar de verdad. Sufrí mucho acoso escolar y, en los recreos, me escondía en los baños del colegio. Llegaba a casa empapado en sudor y me atiborraba con chocolate y hamburguesas de microondas para tratar de mitigar el dolor. Incluso en los días más calurosos del verano me ponía muchas capas adicionales de ropa para, de este modo, absorber la excesiva transpiración que me producía la ansiedad.
No tenía idea de si era hombre o mujer, heterosexual o gay, humano o animal, santo o asesino. Tal vez en algún lugar alguien cometió un tremendo error y yo había nacido en el momento y el planeta equivocados, orbitando un sol que no me correspondía. A veces ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto. Para mí, mi identidad era un enorme signo de interrogación, y eso me inquietaba hasta los tuétanos.
A medida que me fui haciendo mayor, la necesidad de morir fue creciendo conmigo. A menudo fantaseaba con matarme, con destruir el mundo, o con hacer ambas cosas a la vez. Una pena y una rabia muy antiguas hervían en mi interior, pero yo me limitaba a tratar de insensibilizarme ante esos sentimientos y poner cara de valiente. Me fue muy bien a nivel académico y en el colegio muchas veces era el mejor de la clase. A los dieciocho me aceptaron en la Universidad de Cambridge, lo que supuso un gran honor para mi familia. Yo fingía ser feliz, estar satisfecho, sentirme pleno, tranquilo y complacido: era el arquetipo mismo del «buen chico». No mostraba nada al mundo que pudiese reflejar la auténtica profundidad de mi desesperación.
En los breves momentos de calma que disfrutaba durante el día y en las pesadillas que tenía mientras dormía, escuchaba los alaridos de monstruos que gemían desde lo más profundo de mi ser, gritos terriblemente angustiosos de seres olvidados que había relegado a las tinieblas, partes abandonadas de mi propia psique que desde el inframundo reclamaban mi amor, mi ayuda y mi atención.
Había renunciado a todos mis sueños y todas mis esperanzas. Desde pequeño, siempre había querido contar historias, hacer películas, crear obras que sirviesen de inspiración a los demás, tal vez incluso que cambiasen el mundo, pero estaba petrificado por el miedo al fracaso y el rechazo y por el gran temor que me producía que otros pudiesen ver mi vergonzoso interior, así que bloqueé todas estas pasiones creativas por el riesgo que suponían. Vivía fuera de mi cuerpo y fuera del momento presente; estaba inmerso en el fantasioso mundo de la mente conceptual ligada al tiempo, en ensueños y pesadillas, en filosofías complicadas y mundos distantes, en pasados y futuros... Y siempre, constantemente, lamentándome de cosas pasadas o anticipando lo que podría ocurrir en el futuro. Era un apátrida, un destituido, un sintecho. Estaba totalmente enajenado de mi verdadero santuario, de mi auténtico refugio. Me había separado de Dios, me había alejado de la Fuente de la Vida, estaba completamente desligado de la Madre Divina.
Me dolía desde lo más profundo de mi soledad cósmica el no ser capaz de encontrar el modo de extinguirme.
Más adelante llegué al punto de querer suicidarme. Parecía ser la única solución al imposible problema de vivir. Me sentía exhausto (mucho más allá de mi capacidad de tolerancia) y estaba más que cansado de fingir, de tratar de «encajar», de vivir en un mundo que era incapaz de verme, o que no quería verme tal como era. Había algo en mí que tan solo quería descansar del agotador e interminable proyecto de «ser una persona en el mundo».
Por supuesto que, en realidad, no quería morir. Secretamente, tenía unas enormes ganas de vivir. Sencillamente no sabía cómo hacerlo. Nadie me había enseñado.
Creía que la muerte física era la única manera de avanzar, el único camino posible.
Me sumí en una oscuridad muy profunda.
✣✣✣
Y luego, un día cualquiera, todas mis defensas contra la vida, toda mi resistencia a estar vivo, todas mis protecciones condicionadas contra el dolor y el placer de la experiencia cruda empezaron a resquebrajarse.
Todo el material inconsciente reprimido, todos los pensamientos, sentimientos y deseos que había estado conteniendo para parecer «normal» y «civilizado», empezaron a filtrarse por las grietas, después a manar a chorro y, finalmente, a desbordar en un mar de percepción consciente. La caja de Pandora había saltado en pedazos dentro de mí. Ya no podía seguir huyendo de mi propia oscuridad interior, ya no podía alejar de mí la vida y buscar refugio en la mente conceptual, pues ya no había ningún refugio seguro que encontrar ahí. Estaba siendo llamado a confrontar la vida, a mirarla de cara y abrirme a ella. La alegría, el terror, la rabia, los abrasadores sentimientos de abandono reprimidos desde la infancia, oleadas y más oleadas de dolor y desgarro indescriptible... Ya no podía seguir escapando de todas estas cosas. Los traumas se habían desatado en mi interior con toda su crudeza. Todo lo que