La dicha de la verdadera meditación. Jeff Foster

La dicha de la verdadera meditación - Jeff Foster


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      Pero no morí. De hecho, estaba empezando a sanar. Aquel infeliz «yo» de siempre estaba empezando a desmoronarse. Mi «no» a la vida ardía en llamas, se consumía, y mi verdadero yo comenzaba a cobrar vida. Desde lo más hondo de mi ser, algo estaba empezando a decir «sí»: «sí» a estar vivo, «sí» a no saber, «sí» a la alegría y al dolor de la existencia, «sí» al caos y la confusión que implica existir como un ser humano imperfecto, «sí» a la oscuridad y la luz. ¡«Sí» a todo!

      Durante las semanas y meses que siguieron salí de la mente y entré en el corazón. Entré en contacto con la Presencia, el Ahora, una profunda e intensa Unidad con todas las cosas. Respiraba. Volvía a ser capaz de sentir el corazón, de sentir los rayos del sol que caían sobre mi rostro, de escuchar nuevos sonidos, de saborear de verdad lo que comía, de contemplar nuevos horizontes y nuevas posibilidades, de percibir nuevas sensaciones recorriendo mi cuerpo... Me sentía como un bebé, como alguien que estuviese experimentando el mundo por primera vez. En ocasiones esta sensación de estar vivo era tan intensa que pensaba que me mataría, que me dañaría de algún modo, que no podría manejarla, o que tal vez haría que me precipitase en una espiral descendente hasta un vacío del que nunca sería capaz de escapar.

      Pero los sentimientos siempre son seguros. Son nuestras defensas las que nos causan tanto sufrimiento.

      Lo diré una vez más. Nuestros sentimientos, por muy intensos que sean, son seguros. No son ellos los que nos causan tanto dolor y tanto sufrimiento, son las tensiones añadidas que desarrollamos en torno a nuestros sentimientos humanos, el hecho de negarlos y rechazarlos, nuestros esfuerzos inconscientes por destruirlos, aniquilarlos y purificarlos, el avergonzarnos de nuestra vulnerabilidad y el hecho de asfixiar a nuestro niño interior.

      Instintivamente, comencé a «respirar a través» de todos mis sentimientos, pensamientos y deseos «insoportables». Si iba paso a paso, momento a momento, era capaz de soportar estos «monstruos», de sobrevivir a ellos, tolerarlos, permitirlos, e incluso de hacerme su amigo. Y cuando no podía permitirlos, cuando la resistencia que mostraba ante ellos parecía ser demasiado grande, cuando sentía una rabia volcánica en mi interior, cuando el dolor llegaba en oleadas y parecía que iba a partirme en dos, sentía que algo más grande o más elevado se encargaba de sostener estas emociones, de dejarlas ser; se trataba de algo antiguo, intenso, infinito, eterno, lleno de amor y totalmente incognoscible para la mente. Lo cierto es que era capaz de soportar incluso los momentos que me parecían absolutamente insoportables. Había algo en mi interior que era indestructible, algo que no podía morir. Era tierno, vulnerable, receptivo y estaba radicalmente abierto, pero también era más fuerte, más sólido y más valioso que el diamante más precioso y más resplandeciente que mil millones de soles. Estaba empezando a descubrir mi verdadera naturaleza; quién era realmente antes de que me enseñaran a desconfiar de mí mismo, antes de que me inculcasen todos esos condicionamientos de miedo y de odio, antes de la Caída. Estaba descubriendo mi verdadera identidad como la Presencia-Conciencia misma, como la luz que nunca se apaga, como el amor que nunca muere; el gran fuego inextinguible que llevamos en nuestro interior.

      Una nueva esperanza estaba surgiendo en el núcleo mismo de mi herida de separación, culpa, vergüenza y abandono; la no-dualidad estaba emergiendo en el ­corazón de la dualidad; una nueva vida nacía en medio de la oscuridad, en el vientre de la bestia; una resurrección, un perdonar, una segunda oportunidad, un nuevo comienzo.

      Había días que temblaba y convulsionaba del miedo que sentía; todo el miedo que nunca antes me ­había permitido sentir. Ahora, en lugar de alejarlo de mí, dejaba que me inundase, que circulase libremente por mi ser. Otros estallaba y soltaba toda mi ira a los cielos, los océanos y las montañas. Pronunciaba todas las palabras del niño interior que nunca antes había tenido voz; palabras que no eran «agradables», ni «espirituales», ni «amables», sino crudas, feroces, salvajes, auténticas y llenas de emociones. ¡Qué maravilla escucharme a mí mismo pronunciando al fin palabras auténticas, expresando mi verdad! Me pasé casi un año llorando a diario, dejando salir todas las lágrimas que nunca había podido llorar de niño, todas las lágrimas que había reprimido para no disgustar ni enfadar a nadie. A veces me reía como un bebé, me dejaba llevar por la risa tonta, a menudo sin razón alguna, hasta que casi no podía respirar. También hubo ocasiones en las que sentía una dicha extática y, al mismo tiempo, una terrible desesperación. ¡Me había convertido en un glorioso caos!, ¡en un embrollo salvaje, inconsistente, impredecible e incontrolable! Ahora había tanto espacio en mi interior, tanta vida... Tanto, tantísimo espacio. A veces toda esta energía liberada que fluía por mi interior me ­hacía ­pensar que me estaba volviendo loco. Hubo días en los que pensé en ingresar voluntariamente en un hospital psiquiátrico, pero quizá tengamos que volvernos «locos» para poder sanar. Tal vez la «normalidad» o la «conformidad» había sido la enfermedad que había estado sufriendo durante toda mi vida. Tal vez la camisa de fuerza de la «adaptación» por fin estaba ardiendo en llamas gracias a esta fiebre sanadora. Además, estaba aprendiendo a confiar nuevamente en mí mismo, a permanecer cerca de mi propia experiencia, sin juzgarla, sin tratar de arreglarla, sin tan siquiera intentar librarme de ella.

      Estaba aprendiendo verdadera meditación del maestro de meditación más feroz y despiadado de todos: la vida misma.

      Sobreviví a este proceso de muerte y renacimiento y empecé a ser capaz de tolerar pensamientos y sentimientos que antes me resultaban completamente insoportables. Recuperé nuevas fuerzas, encontré en mi propio interior un nuevo valor y empecé a descubrir una serie de recursos internos con los que no sabía que contaba.

      Empecé a enamorarme nuevamente de la vida en este extraño planeta llamado Tierra. De la vida en su totalidad, de las alegrías y también de las penas, el aburrimiento, la confusión, la frustración, las dudas, los anhelos, la soledad... Ahora todo era sagrado. Todo lo amaba, todo me resultaba profundamente fascinante, como lo había sido en mis primeros años de infancia. Ya no ­quería liberarme de mis propios sentimientos; quería sentirlos todos, experimentarlos todos, saborearlos todos. Mis pensamientos ya no me asustaban. Deseaba idear universos, crear galaxias enteras con la imaginación. Volvía a ser un artista, como lo había sido cuando era muy joven y estaba enamorado de la totalidad de la creación, cuando veía la vida con nuevos ojos, unos ojos llenos de inocencia y asombro. Me había convertido en un vasto océano de Conciencia, había aprendido a amar todas las olas de los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones...

      Quería estar roto y unificado al mismo tiempo. Quería lo positivo de la existencia, pero también lo negativo. Quería la dicha, pero también la congoja y la angustia. Quería la expansión, pero también la contracción. Quería las «cimas», pero también los «valles» de la vida. Quería el deseo y la falta de deseo. Quería sentir y también sentir la ausencia de sentimientos. Deseaba ansiosamente todas las polaridades del ser, el yin y el yang, la comedia y la tragedia, la agonía y el éxtasis, la tormenta y el sol resplandeciente, los defectos y las imperfecciones y la insoportable perfección que todo lo envuelve. Quería mi ser en su totalidad, el desastre y el milagro, la suciedad y las estrellas. Quería integridad, completitud, plenitud. Sí, no felicidad, sino plenitud, un don mucho más valioso que la limitada noción mental de la felicidad.

      ✣✣✣

      Día a día, momento a momento, aliento a aliento, empecé a mostrarme a los demás, a dejar que me viesen por completo, que contemplasen todo mi ser.

      Comencé a decir mi verdad. Temblando, sudando, con el corazón latiendo a cien por hora, a veces con la boca seca, otras con sensación de náuseas, abochornado y avergonzado de expresar mi verdad, pero, aun así, diciéndola. Mi verdad, esa verdad cruda, salvaje, confusa e incómoda.

      Algunos «amigos» desaparecieron. Otros siguieron estando ahí. Entraron en escena nuevos amigos, nuevos «familiares», una nueva tribu que quería al nuevo yo en todo su divino caos. Querían que dijese cosas incorrectas, que cometiese errores, que mostrase mis extraños e incómodos sentimientos, que pronunciase palabras inconvenientes... E intentar amarme por todo ello, amarme tal como era.

      En algún momento del proceso encontré el valor necesario para empezar a escribir sobre mi «despertar» –sobre mi baile con la muerte, la entrega


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