Camino al ejercicio profesional. Graciela Queirolo
latente, y de ello podían depender su trabajo y su autoridad sobre los asuntos del parto. Entre los médicos estaba asentada la noción de que la atención de las embarazadas por parteras solo era necesaria en el último trimestre del embarazo y en las etapas que consideraban más trabajosas del parto. Las parteras no ignoraban la importancia que los obstetras y médicos tenían sobre las nociones de lo seguro y conveniente en la arena de la salud en general, y en la década del 40 no encontraron otra alternativa que separar las esferas de incumbencias. Compartir o trabajar asociadamente con otros profesionales ya no era una alternativa que pudieran considerar viable ni conveniente. Un poco más allá fueron sobre la relación con los colegas obstetras, y solicitaron que el Estado reglamentara y controlara la atención de las mujeres embarazadas cuando era realizada por un médico. Apelaron a una fórmula que la AON había esbozado hacía varias décadas: la atención a las embarazadas siempre debía implicar la presencia de la obstétrica, incluso cuando estuviera a cargo un médico. En esta dirección, las parteras esperaban que el Estado colaborara para regular la relación de su actividad y todas aquellas que pudieran tener incumbencia entre las embarazadas, los partos y las puérperas.
Finalmente, el tercer aspecto, vinculado a las condiciones laborales, era muy claro. Los planteos de las obstétricas se referían a conseguir estabilidad en los cargos rentados, un escalafón dentro de los hospitales que fijara los salarios y límites a las jornadas laborales. A esto agregaban el pedido de regulaciones específicas para la jubilación de las colegas y medidas que aseguraran que las instituciones abonaran una cápita por los partos transferidos. Solía suceder que las intervenciones de las parteras iniciadas fuera del hospital y luego transferidas por motivos urgentes luego no fueran reconocidas ni abonadas.
A la luz del resultado definitivo, los reclamos de las parteras parecen no haber tenido repercusión en las autoridades; sin embargo, en una primera etapa obtuvieron gravitación y una parte de ellos llegaron a figurar en el primer decreto integral de reglamentación de las profesiones y oficios médicos, de 1944, que derogaba la antigua ley de 1877 (La Obstétrica Argentina, 1944). Ese decreto reconocía el trabajo independiente de las parteras en sus propios locales y para “atender mujeres en estado de embarazo, parto y puerperio normales”; además, sostenía que las embarazadas podían ser atendidas solo por parteras si se encontraban en el último trimestre. Esto cumplía parcialmente con una parte de los reclamos del gremio respecto de las condiciones para ejercer el oficio. Pero era fundamental que en el texto de la norma se consignara que las parteras, como los médicos, dentistas y otras ocupaciones de la medicina y de las “ramas auxiliares”, se matricularan con los mismos requisitos, es decir, con la acreditación de la carrera universitaria pertinente.
Esto último fue, sin duda, algo que las parteras celebraron, pues las colocaba en una escala menos asimétrica que la que en ese momento tenían. Si bien la regulación que hasta entonces las asistía las consideraba habilitadas para trabajar en las mismas condiciones, ser graduadas universitarias, la práctica en los últimos años les había demostrado que la diplomación no les garantizaba iguales condiciones que a los obstetras frente a las responsabilidades del parto. Su legitimidad se había erosionado junto con sus perspectivas de trabajar en la mayoría de los partos.
El posicionamiento de las obstétricas se reforzó con otras medidas estipuladas en el decreto, que les permitían realizar algunas técnicas terapéuticas muy específicas que hasta entonces estaban en una suerte de limbo legal, como corregir la posición del feto en situaciones muy particulares; practicar cateterismos y punción de membranas (rasgar la bolsa cuando era pertinente para facilitar el parto); colaborar con la expulsión cuando la posición del feto era normal, y seccionar y ligar el cordón umbilical, entre otras prácticas usuales. De manera mucho más limitada a urgencias o a situaciones críticas, se accedió a que las parteras practicaran episiotomías, ya difundidas desde fines de la década del 30 y consideradas propias del parto normal; suturas, y versiones externas. Quedó absolutamente prohibido que las parteras procedieran a “desalojar el huevo del útero”, es decir, terminar abortos en curso, o procedieran a realizar “raspajes”, reducir miembros, realizar versiones internas con feto vivo e inducir el alumbramiento artificial de la placenta o de los anexos. Todas estas operaciones eran frecuentes en partos que no podían considerarse siempre distócicos, pero tampoco obedecían al desarrollo fisiológico estrictamente normal.
Todo esto fue muy bien recibido dentro del gremio de las parteras, pues consideraban que la legitimación de sus actos llevaba a la posibilidad de mantener o recuperar su rol dentro del arte de partear y, en definitiva, venía a concretar algunas de las demandas históricas por el reconocimiento de su tarea. Pero, lamentablemente para las parteras, el decreto tuvo muy corto alcance y fue reemplazado al año siguiente por la ley Nº 22.212, que regulaba el ejercicio de la medicina, la odontología y las actividades auxiliares, pero excluía a las obstétricas, con lo que las colocaba en un limbo legal y frente a la desprotección laboral. La ley arbitraba fundamentalmente la relación entre los profesionales de la medicina y las instituciones de salud, pero las parteras no habían sido incluidas en esa legislación. El revés fue vivido como un “retroceso moral y material para todos los profesionales universitarios” (Asociación Argentina de Protección Recíproca, 1946, ff. 17-18) y fue casi definitivo para el gremio, que en adelante se concentró en conquistar mejoras en el orden del trabajo de sus socias a partir de su capacidad de negociación directa con las autoridades sanitarias y titubeó entre mantener la representación de las obstétricas de manera independiente y sumarse a otras organizaciones gremiales de mayor envergadura que fueran capaces de incorporar sus demandas.
La enfermería y las enfermeras en una coyuntura crítica
La situación de la enfermería en la década de 1930 expresó problemas de un orden diferente al de las parteras y obstétricas. Se trataba de una tarea poco reconocida, su calificación estaba permanentemente puesta en duda y el interés del Estado no la puso el tema entre sus prioridades. En estas condiciones, la profesión no lograba reclutar candidatas suficientes para mantener un mínimo de diplomadas calificadas y se reproducía un “círculo poco virtuoso”, que consistía en un déficit permanente de enfermeras diplomadas que alentaba a flexibilizar las exigencias de las instituciones y del Estado a la hora de contratar personal. En los hospitales porteños era frecuente que frente a la exigüidad de recursos para rentar de manera permanente “personal auxiliar” se facilitaran las prácticas ad honorem o con cargos “suplentes” o como “agregadas”, de personas que aspiraban a una contratación en algún momento. Todo esto alentaba la convivencia de diplomadas y no diplomadas dentro de las salas de hospital y reforzaba la tendencia a la desprofesionalización de la tarea y a su descalificación. Esto iba a contrapelo de las preocupaciones que el Estado porteño expresaba en relación a la salud de la población y señalaba un problema al interior de las profesiones médicas en relación a la educación adecuada del personal para las tareas “auxiliares de la medicina” (Belmartino, 1988, p. 43). La formación, la necesidad de aumentar la dotación de personal y las condiciones del ejercicio de la profesión, caracterizaron la situación de la enfermería.
La capacitación de recursos humanos, como la enfermería, había experimentado momentos muy particulares que podrían definirse como impulsos calificadores, muchas veces ligados a la iniciativa individual de algunas figuras y vinculadas a las necesidades institucionales de asilos y hospitales (Martin, 2010). Los primeros años del siglo XX fue uno de esos momentos, pero en la década del 30 las escuelas y los modelos de capacitación en enfermería estaban agotados y obsoletos; y el perfil profesional era cada vez menos calificado para las necesidades del sistema de atención. Las pruebas tomadas en 1935 por la Asistencia Pública fueron testimonio claro de esa situación y de las preocupaciones de los funcionarios públicos del área por el asunto.
En ese escenario se pueden ubicar diferentes voces que describieron el estado de situación. Entre las más calificadas se situaron enfermeras que habían alcanzado una posición destacada en la profesión, dirigiendo escuelas o capacitando a sus futuras pares y que, en algunas oportunidades, lograron ser interlocutoras de los funcionarios estatales y de los médicos. Por otro lado, sobresalió la singular observación de algunas enfermeras extranjeras que tuvieron oportunidad de conocer acerca del asunto en Argentina y en Buenos Aires, en particular.
Entre las últimas, se ubican las