Camino al ejercicio profesional. Graciela Queirolo
alentaran a sus socias a ocupar los puestos que la Asistencia Pública ofrecía. Las parteras consideraban que el esquema era necesario y no abandonaron la posibilidad de integrarse al sistema, difundiendo la iniciativa entre sus socias y acompañando a sus colegas obstetras en la promoción del proyecto.
La atención domiciliaria tuvo una gran recepción; ayudó a complementar la asistencia que los hospitales porteños no podían proveer y a ocuparse de las urgencias o de las mujeres que se mantenían renuentes a atenderse en un hospital. Si bien el conjunto de las maternidades municipales estaba en aumento, el número de partos atendidos de manera sostenida no cubría la totalidad de los nacimientos. En el momento en que se dictó la norma de servicio domiciliario de partos, las maternidades porteñas tenían en su conjunto 548 camas para asistir 7.480 partos anuales, aproximadamente 62 por mes en cada institución. El número de partos atendidos con el servicio domiciliario creció en los años inmediatamente posteriores a su creación, y alcanzó su máxima expansión en 1929, para luego comenzar a descender (Ibíd., p. 7).
Para algunos obstetras, este modo de parto domiciliario inaugurado por la Asistencia Pública debía ser complementario y marginal dentro de las opciones de atención, pero para otros era el horizonte al que la obstetricia debía aspirar. Quienes se inclinaban por la segunda opción, los partos normales podían y debían tender a ser asistidos en el domicilio, para dejar los casos complicados en la esfera de la institución. Esto beneficiaba las finanzas públicas pues, según algunos médicos, los partos atendidos por parteras en domicilio eran decididamente más económicos, casi 50 % menos onerosos que los efectuados en los hospitales (Ibíd., p. 6). Esto tenía que ver con la baja remuneración que las parteras recibían en relación con los médicos y con la noción más bien conservadora que indicaba que el parto normal era un proceso fisiológico que había que saber monitorear y acompañar. Sin embargo, el horizonte era universalizar el hospital o el sanatorio como el lugar donde parir, línea en la que se inscribirían los obstetras que dirigieron las maternidades más desarrolladas técnicamente y con mayor número de camas, como Alberto Peralta Ramos y, en menor medida, Josué Berutti. Finalmente, la tendencia fue en el último sentido y el desarrollo del equipamiento urbano respondió al criterio generalizado del parto hospitalizado, pero no impidió que hubiera un período de convivencia entre diferentes modos de atender los partos.
Las salas de maternidad terminaron por imponerse en el criterio de atención. El desarrollo de ellas en los hospitales porteños fue de especial relevancia para que se incorporaran a la cotidianidad de la obstetricia técnicas de incumbencia médica y para expandir esas atribuciones. Las salas de hospital eran el lugar para desarrollar e incorporar métodos y modalidades como los dispositivos mecánicos para facilitar el parto, camas especiales, algunos cabestrillos que facilitaban el esfuerzo de las mujeres en la etapa expulsiva y técnicas ya conocidas, pero poco frecuentadas para acelerar el parto artificial. Los hospitales eran los lugares donde se ponían a prueba muchas de las nuevas técnicas y los espacios preferidos por los maestros de obstetricia para incorporarlas y difundirlas. La institución lograría instalarse como un lugar seguro y con capacidad de dar respuesta a diferentes situaciones que se podían producir alrededor del parto, como un espacio con recursos técnicos y humanos suficientes y calificados para resolver de manera eficiente cualquier situación del parto. Esta noción colaboró a fijar la idea que circulaba entre algunos obstetras acerca de que el parto exclusivamente fisiológico no era necesariamente el más frecuente, pues el parto normal o “rigurosamente fisiológico” se consideraba casi imposible, por lo que la mano del médico era inevitable y la institucionalización, forzosa (Berutti, 1933, p. 417).
A pesar de que en muchos sentidos el discurso médico acerca de la higiene y la medicalización del parto había sido exitoso dentro del gremio de las parteras, eso no resultó una razón suficiente para que mantuvieran un lugar más acomodado y gravitante en la atención de los nacimientos. Las parteras, en particular las enroladas en la Asociación Obstétrica Nacional que habían abrazado las indicaciones de la medicina moderna y que lograron establecer una suerte de sociedad con los médicos, principales voceros de las novedades científicas y cada vez más reconocidos por sus pacientes, solían demostrar su incómoda posición. Por un lado, afirmaban que seguían disputando el parto con falsas parteras o falsas diplomadas, un fenómeno que se extendió hasta muy avanzada la década del 40; por otro, compartían con sus colegas obstetras una parte importante de sus clientes. A esto se agregaban el crecimiento de las salas de maternidad y maternidades en la ciudad y la positiva recepción de las mujeres a parir en el hospital.
El gremio de las parteras visualizó la situación y no tardó en advertir que la competencia era cada vez más desigual y que sus posibilidades laborales se achicaban. Buscaron modos compensatorios que pudieran garantizar el trabajo de sus pares y demandaron que el Estado se retirara de ciertas áreas de atención. Entre las primeras estrategias, el gremio intentó definir una regla capaz de garantizarles o reservarles a sus colegas la exclusividad de una parte de la atención de los partos que les permitiera continuar su trabajo “por la libre”, es decir, a quienes ejercían el oficio de modo privado en el mercado del parto. Desde mediados de los años 20 y en varias oportunidades con posterioridad, solicitaron a las autoridades porteñas, a la Asistencia Pública y a las autoridades de la Facultad de Medicina, que impidieran a las colegas contratadas por las maternidades atender partos privados. De este modo, intentaban eliminar una parte de la competencia dentro del propio rubro, entre parteras. La requisitoria de la AON fue rechazada por el municipio porteño y durante toda la década del 20 el gremio de parteras insistió sobre este asunto sin éxito. Los argumentos en contra afirmaban que las contratadas por el municipio tenían exiguos salarios y no podía prohibírseles trabajar fuera del hospital (Asociación Obstétrica Nacional (AON), 1922, ff. 131 a 135).
En la visión de las parteras agremiadas, las colegas contratadas por las maternidades gozaban de beneficios extras: tenían un salario fijo y estable y contaban con casa y comida, pues eran internas del hospital y residían allí gran parte de la semana. Este sistema se superponía con otra práctica muy usual en los hospitales porteños, que consistía en contratar personal que se definía como “agregado” para completar las necesidades de la institución, pues no siempre alcanzaba con una o dos parteras internas, para cumplir con la regular demanda de una maternidad de la ciudad. Según el censo municipal de 1926, los hospitales porteños en su conjunto empleaban de manera asalariada a 23 parteras, pero mantenían contratadas a 16 parteras más, a las que se les pagaba por cada parto atendido. Estas eran “agregadas” a los hospitales o parteras que asistían a mujeres fuera de la institución, en el domicilio3 (Argentina, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1928, pp. 99-110). En los años posteriores, esta situación se agravó y la contratación de parteras agregadas se extendió de diversas maneras, para cumplir con la atención en domicilio, como complemento en las salas de maternidad y afectadas a otras funciones del servicio social de los hospitales. Por otro lado, las instituciones podían apelar a las alumnas de obstetricia de la Facultad de Medicina como practicantes y ayudantes en las salas; esto aliviaba el trabajo y las finanzas del hospital.
Nuevos perfiles y nuevas estrategias
El esquema de atención del parto que se impuso entre los años 20 y los 40 modificó la actuación de las parteras en términos materiales y simbólicos y con esto, las estrategias que disponía el gremio para sostener la actividad. A principios del período, el menú de opciones había tenido entre sus fórmulas exigir a las autoridades algún mecanismo regulatorio que alcanzara a las beneficiadas por contratos con las maternidades o que limitara la cobertura del Estado sobre los casos que los y las miembros del gremio pudieran cubrir “por la libre”. Subsistía una idea entre las parteras, inviable, acerca de la posibilidad de ser las únicas legítimas hacedoras de los partos normales y celebrados en “público”, es decir, la atención realizada a la clientela particular que las contrataba. Una vez institucionalizados los nacimientos, las parteras organizadas a través de la AON no buscaron en los hospitales y maternidades mejores posiciones y espacios dentro de la obstetricia, sino que, por el contrario, mantuvieron la expectativa acerca de mantenerse en su posición de parteras libres como de profesionales liberales de modo similar al de los colegas médicos.
Las parteras, que con frecuencia habían sido el nexo entre la madre y el médico, se encontraban ahora en la situación