Argentina-Brasil. Marcelo Gullo
válidas capaces de restaurar el sentido de la vida. […] El consumismo”, destaca Jaguaribe, “se desacredita ahora como propósito de vida, para quienes lo pueden disfrutar, por la demostración de su vacuidad intrínseca y, para los demás, por la comprobación de la imposibilidad de generalizar, para todo el mundo, la riqueza de las minorías privilegiadas de los países centrales”.[14] Sin embargo, como ya destacáramos, a pesar de sus perplejidades axiológicas se produce la universalización absoluta de la cultura occidental.
Confrontadas con la ratio occidental y su capacidad de aplicación eficaz en la manipulación científico-técnica de la naturaleza y en la gestión de las cosas humanas, las sociedades no occidentales se ven obligadas, para sobrevivir, a adaptarse a esa ratio. Así procedió Japón con la restauración Meiji y, más recientemente, con su neoccidentalización, después de la Segunda Guerra Mundial. Así procedió China con la revolución de Mao y sus continuadores, después de las tentativas frustradas de Sun Yat-sen.[15]
Mientras que la cultura occidental sumergida en su crisis axiológica se aleja de su fundación religiosa, en la cultura islámica se registra un reacercamiento, un regreso, a ella, a los fundamentos de su fe: el Corán y la vida de su profeta Mahoma que, a diferencia de otros iniciadores de religiones, fue simultáneamente el fundador de una fe y el organizador de un Estado. Sus acciones en ambos dominios, según la teología islámica más aceptada, son “dignas de estudio y emulación”, porque éstas, “a partir de la Revelación, estaban preservadas por Dios de todo error”.[16] Así, en los países islámicos grandes masas buscan, en un nuevo fundamentalismo, la réplica a la cultura occidental y la recuperación de los antiguos valores de su propia tradición. El fundamentalismo islámico es, al mismo tiempo, la reacción defensiva de un ámbito cultural que se siente agredido y la reacción ofensiva de un ámbito cultural que retoma, de sus fuentes originarias, su más pura tradición de guerra santa.
El blanco central del odio fundamentalista será el nuevo epicentro del poder mundial de la tercera ola globalizante: Estados Unidos. Este odio ya se materializó, por vez primera, de modo brutal, en los terribles atentados del 11 de septiembre de 2001. En plena globalización mediática el mundo pudo observar, horas después de esos desgraciados acontecimientos, que numerosos clérigos musulmanes rechazaban el terrorismo fundamentalista porque, según ellos, el islam era una religión de paz, mientras que simultáneamente otros clérigos, acompañados de grandes masas de población, manifestaban su alegría tras los atentados y llamaban a realizar una jihad total contra el mundo occidental. Perplejo, el resto del planeta se preguntó: ¿cuál es el verdadero islam? ¿Dónde está el verdadero islam?
El nuevo epicentro
Así como la revolución industrial tuvo como primer epicentro a Inglaterra, la revolución tecnológica tiene, como centro neurálgico, a Estados Unidos y dentro de éste al estado de California. Si los descubrimientos marítimos que dieron origen a la primera globalización fueron motivados por la necesidad europea de bordear el poder islámico, la revolución tecnológica que desató la tercera ola globalizante fue motivada, en la década del 60, por la necesidad estadounidense de superar a la Unión Soviética en la carrera por la conquista del espacio y en la década del 80 por el intento de neutralizar, a través de la política conocida como de la “guerra de las galaxias”, la amenaza –supuesta o real– del expansionismo soviético.
Poner antes que nadie un hombre en la Luna fue, además de una proeza científica, un objetivo estratégico de Washington para demostrar su superioridad como potencia y la primacía del sistema que representaba. Las investigaciones de la carrera espacial colocaron a las empresas estadounidenses en la vanguardia tecnológica, otorgándoles una ventaja competitiva extraordinaria, al mismo tiempo que modificaron la vida cotidiana en todo el planeta Tierra. El láser, la fibra óptica, las tomografías computadas, el horno de microondas, el papel film y hasta las comidas congeladas tuvieron allí su origen. Las técnicas para deshidratar y congelar alimentos fueron desarrolladas por la nasa para que los astronautas llevaran su comida en pequeñas cajas y pudieran prepararlas fácilmente. También fueron frutos de la investigación espacial los equipos de diálisis para el riñón que purifican la sangre, las técnicas que combinan la resonancia magnética y de tomografías computadas para hacer diagnósticos fehacientes, las cámaras de televisión en miniatura que los cirujanos se colocan en sus cabezas para que los alumnos observen una operación, las camas especiales para pacientes con quemaduras y hasta las frazadas térmicas usadas en los hospitales. La investigación de la fibra óptica permite hoy escuchar un compact disc con un lector láser, que las centrales de celulares transmitan datos o que se emita información bancaria y financiera, en tiempo real, desde y hacia cualquier lugar del mundo.
La revolución tecnológica, que desató la tercera globalización, fue hija directa de la Guerra Fría y del “keynesianismo militar-espacial”, que constituyó la forma alternativa –y encubierta– a través de la cual Estados Unidos siguió interviniendo en la economía después de la Segunda Guerra Mundial, mientras que predicaban urbi et orbi las ventajas de la “no intervención”. Keynesianismo militar-espacial que consistía, simplemente, en ocultar los subsidios bajo el rubro “gastos para la defensa”. Subsidios encubiertos a través de los cuales determinadas empresas, como la Boeing, adquirían una ventaja tecnológica imposible de alcanzar por sus competidoras en el resto del mundo.
Boeing es un ejemplo paradigmático de la intervención encubierta del Estado, en la economía de Estados Unidos, para fomentar mediante subsidios determinados sectores de la industria.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, Boeing prácticamente no hacía ganancias. Se enriqueció durante la guerra, con un gran incremento en inversiones, más de 90 por ciento, el cual provenía del gobierno federal. Las ganancias también florecieron cuando Boeing incrementó su valor neto en más de cinco veces, realizando su deber patriótico. Su “fenomenal historia financiera” en los años que siguieron se basaba también en la largueza del contribuyente fiscal, señaló Frank Kofsky en un estudio de las primeras fases de posguerra del sistema Pentágono (Pentagono System), permitiendo a los dueños de las compañías aéreas cosechar ganancias fantásticas con inversiones mínimas de su parte.[17]
Sin embargo, como destaca Noam Chomsky, el de Boeing no fue un caso aislado:
Desde la Segunda Guerra Mundial, el sistema del Pentágono
–incluyendo la nasa y el Departamento de Energía– ha sido usado como un mecanismo óptimo para canalizar subsidios públicos hacia los sectores avanzados de la industria [...] por medio de los gastos militares, el gobierno de Reagan aumentó la proporción estatal en el producto bruto interno a más de 35 por ciento hasta 1983, un incremento mayor al 30 por ciento, comparado con la década anterior. La guerra de las galaxias (propuesta por Reagan) fue así un subsidio público (encubierto) para tecnología avanzada. […] El Pentágono, bajo el gobierno de Reagan, apoyó también el desarrollo de computadoras avanzadas, convirtiéndose –en palabras de la revista Science– “en una fuerza clave del mercado” y “catapultando la computación paralela masiva del laboratorio hacia el estado de una industria naciente”, para ayudar de esta manera a la creación de muchas jóvenes compañías de supercomputación.[18]
Las consecuencias
Osvaldo Sunkel y Pedro Paz observaron que las globalizaciones, inversamente a lo que pregona el neoliberalismo, acentúan las asimetrías, y demostraron que –al contrario de la idea que vulgarmente se tiene y que se ha difundido a caballo de una verdadera teoría de la “globalización caritativa” según la cual el progreso científico-tecnológico beneficia a todos los pueblos por igual– cada ola de cambio acrecienta las diferencias de desarrollo entre el centro y la periferia. En su desarrollo de esta idea Sunkel y Paz acreditaron que tanto la India como China sufrieron con la primera globalización mercantilista y que la relación entre Europa y Asia, que antes de ese proceso era de uno a uno, pasó a ser, luego de éste, de dos a uno, en favor de los europeos. Después de que la revolución industrial cambiara de modo definitivo las relaciones mundiales –al dividir el orbe entre países “desarrollados” y países “subdesarrollados”–, la diferencia se acrecentó aun más y alcanzó niveles de desproporción cercanos al de diez a uno, siempre a favor de los países desarrollados.[19] “Con