Los evangélicos en la política argentina. Marcos Carbonelli

Los evangélicos en la política argentina - Marcos Carbonelli


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presbiterianos, entre otros), herederas en sus formas litúrgicas y organizacionales de la Reforma protestante. Hacia 1880 fue el turno de las corrientes evangelicales, próximas en sus enfoques misionales a los avivamientos que tuvieron lugar en Estados Unidos y Gran Bretaña hacia fines del siglo XIX y principios del XX (la Iglesia de los Hermanos Libres y los adventistas son expresiones de esta corriente). Finalmente, alrededor de 1910, tuvieron lugar las primeras misiones pentecostales (Marostica, 1997: 17-37). Como marcan Hilario Wynarczyk, Pablo Semán y Mercedes de Majo (1995), este esquema se complementa mucho más tarde, en 1980, con una cuarta corriente, correspondiente al neopentecostalismo, conformado por formas religiosas que sintetizaron ciertos rasgos constitutivos del pentecostalismo clásico con elementos de la religiosidad popular.

      A diferencia del mundo católico, que tiene en el Vaticano y el poder papal un centro referencial en materia de ordenamiento litúrgico, doctrinal y de posicionamiento público, cada una de las denominaciones que conforman las corrientes evangélicas citadas se destacan por ser autónomas, tanto en sus ordenamientos organizacional, pastoral y litúrgico como en lo que refiere a sus cursos de acción pública. Esto no significa que a lo largo de la su residencia en la Argentina no hayan celebrado actividades intercomunitarias ni concertado posicionamientos aunados, pero en todos los casos esto se produjo sin que ninguna iglesia o federación de iglesias alcanzara un poder y una legitimidad tal que le permitiera hablar “en nombre de” la totalidad de los evangélicos en la Argentina. El mundo evangélico, en términos políticos, fue y es un mundo fragmentado, dividido, aunque no necesariamente inconexo.

      La segunda premisa hace foco en la condición de minoría religiosa. Desde su llegada hasta nuestros días, los evangélicos representan la minoría religiosa más importante en un país donde el catolicismo no solo es la religión mayoritaria sino también un lenguaje político; es decir, una matriz cultural que en diferentes pasajes históricos se mimetizó con la identidad nacional. Este fenómeno no solo marcó una disparidad ostensible en materia de recursos materiales y simbólicos, sino también períodos de hostilidad y persecución hacia la disidencia religiosa que en su intensidad modularon la conciencia y el repertorio de demandas y acciones colectivas de los evangélicos.

      Hechas estas consideraciones, en lo que sigue haré un sucinto repaso de cinco momentos o hitos clave de la politicidad evangélica: 1) su participación en los debates circundantes al proceso formativo del Estado argentino; 2) su resistencia en las décadas de 1930 y 1940 a la hostilidad propiciada por la simbiosis entre identidad católica y nacional; 3) la afinidad entre peronismo y pentecostalismo, sellada por la apertura del primero a las campañas de evangelización; 4) las fracturas internas producidas en las décadas de 1960 y 1970, por posicionamientos disímiles frente a los contextos políticos nacionales e internacionales, y finalmente 5) la profundización y diversificación de su acción política, a partir de la recuperación democrática (1983).

      Superada la homogenización católica del territorio, propia de la etapa colonial (Di Stefano y Zanatta, 2000), la presencia evangélica se intensifica de la mano de los primeros acuerdos que las elites criollas celebran con potencias extranjeras, en especial con las europeas. Una prueba de ello resulta el tratado celebrado en 1825 con Gran Bretaña, que al mismo tiempo que concedía garantías para el ejercicio de actividades comerciales, aseguraba la libertad de conciencia de la población inglesa en Buenos Aires, permitiéndole a su vez la celebración de culto en el ámbito privado y la construcción de capillas e iglesias para dichos fines.

      El período comprendido entre 1870 y 1930 marcó la emergencia de una elite política de corte liberal, que ponderó la consolidación de la administración estatal y el emprendimiento de una serie de acciones orientadas a fortalecer su autonomía y capacidad de injerencia social. Por primera vez la figura estatal se separa de la tutela religiosa y adquiere el rostro de un “Estado enemigo”. De esta época data la estatización de registros civiles, cementerios y escuelas (Mallimaci, 2006). Este último derecho se articula con la fuerte política inmigratoria que la denominada “generación del 80” impulsaba, en tanto factor de poblamiento y progreso. El libre ejercicio de oficios religiosos era pensado, en este contexto, como un elemento importante en la promoción del ingreso de inmigrantes con otras afiliaciones religiosas, principalmente protestantes y eventualmente judíos.

      También de este período data la ley 1420 de educación común, obligatoria y laica que, bajo el gobierno de Julio Argentino Roca, marcó la exclusión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y la consiguiente reacción de la conducción eclesiástica católica, que no aceptaba la confinación de los valores y criterios religiosos al ámbito de lo privado.

      Como señala Fortunato Mallimaci (2006: 71), este proceso asumió el cariz propio “de paso conflictivo, de idas y venidas, de una sociedad donde la verdad católica es tomada como ley, a otro donde la libre conciencia afirma sus derechos y estos son reconocidos políticamente”. La fuerte oposición esgrimida por la jerarquía católica ante estas propuestas activó el apoyo de diversos grupos religiosos a la iniciativa de independencia estatal, en un contexto de una ciudadanía aún restringida. En su análisis sobre la Iglesia Metodista y su perfil público, Paula Seiguer (2015) destaca que los evangélicos respaldaron, mediante su prensa y sus personajes más notables, todas las medidas tendientes a disociar catolicismo de Estado Nacional, aunque no necesariamente comulgaban con la idea de la privatización del fenómeno religioso. Por el contrario, su modelo societal se acercaba al norteamericano, donde las creencias trascendentes gravitaban en la escena pública, incluso en las escuelas, por considerarlas eje de promoción de valores y de progreso.

      Como bien señala Juan Cruz Esquivel (2004: 71-72), la estrategia de la Iglesia Católica de catolizar la sociedad se orientó a la inserción en las estructuras sociales antes que la creación de instancias paralelas. Así como en el caso de los conflictos en el mundo del trabajo, la Iglesia Católica no creó “sindicatos católicos” sino que se entrometió en los existentes, de la misma manera procedió frente a la clase gobernante: no estimuló la creación de un partido esencialmente católico al interior del sistema político argentino, sino que intentó influenciar “desde adentro” a la clase gobernante.

      Esta apuesta redundó en lo que Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000) denominaron “el mito de la nación católica”: un relato que posicionó a la Iglesia Católica como matriz fundante de la Nación Argentina, preexistente al Estado y, por ende, dadora de sentido de su organización


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