Los evangélicos en la política argentina. Marcos Carbonelli

Los evangélicos en la política argentina - Marcos Carbonelli


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de sus iglesias en el territorio nacional, mientas que etiquetaban a su tiempo como sectas a religiosidades seudocristianas y cultos oscurantistas (Marostica, 2000: 21). En 1989 periodistas y psicólogos organizaron un movimiento antisectas de carácter secular que instaló mediáticamente la responsabilidad de cultos no católicos en técnicas de “lavado de cerebro” (Frigerio y Wynarczyk, 2008: 243). En este clima social, la Secretaría de Cultos diseñó un anteproyecto de ley de cultos, que en 1993 fue enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso Nacional y obtuvo media sanción de la Cámara de Senadores. Diferentes pastores evangélicos, muchos de ellos reconocidos y prominentes en sus comunidades, interpretaron estas acciones en el plano político como la antesala de la inminente promulgación de normas restrictivas contra la libertad religiosa, y alentaron al resto de sus hermanos en la fe a tomar conciencia del riesgo en ciernes y movilizarse.

      Fueron las federaciones Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (Aciera) y las mencionadas Fecep y FAIE las que, deponiendo sus históricas diferencias, organizaron una comisión tripartita y criticaron públicamente el llamado “proyecto Centeno” (Wynarczyk, 2009: 280). Entre sus argumentos se contaba el mantenimiento de la desigualdad religiosa (no modificaba los privilegios del catolicismo) y la introducción de cláusulas de difícil cumplimiento para las comunidades evangélicas más pequeñas. En efecto, el proyecto Centeno establecía que, para inscribirse en el Registro Nacional de Cultos, las comunidades religiosas debían observar arraigo histórico en el territorio nacional y caudal demográfico (Proyecto de Ley sobre Libertad de Conciencia y Religión, 1993: art. 8º inc. a), dos requisitos difíciles de cumplir para numerosas comunidades pentecostales, lo que las obligaría a registrarse bajo iglesias más importantes (Wynarczyk, 2009: 238).

      Además de acciones en el plano jurídico, las federaciones organizaron una marcha con seis mil creyentes al Congreso Nacional para protestar contra la sanción de esta ley (Marostica, 2000: 24), al mismo tiempo que se reunieron con legisladores y la Secretaría de Cultos para visibilizar su férrea oposición. Finalmente, el proyecto Centeno perdió estado parlamentario, en parte por la denuncia crítica de las comunidades evangélicas como por la oposición del sector más conservador del Episcopado católico, que deseaba mantener todas sus prerrogativas (Frigerio y Wynarczyk, 2008: 245).

      Tras el fracaso del proyecto Centeno, entre 1995 y 1999 surgieron iniciativas por una nueva ley de cultos en la Argentina, pero ninguna logró consolidarse (Wynarczyk, 2009: 249). Sectores evangélicos fueron particularmente hostiles a estas propuestas, porque incluían estrictas condiciones para la inscripción al Registro: presencia histórica en el territorio nacional o ser la iglesia oficial de Estados con relaciones diplomáticas con la Argentina y presencia efectiva en por lo menos tres provincias argentinas o un caudal demográfico relativamente alto. La oposición evangélica cobró mayor coordinación e intensidad cuando las mencionadas federaciones constituyeron el Consejo Nacional Cristiano Evangélico (CNCE) en 1996. En septiembre de 1999, el CNCE convocó a todas las denominaciones evangélicas a una concentración pública en el centro de la ciudad de Buenos Aires con un doble propósito: orar por la nación y sus gobernantes, y denunciar la desigualdad religiosa de la que eran objeto. El “obelisco evangélico” se repitió en 2001 bajo las mismas consignas e incluso contó con la asistencia de autoridades de la ciudad de Buenos Aires y de la Nación.

      Si bien no lograron que un proyecto de igualdad religiosa fuera sancionado una vez malogrado el proyecto Centeno, la acción política de las federaciones en la década de 1990 fue significativa, porque frente al fraccionamiento estructural del campo evangélico, Aciera, FAIE y Fecep se consolidaron como portavoces legítimos del reclamo colectivo, y encabezaron las movilizaciones e incluso el diseño de un proyecto de ley propio en nombre de la totalidad del campo evangélico. Como señalaron los especialistas en este curso de acción (Marostica, 2000; Wynarczyk, 2009), el éxito de esta primera dinámica representativa residió en la capacidad de pastores prominentes y dirigentes de las federaciones para generalizar un marco interpretativo que aludía a una agudización de la injusticia estructural padecida por los evangélicos y articular, a posteriori, una estrategia de denuncia pública que remarcara la mutua pertenencia a una situación de minoría discriminada por sobre las diferencias teológicas, doctrinales y políticas que históricamente han dividido a las propias entidades federativas y a sus respectivas iglesias afiliadas.

      La politicidad evangélica en discusión

      La frustrante experiencia de los partidos confesionales evangélicos y el ciclo de movilización en torno a la ley de cultos sentaron las bases para una primera reflexión académica en torno a la dimensión política de los evangélicos en la Argentina.

      Los especialistas coinciden en las razones del fracaso de los partidos confesionales en la década de 1990. La causa más fuerte indica que las experiencias partidarias confesionales sobreestimaron el peso de la identificación religiosa en la orientación política de los votantes. El escaso caudal electoral obtenido en las sucesivas presentaciones afirmó, por el contrario, la densidad histórica de las identidades políticas tradicionales (Wynarczyk, 2006: 29). Aun cuando, con el paso de las elecciones, la estrategia de los militantes evangélicos se reconfiguró en torno a una política de alianzas y a una oferta electoral más compleja (que incluía demandas sociales y un discurso ético enmarcado en la lucha anticorrupción), su performance electoral se vio drásticamente erosionada por la mayor competitividad y arraigo de la afiliación peronista, incluso al interior del propio espacio evangélico (Semán, 2013). En este sentido, Wynarczyk (2006) asevera que el habitus religioso pentecostal no modificó el habitus político de los sectores populares, asociado a su posición en la estructura económica y su entroncamiento en la historia oficial del país, fuertemente impactada con el primer peronismo y la doctrina justicialista.

      En segundo lugar, a los candidatos evangélicos les resultó imposible emular la estrategia de sus pares brasileños y colombianos de convertir a las iglesias en partidos paralelos, porque sus propuestas de movilización de fieles con fines electorales chocaron con la férrea aversión de los pastores, quienes se negaron a la politización de las comunidades y asimismo observaban a los “políticos evangélicos” como competidores de su liderazgo (Wynarczyk, 2006: 27-30). En idéntico sentido, tampoco contaron con el apoyo de los dirigentes de las federaciones quienes, paralelamente, durante esa misma década habían construido un modelo representacional exitoso en torno a la causa de la desigualdad religiosa. Los dirigentes de Aciera, Fecep y FAIE conceptualizaron la propuesta partidaria como un elemento que propiciaba la desarticulación y el antagonismo antes que la unidad al interior del campo evangélico. En suma, la vía partidaria terminó siendo un emprendimiento aislado, cuasi individual y sobre bases estructuralmente endebles.

      Otro punto de coincidencia entre los especialistas resultó la afinidad electiva entre peronismo y pentecostalismo, el sector con mayor dinámica y crecimiento en el mundo evangélico. La relación entre ambos marcos identitarios responde a la huella de acontecimientos históricos fundantes, tales como la prédica del pastor Hicks durante el primer gobierno de Perón (Saracco, 1989; Marostica, 1997; Bianchi, 2004; Wynarczyk, 2009b), pero también al anclaje recíproco entre los sectores populares. En este sentido, Semán (2000a, 2000b) dio cuenta de cómo el pentecostalismo respetó y abrevó en el acervo cultural de los sectores populares entre los cuales crecía. Particularmente esta forma religiosa rescató el peronismo, no solo como una opción electoral “correcta” sino fundamentalmente como una matriz identitaria, “una estructura del sentir” que traspasaba las fronteras del espacio partidario y permeaba activamente las prácticas, los valores y las creencias de los actores asociados a la “clase trabajadora”. En esta perspectiva ciertas marcas identitarias, inherentes a la tradición peronista, como la dignidad y los derechos del pueblo trabajador, la conformación de un espíritu asociativo y la importancia de la figura del líder en tanto referente comunitario, fueron actualizadas y recreadas en los rituales pentecostales (Semán, 2000a: 154-155), reafirmando de esta manera un anclaje identitario de carácter populista que funcionó como un espacio de intersección entre imaginarios políticos y religiosos.

      El debate se agrieta en el momento de precisar la potencialidad política de los evangélicos en la Argentina: se dirime entre quienes acentúan sus progresos y quienes remarcan


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