La extraordinaria vida de la gente corriente. Iván Ojanguren Llanes
la política, los países, los líderes, la música, los trabajos, o incluso tus gustos han ido cambiando –y lo seguirán haciendo– a lo largo de los años. Hasta tal punto estamos en constante evolución que incluso nuestra manera de entender muchos conceptos importantes también cambia con el tiempo. Por ejemplo: ¿cómo entendíamos la felicidad cuando contábamos con tan solo cinco años?, ¿y cuando teníamos quince?, ¿y hoy en día? Todo cambia. Es así.
Existen a su vez dos maneras de estar en el mundo: puedes elegir adaptarte a los cambios e ir a rebufo del cambio impulsado por otros, o bien formar parte del cambio, esto es, ser el impulsor del mismo. Los protagonistas de este libro han decidido lo segundo: ser agentes del cambio, y para ello están constantemente reciclando su manera de ver el mundo y sus objetivos en base a su propia experiencia; huyen del apego a decisiones u objetivos pasados si concluyen que ese objetivo está caduco o ya no les aporta. Esto justamente es lo que aprenderemos en esta primera historia: es más importante seguir siempre a tu corazón en las decisiones importantes del presente que aferrarte a criterios de actuación pasados. ¿Por qué? Porque esto hace que al cabo de los años tengas la profunda convicción de que tu vida te pertenece y que, aunque las cosas no salgan como esperabas, al menos cuentas con la seguridad de que has hecho lo que consideraste correcto en cada momento, viviendo una vida alejada de los sentimientos de arrepentimiento.
Quédate cerca.
Un día de primavera del 2018 llegó a mis manos la revista Club Renfe, donde el titular de un pequeño artículo llamó mi atención: Nunca es pronto para cambiar el mundo2. El artículo hablaba de una ONG muy particular formada solo por estudiantes que creían en la educación como medio para cambiar el mundo; su presidenta, María Caso, de veinte años de edad por aquel entonces, sentenciaba al final de la entrevista: «Nos dedicamos a la educación porque construye sociedades más libres y otorga poder a los que no lo tienen».
No pude evitar sentirme atraído por esta frase ya que, como iremos viendo a lo largo de todas estas maravillosas historias, las personas que han encontrado su vocación siempre ponen el foco en el impacto positivo de sus profesiones allí donde las desempeñan.
Tras una investigación preliminar donde concluí que María era candidata para este estudio, me puse manos a la obra: conseguí su contacto a través de la ONG que ella misma fundó, Inakuwa, y tras una breve conversación telefónica decidimos vernos en Madrid y continuar con la charla. Nuestro primer contacto fue en una cafetería vintage del barrio de Malasaña. «Normalmente no me pongo nerviosa cuando tengo que hablar de Inakuwa –me dice María al poco de entablar la conversación–, ¡pero si tengo que hablar de mí puedo convertirme en un manojo de nervios!». Eso significaba que tenía ante mis ojos a una persona corriente. Poco después de comenzar aquella charla también concluiría que María no solo era corriente… también era extraordinaria.
María Caso Escudero nació en Madrid en 1998 en el seno de una familia mixta de seis hermanos; en el momento en el que mantuve mi primera entrevista con ella –mayo del 2018– estudiaba primer curso del grado de Medicina. Sus padres tuvieron una relación, digamos, poco avenida, lo que provocó que desde la adolescencia ella se centrase en sus estudios como medio para refugiarse de la situación que vivía en casa. Esta situación dio rienda suelta a su pasión por aprender cosas nuevas. Así, María se quedaba a menudo después de clase en el instituto estudiando y ayudando a otros compañeros con las tareas del día.
Desde muy pequeña, María jugaba a las mamás y a las tiendas como otras niñas, pero pronto comenzaría a sentir inquietud por el mundo y por cómo funcionaba este. Me cuenta emocionada que a los siete años se encontraba con sus padres de vacaciones en un pueblecito de Asturias, Póo. Allí, en un hotel, sus hermanos mayores le preguntaron: «Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?». A lo que María contestó: «¡Presidenta del Gobierno!». Se le ilumina la cara y continúa. «Recuerdo perfectamente que el último día de las vacaciones una mujer se acercó a mí con una tarjeta en la mano y me dijo: ‘Escríbeme una carta explicándome por qué quieres ser presidenta del Gobierno. Estoy convencida de que lo serás algún día’. ¿Sabes? Más adelante supe que se trataba de una diputada del Congreso; no solo le escribí una carta, sino varias a lo largo de los siguientes meses –continúa ligeramente emocionada–; el hecho de que alguien confiara en mí y le diese valor a lo que yo quería ser de mayor, aunque sonase extravagante, hizo que despertase más mi interés sobre aquello y que de verdad creyese que podía ser presidenta del Gobierno, ¿por qué no?».
En este punto, María reflexiona: «Siempre me interesó la política, incluso antes de decantarme por estudiar Medicina me planteé seriamente estudiar Ciencias Políticas… Aunque por el hecho de ser mujer y buena estudiante siempre tuve el peso del entorno que, directa o indirectamente, me instaba a estudiar algo diferente como si la política fuese una cosa solo de hombres –y continúa con un halo de indignación–. Lo peor es que, consciente o inconscientemente, te lo acabas creyendo. ¿Cómo se explica que llevemos más de 40 años de democracia en España y todavía no hayamos tenido una mujer presidenta del Gobierno? Es ridículo». María en este instante no puede ocultar su frustración, su indignación… Y no es para menos. Aún nos queda un buen trecho para que exista una verdadera igualdad entre mujeres y hombres. Además, soy de los que piensa que el mundo necesita más mujeres líderes, más mujeres ocupando puestos de responsabilidad; en definitiva: que la igualdad de género se vea reflejada en todos los estratos de la sociedad. Como descubriremos más adelante, esa indignación llevaría a María muy pronto a dar un giro vital de 180°. Esto es importante: los protagonistas de este libro no se quejan sin más. Es decir, señalan con el dedo aquello que consideran injusto, y no se quedan ahí, sino que pasan a la acción. No esperan a que los problemas se resuelvan: hacen por resolverlos.
Quisiera compartir una reflexión al hilo de la presión social que muchas veces ejercemos en los jóvenes instándoles a estudiar esto o lo otro, y de cómo en realidad les estamos haciendo un flaco favor aún cuando creemos que nuestra intención es noble. Padres y madres suelen llamarme cuando sus hijos no rinden en sus estudios: «A ver si consigues que estudie, porque no hay manera». Es curioso cómo muchas veces somos los adultos los que tiramos balones fuera echando la culpa al joven cuando en muchas ocasiones es tan solo una cuestión de trabajar desde las motivaciones del estudiante y no desde las motivaciones del adulto. Curiosamente, lo que más les ayuda a retomar la ilusión es que alguien les escuche de corazón, que tenga en cuenta sus inquietudes, gustos, opiniones y deseos de futuro. Una vez que se sienten verdaderamente escuchados, estos jóvenes pueden ponerse manos a la obra para formarse como medio para conseguir eso que anhelan, o al menos como manera de dar un primer pero importante paso.
De esto sabe mucho Elisa Beltrán, otra protagonista de este libro que tiene una máxima: «Enseñar a los niños desde sus intereses». Recuerdo la anécdota que me contó acerca de cómo enganchó a la lectura a un niño que quería ser youtuber y que no mostraba interés por aprender a leer porque «no es necesario saber leer para ser youtuber». Elisa le dijo: «¿Y cómo vas a entender los comentarios que te hagan? ¡A lo mejor te están diciendo algo malo y no lo sabes!». Desde ese día aquel niño se volvió de los más aplicados de clase. Eso justo es lo que le sucedió a María cuando aquella diputada le dijo «Puedes ser presidenta del Gobierno»; alguien escuchó sus palabras, las acogió y las tomó muy en serio, realimentando así el deseo de conseguirlo y la convicción de que era algo posible. Personalmente siento que los jóvenes –y los niños, recordemos que María tenía siete años cuando vivió esta experiencia– necesitan ser escuchados, necesitan que les comprendamos y que les dediquemos el tiempo necesario; si solo les damos órdenes no creo que les estemos enseñando demasiado..., salvo acostumbrarles a recibir órdenes y a obedecer. Es curioso; nos quejamos del auge de los populismos cuando los adultos solo instamos a los niños a que nos hagan caso sin invertir el tiempo necesario en explicar el fin último de esa instrucción. Recordemos que estos mismos niños serán los adultos del mañana y que, seguramente, continuarán esperando a alguien a quien seguir ciegamente, salvadores a los que obedecer sin rechistar. Es lo que han aprendido. Es lo que saben hacer. Pero… ¿es esa la sociedad que queremos?
Al poco de cumplir los diecisiete años y tras concluir el curso académico, María decidió hacer voluntariado en África para poder pensar y encontrarse: