Avaritia. José Manuel Aspas
mpty-line/>
Parte I
Vestido de negro, oculto en el lindero del bosque y protegido por la oscuridad de la noche, era invisible. Eran las dos y caía una ligera llovizna, los meteorólogos no se habían equivocado en esta ocasión, según las previsiones llovería débilmente durante el resto de la noche, algo con lo que había contado y que convenía a sus intereses. La casa permanecía a oscuras, sus moradores eran personas de costumbres fijas. Llevaba tres noches vigilando sus rutinas y, como un reloj, a las doce, los dos matrimonios se acostaban. Residían en una casa anexa a la residencia principal, su trabajo consistía en mantener la principal en perfectas condiciones para cuando los señores quisieran venir, lo que solía ocurrir un par de veces al año. Cuidar del jardín y vigilar la propiedad.
El hombre que observaba había llegado tres días antes, había aparcado la furgoneta en una calle donde se encontraban varios hoteles rurales; de esa manera, estaba convencido, no llamaría la atención. Esperó en la parte trasera, sentado cómodamente, los cristales oscurecidos le hacían pasar inadvertido. Cuando oscureció, salió cargando a la espalda una mochila y partió del pueblo subrepticiamente. Un par de semanas antes había llegado al mismo lugar con otro vehículo, había descargado una bicicleta y reconocido el terreno como un turista dominguero: en su mochila, un bocadillo, agua y una cámara de fotos. Si se cruzaba con la Guardia Civil podría representar convenientemente su papel. No hizo falta, nadie se percató de su presencia. Tomó un camino que se adentraba en el bosque entre dos silenciosas casas y, una vez se hubo alejado, se iluminó con una linterna.
Llevaba anotadas diferentes marcaciones para ser localizadas por GPS. Sabía que volvería por la noche y en la oscuridad podría tener alguna dificultad. Pero no hizo falta. Tras un par de horas andando, vio la señal que había puesto a los pies de un enorme pino, junto al camino. Tres piedras juntas y en una de ellas, una pequeña cruz roja. Desde ese punto, cruzando un tupido bosque, a un par de kilómetros, se encontraba la parte trasera de su destino. Se introdujo y, andando con cuidado, recorrió aproximadamente la mitad de la distancia. Eran casi las cuatro de la mañana; sacó algo de abrigo y sentado, tomando café caliente de un termo, esperó a que amaneciese. Con las primeras luces del día buscó el lugar más apropiado para que su pequeña tienda de campaña permaneciese oculta a miradas indiscretas. No le fue difícil, el lugar en sí mismo era recóndito, no había caminos ni senderos, quien llegase tenía que andar entre follaje y ramas. Aun así, localizó un claro rodeado de alta broza y plantó una tienda circular de color verde camuflaje. Se alejó unos quince metros y observó dónde estaba plantada desde varios puntos del perímetro con el objetivo de comprobar si sería visible por algún excursionista despistado que deambulara por las inmediaciones. En su anterior visita había dejado la bicicleta oculta entre los árboles y escudriñado la mejor opción para poder estar cerca de la casa. Ahora no le fue difícil elegir la ubicación.
A unos trescientos metros estaba la casa. Había empezado a vigilarla esa misma tarde. Por eso, en estos momentos, sabía que tenían tres perros, un bichón y dos pastores alemanes. Probablemente, los dos pastores dormían fuera, entre las dos casas se apreciaban dos perreras, pero la anterior noche, que también llovía, los metieron dentro de la vivienda con ellos. Esta noche también. Saltó la valla que protegía la parte trasera de la propiedad sin ningún problema. Se colocó el casco con el dispositivo de visión nocturna y rodeó la casa por el lateral contrario al de la vivienda del servicio. Cuando llegó a la puerta principal, en la anexa reinaba un silencio sepulcral.
Dejó la mochila en el suelo, se quitó el chubasquero y las botas para no dejar ninguna huella de su presencia en el interior. Sacó dos estuches, uno se lo guardó en uno de los múltiples bolsillos de su cazadora y del otro extrajo dos ganzúas. Con ellas manipuló la cerradura. Se trataba de una buena cerradura de seguridad, un modelo con el cual había estado muchas horas practicando en su taller. Al final, cedió. Dentro, a dos metros a la izquierda, debía encontrarse la caja con la numeración de la alarma, según los datos comprados a su contacto en la compañía que la instaló. Se trataba de una alarma de última generación, con seis dígitos en lugar de los cuatro habituales, quince segundos de margen para salir tras conectarla y otros tantos para entrar y desconectarla. Poco tiempo para descifrar una combinación tan compleja, por muy sofisticado que fuese el descifrador que se utilizase. Indiscutiblemente, sería una baza que utilizaría el vendedor para colocársela al cliente. En realidad, era verdad. Como también lo era su sistema: contaba con una batería que proporcionaba veinticuatro horas de energía autónoma. Si cortaban la corriente, la alarma permanecería activada y la compañía aseguraba en su contrato que, de no restablecerse la corriente eléctrica, un operario, perfectamente identificado, se personaría para el cambio de batería o, si era necesario, la vigilancia personal de lo protegido. Su cableado era direccional, de la caja principal a los diferentes elementos. Si se cortaba la línea o se intentaba realizar un puente, la alarma saltaba automáticamente. Todas las entradas de la planta baja, puertas y ventanas, contaban con contactos de apertura, y por toda la vivienda tanto en la planta de entrada como en la superior, múltiples detectores de presencia. Si la alarma saltaba, recibían la señal por diferentes medios las autoridades policiales más cercanas, Policía Local y Guardia Civil, además de los empleados de la vivienda anexa, el propietario y la propia compañía responsable de su alarma. En definitiva, era cara pero eficaz.
La sombra entró con rapidez, cerró la puerta y, además de con la linterna de su mano, el vestíbulo se iluminó con otra que portaba acoplada en el casco. A dos metros, exactamente donde esperaba encontrar la caja de conexión de la alarma, habían puesto un ridículo cuadro de caza. Lo movió y se abrió lateralmente, un método usual de disimulo. La abrió y encontró el teclado y su pantalla encendida, esperando los dígitos de desconexión mientras un suave pitido te acuciaba indicando que se acababa el tiempo. Con manos expertas y serenas, sacó la carcasa que protegía los circuitos interiores. Manipuló y seleccionó dos cables y los pinchó con unas clavijas conectadas a una pequeña máquina que, previamente, se había colgado del cuello. Parecía un teléfono móvil y en cuanto pinchó los cables, la pantalla se iluminó y apareció el número seis; inmediatamente la alarma emitió su exigente pitido y en la pantalla de la máquina que colgaba de su cuello apareció el dígito cinco. Esos dos cables no interferían en la capacidad operativa de la propia alarma, no le afectaban en cuanto a su eficacia. Esos dos cables únicamente le servían al operario para determinar el tiempo que el cliente necesitaba para su conexión y desconexión de la alarma. Podía estar el dispositivo junto a la puerta o podía situarse en otra habitación. El aparato disponía de un margen máximo de cincuenta y nueve segundos. Menos de un minuto. Normalmente se regulaba, para su activación, un intervalo de diez a quince segundos, pero eso no significaba que el mecanismo no estuviese preparado para ampliar ese margen. El hombre no intentó desconectarla ni manipular la operatividad de la alarma, únicamente aumentó el tiempo que el supuesto cliente necesitaba para su desconexión. Pulsó la tecla cinco, donde estaba el dígito cero, y desde ese momento, el tiempo aumentó para su propósito a cincuenta y dos segundos. Ahora sí, conectó al circuito principal su decodificador y se inició el rastreo. Cada cinco segundos le proporcionaba un número. Marcaba diecinueve cuando consiguió la combinación; la pulsó en el teclado del aplex y con un pitido se indicó la desconexión. La casa era suya.
No era necesario acceder a la planta de arriba, lo que le interesaba se encontraba en el salón y en el despacho. Fue primero al salón, en la pared colgaba un lienzo de Murillo, uno de Juan de Rivera y otro de Zurbarán, maestros del Siglo de Oro de la pintura española. Al otro lado de la misma estancia, dos Goyas. Durante unos momentos los iluminó uno a uno. Qué lástima que obras de esta belleza permaneciesen ocultas en un lugar tan triste como este caserón. En sus estancias de verano, el propietario se vanagloriaba de sus obras ante las personas que invitaba —su colección, aunque pequeña, era extraordinaria—, demostrando no solo sus conocimientos, también una pasión por el arte, una sensibilidad que los que le conocían en su fría actitud como hombre de negocios, distante con la mayoría y voraz con su competencia, no creían que poseyera.
Pura fachada, pensó, vanidad y engreimiento. Nadie que adore la pintura, que se emocione ante ella y tenga la suerte de poder permitirse colgarla en su propia casa, la deja en un lugar tan oscuro como este, sin luz, sin ojos que la contemplen. El cliente que costeaba este robo, del cual él únicamente sabía que era un hombre de negocios asiático, muy probablemente un día había acudido a un almuerzo en esta propia casa. Ahora serían suyas. Indiscutiblemente, no podría exponerlas en