El tigre en la casa. Carl Van Vechten
persistente si estoy durmiendo siesta: trepa hasta mi pecho y se duerme conmigo, pero cuando despierta me clava las garras y se estira, casi como si yo no existiera. Esta protrusión alternada de sus patas delanteras, con los dedos separados como si presionara y mamara de las tetillas de su madre, es un gesto típico de placer gatuno.
Los gatos hacen una distinción radical entre sus relaciones con los seres humanos y sus relaciones con otros gatos, lo que es natural. Un escritor anónimo, citado por Moncrif, lo ha dicho bellamente en su descripción de la adorable Menine, de madame de Lesdiguières, que era
gata para todo el mundo, pero para los gatos tigresa.
Los gatos son extremadamente sensibles y nerviosos; registran 160 pulsaciones por minuto. Un gatito de buen carácter puede convertirse en un gato adulto de mal talante, y los rasgos de maldad pueden verse suavizados si lo tratan con amor. Sé de una ocasión en que un invitado sujetó a una gatita de unos tres meses de manera bastante brusca. Cuando se soltó, la pobre voló a un lugar seguro; no estaba acostumbrada a humillaciones y la resintió. La familiaridad excesiva siempre engendra desprecio en un gato. Una vez que el invitado partió la gata reanudó sus distraídas maneras y se mostró tan juguetona como siempre. Pasó un año antes de que el huésped transgresor apareciera nuevamente y la gatita ya era adulta, pero en el momento en que el joven cruzó el umbral ella desapareció bajo una cama y ya no hubo forma de sacarla de allí. Los gatos tienen buena memoria.
Jessie Pickens tenía una notable gata persa atigrada que gruñía y refunfuñaba y chistaba a todo el mundo menos a su dueña. Sufría si alguien que no fuera Jessie se acercaba a ella, pero por su señora sentía un profundo apego e incluso había cruzado el Atlántico diecisiete veces en una cabina para hacerle compañía. Su temor a los extraños se debía a un accidente ocurrido cuando era cría. Willy, un gran admirador de los gatos, y en ese tiempo marido de Colette, a quien nadie supera a la hora de escribir delicadamente y con sensatez acerca de estos pequeños canallas con abrigo de piel, un día alzó a la gatita para jugar con ella y empezó a lanzarla hacia el techo, una y otra vez, hasta que hubo un giro repentino y la pequeña resbaló de sus dedos y cayó al suelo. Con un grito de terror huyó de la estancia y no la encontraron sino hasta dos días después, escondida detrás de unos baúles en la buhardilla. Nunca más permitió que un extraño la tocara.
Otro gato cayó a un pozo. Se las arregló para no ahogarse trepando a una saliente rocosa y fue rescatado a tiempo, pero se volvió loco; nunca recuperó el interés por la vida ni parecía tener la menor conciencia de sí. Lindsay, en Mind in the Lower Animals, ha seleccionado otro ejemplo, el de un gato que vivía asustado por un pavo real: desarrolló una especie de pánico, agorafobia tal vez, con una pérdida total de serenidad y una timidez permanente que le impedía alimentarse si no era en presencia de su dueño.
Sea que hereden estos rasgos o bien que sus modales y hábitos se hayan visto alentados o reprimidos por el trato, el hecho es que existe toda clase de gatos, enfurruñados y amables, crueles y tiernos, violentos y anodinos. Lo curioso es que varios gatitos de la misma madre y criados juntos en la misma casa exhibirán aun así diferencias notorias. Gautier describe tres de la misma camada:
Enjolras era solemne, pretencioso, un caballero desde la cuna; hasta teatral a veces en su inmensa presunción de dignidad.
Gavroche era un bohemio nato, enamorado de las malas compañías y de la despreocupada comedia de la vida. Su hermana Eponine, la más querida de los tres, era una delicada y fastidiosa pequeña criatura con un exquisito sentido del decoro y de los refinamientos de la vida social. Enjolras era un glotón, nada le importaba más que su comida. Gavroche, más generoso, traía de la calle gatos flacos y desgreñados que devoraban a la carrera, con pánico en los ojos, la comida reservada para su nuevo amigo. Varias veces tuve la tentación de regañar al bribonzuelo con un “¡Linda pandilla de amigos te fuiste a pescar!”, pero me contenía ante su afable debilidad. Después de todo, podría haberse comido todo él solo.
Madame Michelet, en Les chats, piensa que la coloración puede tener algo que ver con el temperamento. Los gatos negros, según esta femme savante, serían apasionados y sombríos; los rubios, amigables y frívolos, con cierta ensimismada y sonriente melancolía de fondo, y aquellos entre los dos extremos, ni rubios ni morenos, tendrían temperamentos estables. Por cierto, cualquiera que haya conocido gatos de diferentes colores considerará más bien descabelladas las clasificaciones de la dama.
Pero la afirmación de Diderot “il y a chat et chat”, hay gatos y gatos, es definitivamente justa. Algunos son fríos y altaneros, arrogantes e irónicos. Otros son tan francos, tan persistentes en su demanda de afecto que casi carecen de misterio. Algunos se trepan encima de cualquier persona y ronronean con placer. La hierba gatera es vodka y whisky para la mayoría, pero mi Feathers apenas la olfatea y se aleja. Existe toda clase de gatos, toda clase de variedades y tipos: los de pelo largo y pelo corto, y los mexicanos sin pelo; hay extraños gatos australianos con narices puntiagudas; hay gatos angora, persas y siameses, y los gatos Manx, que no tienen cola; los hay azules, negros y blancos, carey y crema, naranja y plateados y de color chinchilla; existen en combinaciones de todos estos colores; mi Feathers es una reina persa atigrada calicó, ¡con siete dedos en cada pata delantera! Los gatos de siete o de seis dedos no son nada extraños. Incluso entre los bichos raros de la gatunería hay variaciones: a pesar de la muy popular opinión en contrario, los gatos blancos no siempre son ciegos, los de pelaje carey no siempre son hembras y los atigrados de color naranja no siempre son machos.
Ciertos pelajes gatunos son amarillos, otros ámbar tarjados de oscuro;
Que cada felino es único, se lo aseguro.
En uno las patas estriadas de escarcha, en otro la cola rizada;
El pellejo de este a rayas entintadas, la piel de aquel perlada.
Los gatos se asoman por el horizonte de la mente junto con los héroes de la historia y los personajes de novela: el angora errante de Zola, derrotado en una pelea callejera, y el andariego angora de Edward Peple que arruina a un gato de la calle y vuelve a casa cansado y feliz; el gato ocultista de Baudelaire; la gata carey de Lafcadio Hearn, Tama, que jugaba con sus gatitos muertos en sueños, susurrándoles y atrapando para ellos pequeños objetos tenebrosos; la bandida de Jacobina, la gata berrenda y demoníaca del cabo Bunting en la novela de Bulwer-Lytton; el adorable ejemplar de madame de Jolicoeur, llamado Sha de Persia, cuyas “excepcionales y pequeñas rabietas gatunas no eran sino manchas solares en el resplandor de su afabilidad”; Gipsy, el gato del señor Tarkington, “mitad bronco y mitad pirata malayo”; Lady Jane, la gruñona gata gris de ojos verdes que sigue a todas partes al señor Krook en Casa desolada; los piadosos gatos papales de León xii, Gregorio xv y Pío ix; los juguetones compañeros de Richelieu;5 Hodge, el gato comedor de ostras del doctor Johnson, que era la pesadilla de Boswell; Old Foss, de Edward Lear; el gato Hector G. Yelverton, “ese fastidioso adefesio, sin más principios que un indio”, al decir de Twain; la reina indomable de Richard Garnett, de quien se ha escrito: “Y todos los machos, que nunca se atrevieron a tanto, / tiemblan ante la marcial Marigold”.
La esotérica procesión continúa pasando frente a mí: el macho lírico y filosófico de Scheffel, Hiddigeigei, con su piel azabache y su cola majestuosa; Amílcar,6 el gato de Sylvestre Bonnard, que combinaba el formidable aspecto de un jefe tártaro con la gracia pesada de una odalisca; el micho de John F. Runciman, de nombre Felix-Mendelssohn-Bartholdy-Shedlock-Runciman-Felinis, que bufaba a las calesas a la edad de seis meses y luego intentaría tocar la viola arrastrando el arco por el piso, y su Minnie, que solía hacer recular a los perros y murió por comer agujas; el fascinante Kallikrates de la novela Blind Alley, de W.L. George; el prodigioso y encantador Hinze, de Tieck; el clarividente Mysouff, de Alexandre Dumas, que una vez tomó un desayuno de quinientos francos; el terrible gato tuerto del cuento de Poe, Plutón, y el también tuerto Wotan, de Kraft, en Maurice Guest; el sabio Calvin, del señor Warner, y Tom Quartz, de Mark Twain, muy dotado para la minería;