El tigre en la casa. Carl Van Vechten
saludable (véase George Bernard Shaw) puede subsistir con una dieta de frutas y nueces. Solo está siguiendo su instinto al matar pájaros y ratones, y cuando somete a sus presas a cierto grado de tortura lo que está haciendo es simplemente mantenerse en forma. “¿Pero los gatos se parecen a los tigres? ¿Son tigres en miniatura? Bueno, son unas muy lindas miniaturas –escribe Leigh Hunt–. ¿Y qué ha hecho el tigre que no tiene ya derecho a tragar su cena, como Jones?... Prive a Jones de su cena por un día o dos y vea en qué estado lo encuentra”. Naturalmente, se puede poner un cascabel al gato, y me refiero a atarle al cuello una campanilla ruidosa; entonces, cuando corra o salte de golpe el cascabel advertirá al pájaro que vuele y se aleje. Por desgracia para el éxito de esta estratagema, un gato inteligente que sea a la vez un obstinado cazador pronto aprenderá a sostener el cascabel bajo la barbilla de tal manera que no suene.
Los gatos son camorristas natos, pero sus peleas se parecen en una cosa a los torneos de caballería o las riñas de los apaches de París: siempre el motivo es un lío de faldas. Porque el gato es un gran amante. Difícilmente podría sobreestimarse la dosis de instinto amoroso en un macho adulto saludable, y cualquier intento de refrenarlo, aparte de la castración, se verá frustrado. Como ha dicho Remy de Gourmont, en el reino animal la castidad es un ideal quijotesco por el que solo el humano se esfuerza. Es imposible mantener confinado ni siquiera a un sedoso angora cuyos antepasados hayan sido animales domésticos, a menos que se lo haya castrado. Cualquiera que lo intente, después de una semana o algo así, estará encantado de permitir que el gato siga su camino.10 Pero se ha hecho costumbre –excepto para quienes conservan a los reyes con fines de reproducción– operar a los machos de modo que se convierten en animales enormes, perezosos y afectivos, que duermen mucho, comen mucho y resultan pintorescos pero no muy activos. Estos machos alterados suelen ser los favoritos como mascotas. Yo, en cambio, estoy más interesado en aquellos que conservan su fervor natural.
Las hembras pelean de vez en cuando, en especial para proteger a sus crías y cuando están en estro o “llamando” (así se ha denominado poética y literariamente esta fase marcada por suaves arrullos amorosos, casi como los tiernos suspiros de un amante del siglo xviii);11 con un descaro nacido del deseo muerden a los machos en el cuello, generalmente con resultados satisfactorios.
Los machos son luchadores formidables, tanto con su propia especie como con otros animales. Por lo general no se enfrentan con perros a menos que se los arrincone en una esquina, pero hay gatos conocidos por atacarlos sin razón aparente. Muy eficaces en la guerra son sus afiladas garras y flexibles articulaciones, mantenidas en forma por el contacto constante con un árbol o una silla o una mesa o una alfombra donde clavan las zarpas, se estiran y elongan a diario, y esa eficacia se ve incrementada por unas mandíbulas poderosas y unos dientes afilados. Es costumbre en el gato echarse de espaldas cuando pelea, si le es posible, pues de ese modo planta cara con sus mejores talentos y a la vez se protege la columna, que es su punto más vulnerable. Cuando ataca a un perro, suele saltarle sobre el lomo y es capaz de aferrarse y al mismo tiempo desgarrar la cabeza y los ojos de su contrincante. La naturaleza, irónica como de costumbre, permite al águila proceder de la misma manera con el gato. De las más sangrientas refriegas los gatos a menudo salen indemnes, salvo por una oreja rajada o una herida en la cola, pues su pelaje es una capa gruesa y suelta al punto de que pueden tironearla casi hasta la mitad del cuerpo sin desgarrarla. La flexibilidad de la cabeza, por su parte, si bien no alcanza el extremo del búho permite movimientos laterales muy considerables.
Cuando un gato está luchando o en peligro emite los más espeluznantes aullidos; no son llamados de ayuda y por qué lo hace es un misterio, pues en las refriegas entre animales en estado salvaje está solo y en ningún caso puede esperar ayuda de su especie. Perfectamente pueden ser gritos de guerra, para mantener la moral en alto, como hace la división de pífanos y tambores del ejército. Cuando lo golpean o maltratan, en cambio, nunca grita, aunque puede gruñir o bufar.
Los gatos le temen horriblemente a la muerte –escribe Andrew Lang–. Yo tenía un gato viejo y ruin, Gyp, que acostumbraba a abrir la puerta del armario y comer todas las galletas que pudiera. Sufrió un ataque, una parálisis, y pensó que iba a morir. Estaba aterrado: el señor Horace Hutchinson lo observó y dijo que el gato albergaba claras aprensiones de tipo calvinista sobre su recompensa en el otro mundo. Gyp recibió cuidados y recuperó la salud, como pudimos comprobar al divisarlo en el techo de una caseta con un pollo frío en su poder. Nada podría ser más humano.
Se ha dicho que el gato es un ladrón. Y es cierto que no siente respeto alguno por la propiedad ajena, aunque se le puede enseñar a mantenerse fuera de la mesa del comedor mientras haya alguien allí.
Es más fácil enseñarle a no hacer ciertas cosas que a hacerlas. Cuando se le deja solo, sin embargo, es mejor poner bajo llave el pescado y la crema. Hay refranes sobre ello, y no se equivocan. Mi Ariel acostumbraba a esconder carretes de hilo, llaves, bolígrafos, lápices y tijeras bajo la alfombra. No veía motivos para no hacerse del botín, tal como los conquistadores de América no vieron razones para no convertir los bienes de los aborígenes en propiedad suya. Estos primeros colonos consideraban a los indios como seres inferiores sin derechos; el gato tiene la misma opinión sobre los seres humanos.
Pero Walt Whitman se equivocaba cuando dijo de los animales que “ninguno sufre esa manía de poseer cosas”. Los gatos tienen un sentido muy definido del derecho de propiedad tratándose de sus propios bienes, aunque los protegen ellos mismos, nunca llaman a la policía o la milicia. La evidencia de este rasgo es muy fácil de observar. Todos los gatos lo entienden en profundidad, tan en profundidad que solo un gato muy hambriento o muy atrevido intentará introducirse a través de la puerta abierta en la casa de otro. Si lo hace, procede con la mayor cautela, y si llega demasiado lejos habrá una escaramuza.
Estas escenas suelen ser muy cómicas. El señor de la casa se agacha casi hasta pegarse al suelo mientras registra cada movimiento del intruso y su pelaje comienza a erizarse. El extraño entra dando rodeos y aparentando no ser consciente de la presencia del otro. Por lo general bastan unos bufidos y unos pasos de advertencia para asustar al entrometido e invitarlo a retirarse por donde vino. Sin embargo, hay gatos con instintos caritativos que llegan a casa con compañía e invitan a los callejeros a compartir su comida. Ya he mencionado a uno de los gatos de Gautier, Gavroche. Y me han contado de un gato vagabundo, alimentado una vez en una casa de campo, que regresó al día siguiente ¡con veintinueve de sus amigos! Pero ese interés por los forasteros es poco frecuente en los felinos; se les ha acostumbrado a reinar sobre su territorio de caza en solitario y ese instinto salvaje sobrevive.
Los gatos persas lo tienen. No hace mucho traje a casa un gatito naranja muy suave y gentil, un modelo en miniatura de gracia y virtud. La molestia y el enojo de mi Feathers, la reina de la casa, no tardaron en hacerse notar. Un perro casi siempre mostrará signos de celos ante un recién llegado, pero esta emoción era rotundamente ira. Le producía ira que alguien pudiera quizás atreverse a usurpar una parte de su vida, a compartir su comida, posarse en sus cojines, tumbarse en sus rincones bajo el sol.12 Así, con esa paciencia persistente que es tan eficaz como los métodos más inquisitivos, Feathers se dispuso a convencerme de que el proyecto de convivencia era imposible. Durante tres días le hizo la vida imposible al gatito. Si este trataba de dormir, Feathers le mordía la cola; si estaba despierto, le clavaba los ojos de un modo desconcertante antes de saltar sobre su espalda y aterrizar al otro lado, un procedimiento aterrador al que añadía un gruñido y un bufido calculados para producir un escalofrío hasta en la más robusta espina dorsal. Seguía al gatito de habitación en habitación, sin permitirle un segundo de calma o un punto de apoyo en todo el departamento. Es más, su relación conmigo se vio alterada por completo. Ella, que solía ser una gata amable, durante la breve estadía del gatito nunca me permitió alzarla en brazos o hacerle mimos de ninguna manera. Mordió, rasguñó, arqueó la espalda y erizó el pelaje; no pude acercarme a ella en esos tres días sin que me bufara. Como no se me antojaba llevar una vida salvaje