El tigre en la casa. Carl Van Vechten
rel="nofollow" href="#ulink_fe8d3688-b30f-5f47-81ed-2b9aa190799b">13 yo pienso que en gran medida lo sustituye un sistema nervioso de alto voltaje, sumado a la vista, el oído y el tacto (tienen predilección por ciertas texturas; les gusta el papel o cosas ásperas que se rasgan con un ruido). Madame Michelet decidió que el sentido del olfato en un gatito pequeño estaba más desarrollado que en el gato adulto; según ella, despertaba a los cachorros solo poniendo un cuenco de leche bajo sus narices, pero el mismo experimento con gatos crecidos no tenía efectos.
Siempre he pensado que no hay nada más efímero que la ciencia; los libros que más pronto van a parar al desván o al basurero son los libros serios. Cuando tienen algún valor artístico –un libro de Nietzsche, por ejemplo– la cosa es distinta, pero los profundos descubrimientos de un profesor o un científico cualquiera son absolutamente inútiles al poco tiempo. Solo sirven como muestra de los singulares flujos y reflujos del pensamiento humano. El primero en admitirlo, en todo caso, es el propio científico, quien te dice que solo debes trabajar a la luz de los “últimos descubrimientos”. Ahora, estos últimos descubrimientos suelen ser ideas robadas de algún filósofo, hechicero o monje del neolítico. Los grimorios medievales probablemente sean minas de oro en bruto de “nuevos pensamientos”. La filosofía del siglo xviii prefigura a Freud; ni siquiera la ciencia cristiana es nueva. El germen de casi todas las ciencias y de la filosofía se puede encontrar en Aristóteles, en Paracelso o en Mesmer. Los alquimistas estaban familiarizados con las leyes que los científicos han descubierto no hace mucho. Se dice que Aristeo, alquimista filosofal, dio a sus discípulos lo que él llamó la llave de oro de la Gran Obra, que tenía el poder de volver todos los metales transparentes, pero que yo sepa nunca se habla de Aristeo como el inventor de los rayos equis. Y son pocos hoy en día los que se atreverían a recrear las proezas de ingeniería de los egipcios.
Las personas que dedican su vida a la ciencia por lo general no tienen sentido del humor. Aun diría más: a menudo son imbéciles. A.G. Mayer, según John Burroughs, ha demostrado de manera concluyente que la polilla de Prometeo no tiene sentido del color. El macho de esta polilla tiene las alas negruzcas y las hembras son de color pardo rojizo. Mayer pegó las alas del macho a la hembra y viceversa para ver qué pasaba, ¡y descubrió que se aparearon igualmente! Bien, el profesor Mayer podría llegar a la misma brillante conclusión si pinta de negro un gato amarillo y de verde una gata blanca; hay una pequeña razón por la que una hembra puede distinguir a un macho, pero a ningún científico se le ocurriría pensar en eso. Por lo tanto, los trabajos científicos deberían considerarse minucias, por lo general, pues es imposible acercarse a la verdad corriendo ciegamente en una dirección, clausurando todas las visiones y los sonidos distractores sin importar el peso que tengan sobre el tema; y en segundo lugar porque la verdad no existe. Cualquier filósofo místico puede sentir más de lo que un científico puede llegar a aprender en toda su vida.
Ha habido sectas de somatistas que no creen que el gato esté dotado de un alma. Pero esta discusión está pasada de moda porque los humanos ya no están muy interesados en el alma. Ahora es parte de la conversación inteligente hablar sobre el cerebro. Durante el siglo xix, muchos científicos, psicólogos, naturalistas, zoólogos y otra gente así dedicaron todo su tiempo a desmenuzar el problema de si los animales piensan o no. Darwin, por supuesto, en aras de su teoría de la evolución, abrazó con gusto la causa de las bestias pensantes, y Romanes y otros lo han seguido en esa dirección. Otras personas de mayor o menor importancia han mostrado su desacuerdo hablando del “instinto”, etcétera. Hay toda una literatura de libros olvidados y contradictorios sobre el tema, e imagino que cualquier cosa escrita anteayer será igualmente descartada por inútil en el aula de un profesor que se respete. “No hay libro que no desmienta a otro –observa el sumamente sagaz Sylvestre Bonnard–, de modo que cuando se los ha leído todos no se sabe qué pensar”.
El respetable John Burroughs nos informa que cuando él oiga una risa animal creerá que tienen razonamiento. A los humanos se llega por la mente, dice; al animal, solo por los sentidos. Todo el secreto del entrenamiento de animales salvajes está en crearles nuevos hábitos. Pero cualquier capitán de ejército podrá informar al señor Burroughs que ese es también el secreto entre los hombres. Y hay quien contradice a Burroughs. Havelock Ellis dice en Impressions and Comments que “en verdad no hay nada tan primitivo, incluso tan animal, como la razón. Es plausible, aunque suene insano, que sea por sus emociones, no por la razón, que los humanos se diferencian realmente de las bestias. ‘Mi gato –dice Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida– nunca se ríe o se lamenta; siempre está razonando’”.
El señor Burroughs también decidió que los animales no pueden pensar porque no tienen un lenguaje y no es posible pensar sin lenguaje. Pero ¿no tienen? El lenguaje vocal de los gatos es extraordinariamente completo, como lo demostraré en otro capítulo. Lo complementa con un lenguaje gestual que, por cierto, solo pueden comprender a cabalidad otros gatos. Está, por ejemplo, el lenguaje de la cola. El gato con una cola en alto como un estandarte es un gato satisfecho, contento, saludable y orgulloso. Una cola horizontal indica sigilo o terror. Y si la tiene enroscada bajo el cuerpo es que está muerto de miedo. El gato ondea la cola cuando está insatisfecho, molesto o de mal humor; encolerizado, la extiende con el pelaje erizado. La estira a modo de látigo en preparación para la batalla, y la enrosca cuando se divierte o siente placer. Y a veces usa su cola como las mujeres con sus boas y sus manguitos: para mantener el calor.
La variedad de maniobras que es capaz de hacer con la pata es aun mayor. Lindsay nos ha dado todo un catálogo:
No es infrecuente que el gato use una pata para tocar el hombro de su amo cuando quiere atraer su atención. Si le gusta algo que va pasando, una mascota felina sentada a la ventana de un carruaje “pone la pata en mi pecho –dice su ama– y hace un ruidito, como si me preguntara si yo lo he visto también”. Otra posaba la pata en los labios de una señora que tenía una tos alarmante, quizás por piedad, quizás en pos de la supresión física de la tos al cerrarle la puerta. Una tercera gata tocaba los labios de quienes silbaban una melodía, “como si estuviera satisfecha con el sonido”.
Los gatos se “abofetean” unos a otros o a sus crías, es decir se dan golpes con las patas y así regañan a los rebeldes o a las crías molestosas. Calientan las patas frente al fuego y las usan para protegerse la cara de las llamas o del sol. Nos contaron de un gato que daba palmaditas a la nariz de un caballo de compañía. Es bien sabido que nuestros gatos domésticos tienen la costumbre de lavarse la cara con las patas, que también usan para cepillarse y limpiarse las sienes y los ojos. La pata delantera sirve para sondear los objetos, para verificar su dureza u otras cualidades, o para medir la altura de los fluidos que un recipiente puede contener. Así, un gato, cuando quería beber agua de un jarro, usaba su pata para confirmar si estaba lo bastante lleno. O toma leche de un pote angosto metiendo la pata, curvándola para saturarla de líquido y luego lamiéndose. En un caso judicial por robo en Birmingham en marzo de 1877, “el demandante declaró que lo había despertado su gato con golpecitos en la cara al descubrir a los asaltantes hurgando en su dormitorio”.
Podría añadirse que el gato con frecuencia rasguña para llamar la atención. También enumerar las incontables maneras en que se sirve de su cabeza, ojos y hasta pelaje para mantener una conversación.
El profesor Edward L. Thorndike se ha dedicado a hacer algunos experimentos extremadamente ingeniosos y sofisticados con gatos y otros animales y ha escrito un libro sobre ellos: Animal Intelligence: Experimental Studies. Los experimentos con gatos se hicieron con “cajas puzle”. Se los dejaba sin comer un buen tiempo y luego se les encerraba en cajas, encima de las cuales se ponía comida. Había varias maneras de abrir las cajas desde adentro, más complicadas o menos; el punto era ver cuánto tiempo le tomaría a un gato salir de la caja y alcanzar la comida. De los resultados que obtuvo el profesor extrajo conclusiones enteramente vacuas. Que los gatos no hayan podido abrir las cajas del doctor no es ningún punto de partida para fundar un sistema de psicología animal. El experimento me pareció análogo a hacer subir a un hambriento y aterrorizado indio cheroqui a un Rolls Royce y pedirle, en un lenguaje extraño para él, que lo echara a andar si quería cenar esa noche.
Uno