El tigre en la casa. Carl Van Vechten

El tigre en la casa - Carl Van Vechten


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soeurs de lait. Al crecer, esta gata adquirió la bonita costumbre de encender el árbol navideño presionando un botón con la pata. Vivió hasta la inusual edad de veintiocho años, y cuando enfermó de cáncer el médico la vendó y la cuidó hasta la víspera de su última Navidad: la gata encendió una vez más el árbol navideño e inmediatamente después se le aplicó cloroformo para terminar con sus sufrimientos.

      Sin embargo, a mí me parece que mientras más inútil es el gato tanto más se ha ganado el derecho a la compañía. Hay demasiadas personas “tratando de ser útiles” en este mundo sin la competencia añadida de los gatos. Y aquellos que más se preocupan por el gato nunca piensan en él como un funcionario público de la caza. Un colaborador de The Nation lo dice: “Respetar al gato es el comienzo del sentido estético. En una fase de la cultura en que la utilidad gobierna todos los dictámenes, la humanidad prefiere al perro”. Y continúa:

      Para la mente cultivada, el gato tiene el encanto de la exhaustividad, la satisfacción que hace de un soneto algo mejor que una epopeya (…) Los antiguos representaban la eternidad como una serpiente mordiéndose la cola. Ya surgirá el filósofo que concebirá lo Absoluto como un gato gigante y satisfecho de sí mismo en su confortable redondez, que no deja de ronronear mientras abraza su propia perfección y profiere esa frase de Edmund Spenser acerca del cosmos: “Se amaba a sí mismo porque era bueno hacerlo”. Un gato que parpadea a medianoche entre nuestros papeles y libros declara con mayor elocuencia que cualquier calavera la vanidad del conocimiento y la inutilidad del esfuerzo. El gato disfruta la marcha de las estaciones, gira en el espacio con las estrellas y comparte en su quietismo el inevitable devenir del universo. Nosotros, con todos nuestros apuros y carreras, ¿podemos hacer más?

      Un distinguido académico de Oxford dijo creer que las personas admiraban a los gatos o a los perros según si eran de naturaleza platónica o aristotélica. “El visionario elige un gato; el hombre concreto, un perro. Hamlet debe de haber tenido un gato. Los platónicos, amantes de los gatos, son marineros, pintores, poetas y pillos carteristas. Los aristotélicos, amantes de los perros, suelen ser soldados, futbolistas o ladrones de casas”. Dice Champfleury que “las naturalezas refinadas y delicadas comprenden al gato. Las mujeres, los poetas y los artistas los tienen en gran estima, pues reconocen la exquisita delicadeza de su sistema nervioso; solo las naturalezas toscas fracasan en apreciar su distinción natural”.

      Madame Delphine Gay habla del hombre de índole gatuna: “Al hombre gatuno no se lo puede engañar con ningún truco. No tiene las cualidades del hombre perruno pero disfruta de todas las ventajas que vienen aparejadas a esas cualidades. Es egoísta, malagradecido, tacaño, codicioso, sofisticado, persuasivo, astuto, y dotado de gran inteligencia y poder de fascinación. De un modo refinado adivina lo que no sabe, entiende lo que se le oculta. A esta raza pertenecen los grandes diplomáticos, los galanes exitosos, y en realidad todos los hombres que las mujeres consideran pérfidos”.

      Al gato se le admira por su independencia, su valentía, su prudencia, paciencia, naturalidad e ingenio. Esencialmente es, como nos lo recuerda madame Michelet, un animal noble. No hay mezcla en su sangre, se puede nombrar a cualquier miembro de la familia en un pestañeo. El tigre, el león y el gato doméstico difieren más en tamaño que en apariencia; por eso la originalidad del gato consiste en ofrecerse como una exquisita e inofensiva miniatura de sus hermanos salvajes. Vive como un gran señor, no hay nada vulgar en él. Su delicadeza es fascinante; todos nos hemos preguntado alguna vez cómo puede saltar a una mesa llena de objetos frágiles y posarse con firmeza sin romper nada. Y, como ha señalado Philip Gilbert Hamerton, esto no es una prueba de civilización o pusilanimidad sino, una vez más, evidencia de que ha conservado sus hábitos salvajes. “Cuando evita tan cuidadosamente las copas en la mesa, no se está comportando como un subordinado de la civilización humana sino obedeciendo al hábito heredado del cazador furtivo, la máxima precaución, una habilidad natural de su especie. Sabe que no debe moverse una sola rama si no quiere que el pájaro –ya condenado– se le escape, y sus patas son así de silenciosas para que el ratón no se dé cuenta que viene”.

      El señor Hamerton ha captado otro rasgo interesante del gato:

      Siempre usa la fuerza que se precisa y no más ni menos, mientras que otros animales actúan bruscamente, con toda la potencia de que son capaces, sin tener en cuenta la falta de necesidad. Un día observé a una gata joven jugando con un narciso. Se sentó en sus patas traseras y con las delanteras daba palmaditas a la flor, primero con una pata y luego con la otra. El capullo amarillo pálido se balanceaba de un lado a otro, sin daño alguno en los pétalos o el estambre. Me pareció evidente que se deleitaba precisamente en la delicadeza del ejercicio, mientras que un perro o un caballo no hallan ningún placer en sus propios movimientos y acometen con fuerza cuando son fuertes, sin cálculo ni proporcionalidad. Esta dosificación de la fuerza respecto de la necesidad es muestra de una cultura refinada, en los modales tanto como en las bellas artes. Si los animales pudieran hablar, como en las fábulas, el perro sería un tipo honesto, franco y contundente, pero el gato tendría el raro talento de nunca decir una palabra de más. El suave revestimiento de las garras y la contractilidad de las pupilas son cristalizaciones de ese carácter. Las garras hostiles son invisibles; siempre listas y afiladas, no se muestran si no hay para qué. La pupila estrechada a plena luz del día no recibe más sol que el que es agradable, pero se expande a medida que cae el crepúsculo y una visión clara requiere una superficie más y más grande. Algunas de estas cualidades gatunas son muy deseables en el oficio de la crítica. Las garras de un crítico deben ser muy aguzadas, pero no perpetuamente prominentes, y el ojo debe poder distinguir la esencia de objetos más bien oscuros sin que lo deslumbre la luz del día.

      A algunos la apariencia y obras de los felinos adultos les parecen del menor interés, pero son incapaces de resistirse a la fascinación de los gatos recién nacidos. El gatito es ese irresistible atado de pelo animado, pura osadía y ternura, un comediante que corre locamente hacia nada en particular, o avanza a brincos por el sendero del jardín con la espalda arqueada y el gesto afectado de quien está a punto de cometer una infamia, persiguiéndose la cola, intentando en vano capturar y asustar a su propia sombra, contemplando con curiosidad insectos esotéricos o quedando en trance y encantado con una víbora, como el gatito de Cowper,

      Quien, no habiendo visto jamás

      En el campo o el hogar

      Algo similar, sentose quieto y mudo como un ratón

      Solo proyectando su carita bigotuda hacia delante

      Y preguntó: “¿Quién eres tú?”.

      Donde hay pavos reales, es un lindo espectáculo ver a los gatitos sorprendidos ante su soberbia cola desplegada; corren y saltan como locos en torno de la gran ave mientras esta, furiosa, intenta librarse de esos pequeños demonios. Pero es suficiente con verlos sorber la crema de un platito en la mesa del desayuno, inocentes como querubines, o yacer como bolas ronroneantes de pelo tibio en nuestro regazo u hombro. Los gatos chicos, como algunos bebés humanos, pueden perder algo de su encanto cuando crecen, pero como crías son insuperables. Así, es aconsejable seguir la sugerencia de Oliver Herford:

      Acoge gatitos mientras puedas

      El tiempo solo trae tristes dejos

      Y los gatos pequeños de hoy

      Mañana serán gatos viejos.


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