El tigre en la casa. Carl Van Vechten
cualidad en los gatos, esta potencialidad incesante de un retorno a la condición salvaje, es muy desconcertante para aquellos que no los comprenden ni son sensibles a sus encantos. Suelen confundirla con “mal carácter”, y de ello deriva la leyenda de que “no se puede confiar en los gatos”. En realidad, no existe otro animal que reaccione con mayor regularidad a ciertos fenómenos. Un gato bien tratado nunca rasguñará a un amigo, excepto por accidente mientras juegan, o bajo la tensión nerviosa de un insulto supremo, por lo que un amigo nunca debería insultar a un gato.
Aprecia mucho su casa y los alrededores, los observa con orgullo y deleite. ¿Cómo se tomaría usted que llegara de pronto un extraño de cualquier sexo a su vivienda, con quien tuviera que compartir comida y cama? ¿Piensa que no es razonable para un gato protestar contra semejante ataque a la libertad personal? A usted no le agradaría; tampoco al gato. Pero como es un ser más independiente, más asertivo, más amante de la libertad que el pusilánime, cobarde y furtivo animal humano, se niega de frente a tolerar intromisiones en su individualidad. Un hombre habría aguantado los inconvenientes; de hecho, a menudo lo hace.
Esta personalidad dual, sus luces y sombras, explican en buena medida la formidable fascinación que produce. Siempre existe la posibilidad de una regresión; la visión de una mosca o una cucaracha, una rata o ratón, otro gato o un perro, puede hacer de un animal domesticado una bestia salvaje en un cuarto de segundo. Más aun, si la naturaleza y el destino así lo disponen, es totalmente posible para el gato vivir en cualquiera de ambos estados por periodos prolongados. Y siempre se ha de tener en cuenta que las relaciones de un gato con un humano, a quien por lo general considerará con cierto divertido desprecio, transcurren en un plano muy diferente de sus relaciones con todos los demás animales.
El amor del gato por el hogar es una exageración propagada por ese tipo de personas poco inteligentes que constantemente hacen observaciones acerca de un animal que ni la persona más brillante osa comprender del todo. Este afecto por el territorio se considera un rasgo prestigioso, moral y satisfactorio cuando se trata del humano, especialmente cuando toma la forma del patriotismo. Pero cuando es el gato el que ama su casa, el pueblo lo mira con horror. La cuestión ha escalado al ámbito internacional e invariablemente se presenta como un subtema en cualquier conversación profana sobre gatos. “Pero el hogar –dice madame Michelet– suele ser más bien un conjunto de objetos que tienen relación con las costumbres, que incluso son uno mismo… El gato es esencialmente conservador. Sin embargo, se aferra menos a las paredes de la casa que a cierta disposición de los objetos, de los muebles, que exhiben más que la casa misma la huella de una personalidad. De modo que lo que es muy antipático para el gato es la fluidez de nuestra vida actual, con su facilidad para los traslados, las circunstancias cambiantes y los gustos inconstantes”.
El gato piensa que lo que ha sido será. Así como espera por su presa, espera por su dueño. Conoce todas las vías de escape por si hay peligro, escoge una silla favorita para dormir y un rincón familiar para estar al acecho; no cede en estas certezas sin cierta objeción. De hecho, si no ha formado un vínculo con ningún miembro de la familia parece absurdo pedirle que renuncie a estas ventajas. El gato se apega a su amo si este lo acaricia, lo alimenta y lo quiere; pero si se lo ignora le importará más la casa que sus moradores. Por encima de todo debe recordarse que el gato ama el orden.
En A Story Teller’s Holiday, George Moore relata cómo, vagando por las ruinas de Dublín después de la rebelión irlandesa, descubrió una pared rota de la que todavía colgaba la repisa de una chimenea.
Me llegó un lastimero miau, y un hermoso persa negro apareció junto a los restos. Los gatos saben ser muy elocuentes, casi articulados, y este me pidió que le explicara el significado de la escena. Había encontrado su vieja chimenea, le dije, y traté de que se fuera conmigo; pero, aunque contento de verme, no se dejó persuadir y permaneció sobre lo que quedaba de su asiento favorito, donde había pasado tantas horas placenteras. Así, reflexionando sobre su fidelidad y su belleza, continué mi búsqueda entre las ruinas. Encontré gatos por todas partes, todos buscando sus casas perdidas entre las cenizas y todos incapaces de comprender la desgracia que se había abatido sobre ellos. Es cierto que los gatos sufren de una manera imprecisa, pero el sufrimiento no es menor porque sea difuso, y pensé que en las primeras edades del mundo, digamos veinte mil años antes de Pompeya y Herculano, los seres humanos andaban a tientas y sufrían ciegamente buscando sus hogares desaparecidos en medio de terremotos incomprensibles, igual que los gatos de Henry Street. Somos parte de la misma sustancia original, me dije, y de pronto comencé a regocijarme en lo inesperado de la naturaleza y su fecundidad. Nunca es un lugar común, solo tenemos que acudir a ella para ser originales, me dije, mientras regresaba por calles silenciosas. Podría haberme imaginado cualquier cosa, el papel mural, las molduras sobre la chimenea y el reloj francés, pero no a los gatos en busca de su hogar entre las ruinas. Tampoco creo que se le hubiera ocurrido a Turguéniev, a Balzac menos.
Pero no todos los gatos sienten aversión a moverse y algunos se mudan por voluntad propia, como hizo el caprichoso Zut de Guy Wetmore Carryl, de quien hablaré más adelante. Andrew Lang creía que había una francmasonería, una suerte de rosacruz de los gatos: tan extraños son sus movimientos, tan inexplicables. Es posible que el aburrimiento sea un motivo para la peregrinación.
La monotonía –escribe Lindsay– como factor de trastorno mental en los animales inferiores está estrechamente asociada a la soledad y el cautiverio. Detestan la vida y las ocupaciones monótonas tanto como los humanos, sufren tanto como ellos por la falta de novedad y variedad, tienen el mismo deseo de diversión, y en muchos de ellos hay una necesidad igual de relajarse y a la vez de sentir entusiasmo y placer. La uniformidad tiene en animales y humanos la misma influencia deprimente, sea de paisajes, del entorno, del aire o de la comida.
Los gatos persas, condenados a pasarse la vida en edificios citadinos, van de uno a otro sin ninguna incomodidad o infelicidad aparente, sin embargo. De vez en cuando un gato que sienta gran pasión por su dueño lo seguirá adonde sea. Pennant registra que el conde de Southampton –el amigo y compañero del conde de Sussex en su insurrección fatal–, confinado en la Torre de Londres, recibió sorprendido la visita de su gato preferido, que se las arregló para llegar a verlo descendiendo por la chimenea de la estancia.
“Los animales son tan buenos amigos porque no hacen preguntas, no presentan quejas”, escribió en alguna parte una poco esclarecida George Eliot. Ciertamente no es el caso de los gatos. Un gatito común y corriente hará más preguntas que un niño de cinco años. Es el más catequista de los animales, con la posible excepción del mono. La curiosidad es uno de sus rasgos predominantes, y el primer deber de un gato que se cambia de casa es explorar cada centímetro cuadrado de sus nuevos dominios; y no solo examina cada rincón del hogar sino que investiga el entorno en varios kilómetros a la redonda. Según Lane, por eso es que puede encontrar el camino de vuelta a casa cuando el paseo ha ido demasiado lejos. Una vez concluida esta ceremonia de iniciación el gato expresa su satisfacción dando vueltas y más vueltas antes de acomodarse para dormir. Hay quienes creen que si untas las patas de un gato con mantequilla o manteca no escapará de un nuevo hogar, y Ernest Thompson Seton usa esa superstición en su relato “The Slum Cat”. La base de esta creencia popular es sensata: un gato se limpiará de inmediato si le engrasan las patas, y casi siempre después del aseo personal viene una siesta; así, si se puede conseguir que concilie el sueño en cierto lugar casi se puede asegurar que se mostrará satisfecho de su nueva vivienda. La curiosidad, naturalmente, es un instinto propio del estado salvaje en el que la exploración era peligrosa pero necesaria, y se sabe que su costumbre de dar vueltas en círculos y más círculos antes de echarse a dormir es un recuerdo vago de los tiempos en que pisaba la hierba alta en busca de madrigueras. Sin embargo, en un gato la curiosidad va más allá del mero instinto de protección. Ninguna caja, ningún paquete, ni una sola bolsa entra en mi casa sin ser examinada por Feathers, y esa es la norma general. Cualquier gaveta abierta o caja nueva les servirá para dormir la siesta. Pero rara vez aceptarán comer de la mano, y si lo hacen será con gran renuencia, vacilación y tacto: así de preciso es el equilibrio entre la curiosidad y la precaución en la mente felina.
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