El tigre en la casa. Carl Van Vechten
se proyectaba el largo esqueleto hacia el otro lado, donde colgaba la cola del pez, y el efecto ya notable se disparaba hacia lo intolerable con el resplandor de esos ojos amarillos. Ante la mirada de Duke, todavía borrosa por el sueño, esa monstruosidad era una sola pieza”. El perro emitió un alarido de terror, Gipsy también hizo sonar su grito de guerra, que sonó como “el diapasón subterráneo de una demoníaca viola da gamba”, y la masacre comenzó. Enseguida, “sin soltar el espinazo ni por un instante, el gato echó las orejas atrás de un modo escalofriante y comenzó a encogerse como un acordeón, elevando el centro del cuerpo hasta que pareció estar imitando a esa pacífica bestia que es el dromedario. Tras haber alcanzado la mayor altura posible alzó la pata derecha a la manera de un semáforo. Esta pata semáforo permaneció rígida por un segundo, amenazante; luego vibró con una rapidez inconcebible. Era solo un amague, pues fue la traicionera garra izquierda la que realmente hizo daño. Dio a Duke tres palmaditas relámpago sobre la oreja, y el sonido de la garganta del perro anunció que no se trataba de golpecitos cariñosos. Gritó: ‘¡ayuda!’ y ‘¡asesinato sangriento!’… En cuanto a Gipsy, poseía un vocabulario soez ciertamente insuperable fuera de Italia…”. De inmediato, esta vez con la pata derecha, sacó sangre de la nariz de Duke, pero ante la cercanía de Penrod estimó oportuno retirarse, no por miedo, explica Tarkington, sino probablemente porque no podía bufar sin soltar el espinazo y, “como sabe todo gato con la más mínima pretensión de dominar la técnica, no se puede atacar ni producir un buen efecto si no se abre la boca a su máxima capacidad para dejar expuesto el tubo digestivo”.
Gipsy no debe considerarse una excepción en el mundo felino. El gato es el único animal sin medios de sustento establecidos que todavía se las arregla de lo más bien en la ciudad. No quiero decir que todos lo hagan. Tanto en la ciudad como en el campo están a merced de un gran número de enemigos, agresivos o accidentales.8 El niño malvado, el automóvil, el perro, el tranvía y la trampa de conejos acaban con muchos gatitos superfluos, pero es igualmente cierto que la cantidad de gatos que viven una existencia salvaje, sin protección de ningún tipo, es muy grande. Algunos machos se vuelven enormes, gordos y lustrosos; viven del contenido de los tachos de basura de la calle y ocasionalmente roban comida buena a través de una ventana abierta, o atrapan ratones en bodegas y gorriones en los parques. Las hembras también se las arreglan de alguna manera, no solo para cuidar de sí mismas sino para criar a sus familias. El agua limpia es difícil de encontrar a veces, pero los gatos pueden vivir varios días sin agua: su sangre se espesa automáticamente. Una tarde de domingo muy calurosa en pleno verano, subiendo por la Quinta Avenida observé a un atigrado grande, de color naranja, frotándose contra un grifo y maullando. Me detuve a hablar con él, como es mi costumbre, y se acercó un policía irlandés. “Creo que quiere un trago –sugirió este brillante oficial–. Se ha dado cuenta de que a veces sale agua de este grifo”. “Tiene usted razón –respondí–. Démosle pues un trago”. Un gato no va a hacer una excursión solamente porque un hombre quiera compañía; caminar es un hábito humano al que los perros se suman con facilidad pero que el gato considera una forma de ejercitarse de muy mal gusto, a menos que tenga un propósito en mente. Y así fue en este caso. Tanto el policía como yo éramos unos completos extraños para el gato sediento, y sin embargo cuando sugerimos darle un poco de agua caminó tranquilamente detrás de nosotros por la Quinta Avenida. “Creo que Page and Shaw’s está abierto”, dijo el policía. Page and Shaw’s estaba a tres cuadras del grifo, pero el animal nos seguía pegado a los talones. Al llegar le pedí –al gato– que se sentara un momento; el policía entró y volvió a aparecer con un vaso de papel lleno de agua. Nuestro compañero bebió hasta la última gota y luego pidió más. Se le dio otro vaso. Entonces, como ya no le servíamos para algún otro propósito, partió al trote, sin una palabra ni un gesto de despedida.
Un ingenioso amigo de Louis Robinson le insinuó que los gatos posiblemente piensen en los humanos como “una especie de árbol portátil, agradable para frotarse contra él, con ramas inferiores que ofrecen un asiento confortable y otras ramas altas de las que a veces caen trozos de cordero y otros frutos deliciosos”. Hay una buena cantidad de cosas que decir acerca de esta teoría. Aunque se sabe de gatos que han mostrado el afecto más cabal, la mayoría cumple con unos saludos muy amistosos por la mañana y poco más, e incluso hay cierta reserva en estas atenciones, la que aumenta con el paso de las horas. Nada del lengüeteo excesivo tan del gusto de los caninos. Los gatos solo dan amor a quien lo ha merecido, además de aquellas ocasiones en que, por perversidad pura, molestan a un ailurofóbico con sus atenciones. Devolver bien por mal no existe en los mandamientos del gato. Pueden volcarse en un afecto muy profundo y hermoso hacia una persona que merezca su amistad, pero es un proceso que crece lento y que puede interrumpirse en cualquier momento. No tolerarán que los manipulen con brusquedad, ni los golpes ni las burlas. No soportan que se rían de ellos. Quien busca el cariño de un gato debe proceder con cuidado y con el tiempo es posible que reciba algunos de los beneficios de su esmero, pero si ofende a tan sensible criatura todo el trabajo del pasado se habrá deshecho. Los gatos rara vez cometen errores, y nunca el mismo error dos veces. ¡Qué estúpido deben de encontrar a un ser humano que constantemente tropieza con la misma piedra!
Como ya es proverbial, se los puede engañar pero solo una vez en la vida. O, más bien, el celebrado asunto del gato y las castañas es la única ocasión, histórica o fabulosa, en la que se ha engañado a uno de su especie. Louis de Grammont describe un incidente típico sobre este instinto: en cierta casa, donde se usaba gas para cocinar, había una gata con dos hijitos a medio criar. A la hora de la cena estos niños, muy malcriados, tenían la costumbre de saltar a la mesa y zamparse lo que pudieran. Un día, mientras la sirvienta depositaba sobre la mesa unas costillas de carne hubo una pérdida de gas por un descuido de la cocinera y se produjo una pequeña explosión en la cocina. Nadie resultó herido y todos volvieron a sus puestos, excepto los gatitos, que, muy asustados, habían desaparecido. Y no volvieron en varios días. Luego el miedo se disipó y retomaron sus antiguas costumbres. Pero, algunas semanas después, cuando la empleada nuevamente sirvió costillas, ¡los gatos huyeron a perderse!
Acerca de la crueldad gatuna, es cierto que estos animales pueden ser, y la mayoría lo es, muy crueles, pero pienso que es injustificable la hipótesis de George J. Romane de que torturan a los ratones simplemente por el placer de verlos sufrir. Y no digo que a veces no sea cierto. La notable gata del reverendo J.G. Wood, Pret, tenía la costumbre de arrastrar un tembloroso y aterrado ratón bastante vivo a la parte superior de la casa de cinco pisos donde residía, y luego lo dejaba caer por el hueco de la escalera de caracol mientras observaba con ojos ávidos el desenlace desde la barandilla. En su favor debo decir que para mantener en forma los hábitos de caza se requiere de cierta práctica, y la práctica con un animal vivo es mucho mejor que con una pelota o un pedazo de papel arrugado, que son las herramientas con que las crías toman sus primeras lecciones de ataque por sorpresa.9 Es sabido que algunas gatas guardan animalejos levemente heridos como reservas de caza y se los lanzan a sus crías para que jueguen. Pero este instinto sádico también lo tienen ciertos humanos cazadores de gatos que se entregan a masacres innecesarias. También ocurre que algunos gatos llevan su amor por la caza de vida silvestre mucho más allá de lo prudente; y ¿por qué, en el nombre de todo lo que es justo, no deberían hacerlo? Hay quienes protestan contra el instinto asesino de los gatos y no ven el mal en conducir a mansos terneros y corderitos al sacrificio, gente que disfruta de sus langostas sin pensar que se las ha cocinado vivas, que usa en sus coloridos sombreros penachos de aves arrancados del pecho de los pájaros en sus propios nidos, gente que embute una parva de pollitos en una jaula y envía reses vivas en largos y nauseabundos viajes por el océano, tan juntas una de la otra que apenas pueden echarse en el suelo. Gente que disfruta la temporada del zorro saliendo a cazar tres veces por semana objeta que un gato torture a un ratón. (Pero no ve ningún mal en que a los perros se les enseñe a cazar. El crimen del gato es que caza para sí mismo y no para el humano). ¡Hasta dueños de fábricas que se valen del trabajo infantil y críticos teatrales me han dicho que los gatos son crueles!
Recordemos que el gato, al igual