Débora. Tomás Michelena

Débora - Tomás Michelena


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quedando reducidas a una medianía, soportable para muchos, pero terrible para quienes el boato era ya una necesidad.

      En esta época de su vida fue presentado a Débora un rentista, de origen dudoso en sangre, como de dudosa procedencia la renta, completando tales credenciales una personalidad física poco seductora y de recomendación menos atractiva en cuanto a cultura.

      Ya en el caos de la vida, mezcla espantosa de deseos contenidos, necesidades no satisfechas, ideas contradictorias por una viciada educación, lujo insostenible, orgullo herido, y lo más terrible aún, el espectro del tiempo, que día por día va deshojando la juventud; aquel todo inarmónico con el pasado brillo tenía que producir una gran perturbación: deslizarse era natural, rodar, enajenada, hasta el abismo donde en revuelto fango se retuercen el vicio y la desgracia en fraternal abrazo, era probable, y descender dando sonriente su mano al primer venido era posible.

      Ya el sarcasmo punzante y el desdén altivo de otros tiempos habían huido.

      La pobreza y los años son dos niveladores formidables, cada cual por separado; mas reunidos adquieren un carácter sobrenatural: es lo invencible e implacable en la alianza destructora.

      El sano criterio tiene por base fundamental la calma del espíritu; si esta falta, prodúcese la fiebre y la perturbación, que es un principio de locura, arrastra a lo insondable, donde se hunden la moral y los principios.

      Encontrando Débora en aquella incalificable personalidad del rentista la fuente dinero, alma de sus costumbres y deseos, no titubeó. Lanzó sobre él todas sus armas, le infiltró su hálito, como el reptil que adormece a la que va a ser su víctima, le inundó con sus encantos hasta el grado de hacerle creer que era amado, lo menos que él esperaba. Este se sorprendió primero, luego meditó profundamente sobre lo natural de los afectos espontáneos y sobre el misterio de las simpatías en los contrastes, y al fin dio satisfactorias explicaciones a su vanidad.

      Se dijo: ¡yo soy algo!, y agregó: ¡soy amado!, ¡y lo soy por mis méritos!

      Ella entretanto fijaba su pensamiento en la alegre vida de otros tiempos, y excusaba por el éxito el medio; y sin repugnancia manifiesta concedía a aquel papanatas lo que en otra época había, llena de soberbia, negado al teniente de dragones. Posaba sus lindas manos sobre las burdas y no secas del rentista; dejaba su pequeño pie entregado a las voraces caricias, la ruborosa y tersa frente a los húmedos y gruesos labios; y más tarde el afortunado amante estrechaba apasionadamente aquel hermoso cuerpo entre sus brazos, aunque ella ocultando su natural repugnancia le rechazara suavemente.

      Frecuentes fueron desde entonces las epístolas amorosas, las que han circulado entre pocos, y que son muestras de la literatura aprendida en el colegio de las Madres Descalzas.

      La futura alianza se conjugaba en presente, y solo pocos días faltaban para conjugarla en pasado, campo vastísimo de los hechos consumados, cuando ocurrió un pequeño incidente que cambió por completo la faz de los sucesos.

      Un primo, lejano en parentesco, como de lejanas tierras, joven, de buena presencia y rico, amarró su empavesado esquife al costado de aquella gallarda barca, de ligera arboladura y rápido andar, y la invitó a navegar en conserva por sobre el mar de la vida.

      Débora se detuvo sorprendida en medio del vertiginoso descenso por donde se había lanzado, soltó la rugosa mano del rentista, guía de ocasión, y apoyándose anhelante en el brazo del milagroso primo se dijo meditabunda y reflexiva: el rentista ama mucho su dinero, que le costó la usura y quizás el crimen, por lo cual no me será fácil reducirlo a mis caprichos; pero a esta cándida avecilla, que viene dulcemente a posarse en mi regazo, la dormiré sin grande esfuerzo. Lo que es amor no lo siento por ninguno, y en cuanto a las pasiones, que no pertenecen al alma, hallo al primo más armónico con mi naturaleza que al tosco rentista.

      Tras estas reflexiones fue dado de mano incontinenti el usurero, y acogido con exquisita gracia el primo.

      Débora había cumplido sus treinta abriles, más algunos meses que la precipitaban en la década de las melancolías, cuando apareció ante la bendición sacerdotal, de mano cogida con el primo, velo transparente y blanco, cubriéndola desde la cabeza hasta los pies, y la consuetudinaria corona de azahares. Dos periodos de su vida se habían sellado: el de la colegiala y el de la soltera en el gran mundo; comenzaba uno enteramente distinto: el de la esposa.

      III

      Adriano de Soussa descendía de una honorable familia brasileña, de la cual no quedaba sino este último vástago.

      Sus intereses se hallaban ubicados en Bahía, lo cual influyó poderosamente a trasladarse para la joven América con su querida esposa Débora, y cargar con la anciana Marquesa.

      Dispuso montar casa con esplendidez y tono aristocrático; y al cabo de algunos meses de tan feliz unión se instalaban y ofrecían su bella vivienda a lo más selecto de la sociedad de Bahía.

      Era una fresca tarde del mes de diciembre.

      La pareja matrimonial se paseaba por la azotea de la casa, cubierta de tiestos con flores y enredaderas, semejando a un pensil flotante babilónico.

      —¿No te parece, Adriano, que debemos iniciarnos en esta culta sociedad dando alguna reunión, un sarao, por ejemplo?

      Esto lo insinuaba Débora poniendo su linda mano sobre el hombro del marido y dejando inclinar muellemente la cabeza sobre la mano.

      —Muy bien pensado —contestó Adriano—. Algo había ya meditado sobre eso.

      Todo bien concertado se procedió al día siguiente a los arreglos del caso y a pasar las invitaciones.

      Ocho días más tarde tenía efecto el sarao, al cual concurrió lo más escogido entre las damas y la mejor parte de la juventud masculina, tanto los jóvenes casaderos como los casados, aún combatientes en el gran mundo.

      Entre estos descollaba el gallardo Felipe Latorre, medio poeta y músico, grande amigo de Adriano, y más enamorado de todas las mujeres cuanto que no se fijaba en ninguna, lo cual proporcionaba a ellas la ventaja de no hallarse jamás comprometidas en público con él. Cuando se le hacía algún cargo sobre su conducta contestaba con cierta ingenuidad que desde que él tenía mujer propia se había propuesto no ofenderla con ninguna preferencia marcada, y que gustando por inclinación del bello sexo no podía prescindir de rendirle el culto de su adoración. Tenía un amigo, un ser muy raro, un contraste vivo en carácter, costumbres e ideas; pero a pesar de todo amigos por muy estrechas relaciones llevadas sin alteración por largos años. Su nombre era Alberto de Cassard, y era de origen francés, de una antigua familia de Perpiñán. Así como Latorre era alegre, Alberto taciturno; el uno enamorado y el otro casi un beato; aquel de ideas atrevidas y emprendedor en todo, este encerrado siempre en un círculo de reservas concentradas en sí mismas. Quizás tanto contraste les unía.

      Ambos concurrieron al sarao.

      Aquella fue una noche de triunfos para nuestra bella heroína. Voluptuosamente arrellanada en una butaca de rico damasco artísticamente adaptado a los cortes y molduras del palisandro, extendía y cruzaba sobre un pequeño escabel los delgados y aristocráticos pies, calzados con zapato blanco de seda, de corte tan bajo que dibujaban perfectamente la natural forma, cubierta con finísima seda color de naranja. La flotante falda del rico traje, del mismo color, caída hacia su izquierda, dejaba casi al descubierto la mitad de la parte baja de la pierna derecha, modelándose bajo la presión de la suave tela de groh el resto de su forma de estatuaria, en sus más delicadas y voluptuosas líneas.

      Un pequeño ramillete de violetas servía en sus manos para el disimulo, ya dirigiendo la vista a él, ora llevándolo a aspirar el penetrante aroma. Su cabeza, admirablemente peinada, se movía con el vaivén de la gracia y el encanto de la inocencia, de derecha a izquierda, llevando sobre los interlocutores los efluvios de sus brillantes pupilas, la evaporación del exuberante seno, medio descubierto, blanco y rosa, lleno y ebúrneo, y movible en un oleaje constante como la superficie del mar. Su hálito, perfumado y cálido, exhalaciones de átomos ardientes, bañaba sus contornos de tenue y sutil vapor; y las palabras, lánguidamente vertidas, salían de sus rojos labios como dardos encendidos.


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