Débora. Tomás Michelena
que se derramaba sobre su alterada faz como un baño de apacible calma.
¡Sí, es necesario!, murmuraba entre dientes, es necesario tener calma, o por lo menos aparentarla: meditar, ser hombre, que en estos momentos supremos de la vida debe uno reunir todas sus fuerzas, elegir las mejores… y obrar con cautela… ser sagaz… ser como el tigre para aprovechar mejor.
¡Sí!, aprovechar aquel aviso infame —que tengo que agradecer— y con él este descubrimiento horrible… ¡que es ya la maldición de mi vida!
¡Después!... ¡después de la astucia, la venganza!... El castigo, mejor dicho… ¡Terrible!... ¡Sin ruido, sin aparato… con calma, con mucha calma!... ¡Ah!
Llegó a su casa y penetró hasta dos pasos frente a Débora, sonriendo, y como si no llevara a la muerte en el alma.
—Tus encargos están hechos y vendrán ahora mismo. Madame Colliet ha tomado gran interés por ti, me ha dicho que como una excepción debida a la compradora más asidua y elegante de su establecimiento.
—Gracias, Adriano.
De Soussa pretextó una ocupación y se retiró a su gabinete. Allí las contenidas lágrimas que todo hombre guarda hasta el supremo instante de los grandes dolores brotaron de sus ojos copiosamente, mas cesaron pronto de correr secadas por la encendida ira que se elevaba de su pecho como ardiente lava.
Un suave golpe dado a la puerta del gabinete hizo volver su rostro a la compostura aparente.
—¿Quién?
—Ricardo —contestó la voz del negrito.
Dio De Soussa vuelta a la llave y Ricardo penetró en el gabinete llevando a cuestas un gran cesto, donde cuidadosamente colocado iba el traje de la señora.
—Llevarás eso a tu ama; y si te preguntan por la carta dile que la llevaste al buzón, no que yo te la quité para llevarla yo, ¿comprendes? Mañana le diré yo la verdad, lo cual no tendría gracia alguna si tú faltaras a mi encargo hoy.
—Comprendo. El señor será obedecido.
El negrito decía que comprendía, sin darse cuenta; pero obedecía, que era lo que convenía a Adriano.
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