Débora. Tomás Michelena
venía observando desde el principio los movimientos de las dos fuerzas, y ya en el instante del choque se separó un tanto de la mesa, e inclinándose para ver lo que ocurría, preguntó con la mayor naturalidad:
—¿Qué buscáis?
Las manos aún inmediatas se retiraron rápidamente hacia el exterior.
Latorre, con su sangre fría habitual, contestó:
—Señora, la amistad juraba de nuevo sobre sus altares.
—Sí —agregó Alberto—, nuestras manos, guiadas por un impulso igual, se encuentran siempre.
—¿Aunque no se busquen con intención? —preguntó Débora sonriéndose irónicamente.
—Cuando algo nos estorba en público buscamos el misterio… y en cuanto a la intención, siempre existe —dijo Latorre.
—¿Y son vuestras manos únicamente las que con cariño se solicitan? —replicó ella con malicia.
—¿Y qué más? —preguntó Alberto algo contrariado.
—Supongo que vuestros pies también, pues hace mucho rato que noto que ellos tropiezan allá abajo, de tal suerte que temo que el pobre ruedo de mi traje haya sufrido algo por causa de vuestros arranques de… amistad.
Latorre lanzó una contenida carcajada. Alberto se atufó los mostachos con mal humor; y al salir de aquella casa, lleno de enojo e increpando a Latorre, le dijo deteniéndole:
—Habéis encendido una llama devoradora en mi alma.
—¡Qué!... ¿Acaso estáis enamorado de mí también?
—¡Burlaos cuanto queráis!... pero tened entendido que la llama de que hablo es de odio. Habéis coronado vuestra obra con la burla; os prevengo que la sabré contestar.
—Sí, devoradora, tenéis razón: pero por lo mismo que la calificáis así confesáis que esa llama no la he encendido yo; ahora, en cuanto a la burla debéis suponer que ambos fuimos burlados. En definitiva, querido, vos tomáis las cosas de una manera perversa; haced lo que se os antoje, que por mi parte me basta con saber ya a qué atenerme respecto de vos.
Así se separaron aquellos dos hombres tan unidos hasta entonces.
V
Dos meses más tarde hallábanse De Soussa y su esposa en la alcoba de aquel, en afable conversación, cuando le fue entregada una carta llegada por el correo.
De Soussa la abrió indiferentemente; mas al comenzar a leerla la sorpresa se pintó en su semblante.
Decía así:
“El próximo jueves a las doce de la noche ocurrirá algo muy grave en vuestra casa. Se atienen a vuestra ausencia en el sarao que dará esa noche el Gobernador. Si vuestra mujer os acompaña habrá diferimiento”.
¿Qué significa todo esto?, se pregunta meditabundo; luego, guardando la carta anónima en el bolsillo de la bata, se dijo: hay tiempo para averiguar, y en todo caso, Débora en esa noche me dará una explicación, puesto que se le menciona en el anónimo de una manera sospechosa.
Esta había notado la extraña expresión de la fisonomía de su esposo, pero se hizo la desentendida meciéndose en la hamaca donde se hallaba reclinada.
De Soussa le preguntó:
—¿Estás preparada convenientemente para el baile del Gobernador?
—Sí, solo me hace falta el traje que encargué, que aún no me lo han enviado, pero me han prometido que lo tendré a tiempo. Son tan numerosos los encargos de trajes, que las modistas no darán cumplimiento sino muy tarde, y temo por el mío.
—Pero hay tiempo de sobra de hoy a mañana hasta las doce de la noche —y fijó la mirada con intención en Débora.
Ella no se turbó; comprendió al vuelo que algo inusitado cruzaba por la mente de su marido. Quizás aquello tenía que hacer con la carta recién abierta y leída con tanta sorpresa. Con la mayor naturalidad e insinuante expresión le dijo:
—Quisiera que te tomaras la molestia de apurar a la modista, pues no me sería grato presentarme tarde en los salones del Gobernador, y mal vestida. Vamos, ¿me harías el favor de pasar por casa de Madame Colliet, y preguntar por mi traje?
—Con mucho gusto —y dirigiéndose a su guardarropa cambió de traje, en tanto que Débora se retiraba de la alcoba.
No habían dejado de resonar los pasos del marido en la galería exterior, cuando Débora volvió sobre los suyos, fue hacia el guardarropa, tomó de él la bata y sacó del bolsillo la carta; la leyó rápidamente y la colocó enseguida en el mismo sitio.
¿Quién ha podido ser el autor de esta denuncia infame?, exclamó pensativa. De pronto, dándose una palmada en la frente, murmuró: ¡ningún otro que Alberto!... ¡Los celos, el despecho, ese furor espantoso que le domina, y que viene dándome cuidado ya, lo han impulsado! Su amistad por Felipe se ha trocado en odio. El beato se ha convertido en fiera… pero… es indudable… oyó las últimas palabras que crucé con Latorre en el paseo de ayer… quizás oyó también y vio algo más… ¡Ah!... ¡Qué imprudente he sido en conceder a Felipe una cita!… Y todo por causa de Alberto, por sus persecuciones… Y es por eso que me dijo ayer al estrechar nerviosamente mi mano: si llegáis a amar algún día a otro que a mí, ¡ay de vos y de él!... y no me dejó siquiera tiempo para contestarle… ¡Insolente!... Sí, él ha sido… y bien, ¿qué partido tomar?... Le avisaré a Latorre para que no venga, librándome al mismo tiempo de ese compromiso a que accedí en un momento de debilidad. No iré al baile; quedará así Alberto burlado y mi marido satisfecho… Sí, este es el mejor plan… ¡Oh!... Daré gracias a ese infame por haberme proporcionado un verdadero servicio. Voy a poner en práctica inmediatamente mi plan.
Se dirigió a un pupitre y escribió rápidamente una esquela concebida en los siguientes términos:
“Todo descubierto. No debéis venir mañana. Hablaremos. No iré al baile porque así conviene”.
Sonó un timbre, y se presentó un negrito vestido con una especie de librea.
—Lleva esta carta al buzón.
Decía en el sobre escrito:
Seor de Albufera y Vasco de Coreira; clave convenida para aquella correspondencia que hacía poco tiempo comenzara.
De Soussa regresaba a su casa cuando encontró, al cruzar una esquina, al pequeño lacayo.
—¿Vas ocupado? —le preguntó.
—Llevo una carta al buzón.
En circunstancias normales habría seguido su curso natural aquel hecho sin significación aparente; mas en el estado de preocupación de ánimo en que se encontraba De Soussa, el incidente se presentaba con su valor ocasional. Sin antecedentes era sencillo, no tenía por qué llamar la atención, pero las actuales apariencias le daban un carácter que merecía una pesquisa.
—¿Quién te ha dado la carta?
—La señora.
—¿Y para quién?
—No lo sé, ahí lo dice —y sacó la carta del bolsillo.
—Dámela, que yo la echaré al buzón; y ve tú al almacén de modas de Madame Colliet y dile que vas por el traje de la señora. Oye, antes de entregar a la señora lo que vas a buscar irás a mi gabinete, donde te espero.
De Soussa vio alejarse al lacayo, hundido en profundos pensamientos; y dábale vueltas a la carta entre las manos como tratando de descifrar el enigma de la dirección. Quizás le detenía algún resto de respeto hacia el secreto de toda correspondencia privada. Al fin, resuelto a violarla, dirigió la vista a todos lados, y rompió el sobre.
¡La explicación del anónimo, la clave del enigma, el secreto espantoso de su deshonor estaba allí ante sus ojos!
No había