Débora. Tomás Michelena

Débora - Tomás Michelena


Скачать книгу
vuestras convidadas: no hay aquí una sola mujer que no sea bella, corte digna de una reina.

      —Lástima que yo no lo sea —contestó sonriendo; y dirigiéndose a Latorre—: ¡atended que pueden oíros!... ¡Sois muy imprudente!

      —Precisamente —continuó Alberto—: sois la reina de la hermosura, y por eso os rodeáis tan bien.

      —Seriamente... ¿Os parezco hermosa?

      —Quiero bailar con vos, siquiera para sentiros cerca… en mis brazos… deciros al oído en medio del vértigo de un vals terrible que os… a…

      —¡Callaos, Felipe! —exclamó ella cortando la conclusión de la frase; y girando su hermosa cabeza hacia Alberto—: ¿no me contestáis? —le dijo.

      —Me habéis hecho una pregunta que me ha robado la mitad de mis fuerzas —respondió este.

      —¿Por qué?... ¿Seréis tan débil así, o no os atrevéis a ser franco?

      —Yo sí lo soy —dijo Latorre precipitadamente.

      —¡Ya lo sé demasiado!... bailaremos.

      —Deciros que sois hermosa… no basta —comenzó Alberto—; deciros que sois la reina de la belleza, no me satisface, necesito deciros más, desahogar el corazón… y…

      —¿Vais a decirme que me amáis? —le interrumpió Débora, riéndose.

      Latorre, que con el oído atento y la mirada fija seguía el curso de la conversación y los movimientos de la fisonomía de Débora, cogió al vuelo, casi íntegra, la última frase, y le dijo:

      —¿Queréis que él os ame? ¿Me desdeñáis?... ¡Inmoladme pues!... y por un beato… ¡Me voy de aquí!

      —¡Callad, loco! Venid a bailar ese terrible vals que deseáis.

      —¡Os amo! ¡Sí! —murmuró Alberto muy paso, en el instante en que Débora se ponía de pie.

      —Voy a bailar —le contestó ella, entregándole su ramillete; y agregó sonriendo—: aspirad el aroma de las violetas, que son mis flores favoritas.

      Alberto tenía en aquel momento algo de la expresión del tigre en su rostro, y sus ojos parecían dos ascuas.

      —¡Por fin! —exclamó Latorre—. Voy a experimentar los más deliciosos tormentos.

      —Pues si es así no bailemos, porque no me place causar daño a ninguno —replicó Débora, colocando su torneado y desnudo brazo sobre el hombro de Latorre.

      —Entonces ellos serían mayores.

      —¿Y qué hacer para evitaros el mal?

      —¡Decirme!

      —¿Qué?

      Habían comenzado el vals.

      —Decirme… —repitió Latorre—¡Te amo!, y no solo decirlo sino sentirlo… y dejar al amor que rinda cuenta de nuestra vida.

      Alberto, entre tanto, en el extremo del salón, aspiraba arrobado la perfumada exhalación del ramillete, y seguía con anhelante mirada el torbellino del vals. Débora, con la cabeza inclinada sobre el hombro de Latorre, y casi adherido su bello cuerpo al de él, seguía el rápido compás bañando con su alterado aliento el cuello y garganta del parejo. Este dijo a su oído, rozando con sus mostachos la transparente y suave mejilla, encendida al calor del movimiento.

      —Contestadme… ¿me amáis?

      —¡No seáis imprudente… podrían oíros! —respondió ella con voz apagada.

      —Si es por eso no lo temáis… mi oído solo lo oirá, recogerá esa dulcísima palabra para llevarla al corazón, que impaciente la espera.

      Ella guardó silencio; su aliento era más fuerte.

      —Insisto… decídmelo al oído, decid: ¡os amo!

      —¿Para qué?

      Latorre la estrechó con fuerza, y le dijo:

      —¡Oh!... No me contestéis así, decid por lo menos que consentís en dejaros amar por mí.

      —No me apretéis tanto, que… me descomponéis el traje.

      —¡Cómo!... ¿Suponéis que yo pueda en este instante ocuparme de alguna manera de vuestro traje?

      —Pues yo sí me ocupo.

      —Por indiferencia hacia mis palabras.

      —Nada tiene que hacer una cosa con otra, cuido mi traje y os oigo.

      —Responded, pues, a mi pregunta: ¿consentís en que os ame?

      —¿Qué he de hacer?... ¡Amadme como queráis!

      —¿Y vos?

      Pasaban cerca de Alberto; ella no contestó.

      —¡Os voy a dar un beso! —dijo audazmente Latorre.

      —¡Cuidado!

      El atrevido parejo se inclinó un tanto e imprimió levemente sus labios sobre la frente de Débora.

      En el mismo instante se sintió detenido por un brazo. Una mano de acero le apretaba como si fueran unas tenazas. Débora se alejaba y caía sobre un sillón. Alberto estaba frente a Latorre, terrible de soberbia.

      —¡Insolente!

      —Suelta, y no seas necio y escandaloso.

      —¡Vamos afuera, que aquí no podría contenerme!

      —Vamos… hidalgo de la Mancha —contestó con zumba Latorre.

      De Soussa entraba en ese momento en el salón.

      —¡Venid!, que os busco hace rato —dijo dirigiéndose al encuentro de los dos amigos—; venid a tomar conmigo una copa de champaña.

      Ambos le siguieron en silencio.

      Alberto, con el semblante ceñudo, levantó su copa y dijo:

      —Brindo por el sagrado vínculo de la amistad —y mirando intensamente a Latorre—: porque el primero de los tres que lo hiera, que pretenda de alguna manera romper ese lazo íntimo y precioso, sea castigado por mano de los otros dos.

      —¡Muy bien! —exclamó De Soussa.

      —No. Falta algo —replicó Latorre—: porque el brazo vengador no vaya impulsado por la pasión.

      —¡Bravo! —dijo De Soussa—, y falto yo: por los tres en uno, unión en que nos sirve de ejemplo la divinidad.

      —No. Por cuatro, soy pagana —exclamó una voz argentina, desde la puerta.

      Era Débora.

      —Os dejo con mi mujer —dijo De Soussa, y se alejó.

      Ella se dirigió hacia los dos amigos, que la contemplaban.

      —Oídme con atención —su voz era tranquila y la serenidad se dibujaba en su frente y resplandecía en la mirada—: los dos habéis sido, y debo suponer que lo sois aún, amigos íntimos, y decididos amigos de mi marido; ambos decís que un sentimiento afectuoso, más grave que el de la amistad, os impele hacia mí; yo estimo en alto grado el carácter de ambos, y deseo se conserve la armonía entre vosotros como la que debe continuar ligándonos a los cuatro. No permitiré jamás una injustificable desavenencia cuya causa pudiera ser yo; y así os ruego que os estrechéis las manos y, como señal de paz, de sincera alianza y concordia, yo posaré la mía sobre las vuestras. ¿Qué decís?

      Alberto titubeó. Latorre, siempre en calma y sonriendo, dijo:

      —Seamos como hasta el presente, Alberto, seamos leales a todos nuestros sentimientos; y de hoy en adelante seamos, como muy bien ha dicho Débora, cuatro en uno, tres en un lazo común, los hombres, y dos en todo momento— y lanzó una mirada a Débora, que la hizo sonreír—. Ahora nuestras


Скачать книгу