Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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—dijo Ritter— pero quiero aprovechar la ocasión para presentarte a Bruno Meyer, mi asistente.”

      “¿Debo suponer…?”

      “Exacto. Y no te dejes engañar por su juventud. Bruno es uno de los mejores abogados de Alemania.”

      “Encantado, doctor. Les voy a enseñar una cosa.”

      El gerente se perdió al otro lado del mostrador y Meyer se sintió en la obligación de ocupar el sitio que le correspondía.

      “¿Puedo decirle Hugo o tengo que decirle señor, jefe, capitán?”

      “Depende del lugar y las personas que nos acompañen. Lo dejo a tu criterio.”

      “Le agradezco mucho, capitán, la generosidad con que me ha tratado, pero la verdad es que me quedé en el tercer año de la facultad y estoy lejos de ser abogado para no hablar del mejor abogado de Alemania.”

      “Si no eres abogado estabas a punto de serlo y tarde o temprano te hubieras convertido en el mejor de Alemania. Bertolt, no lo creo. Ya se me había olvidado.”

      El gerente puso la fotografía entre los tarros de cerveza.

      “Veinte de noviembre de 1934, el día que nuestro inolvidable Ludwig cumplió cuarenta y ocho años. Lo menos que puedo hacer es celebrar la ocasión con otra fotografía.”

      Era su padre, sin duda, pero más impetuoso y gallardo que la imagen que había llevado en el recuerdo desde la noche que lo mataron. Ritter, su padre, dos agentes que había visto en la Kripo y cuatro mujeres que llevaban en la frente el sello inconfundible de las putas de Charlottenburg. La mesa estaba cubierta de serpentinas y los invitados a la fiesta llevaban unos gorros de cartón y habían alzado los tarros frente a la cámara.

      “Señores —dijo el gerente— Una sonrisa. Listo. Hoy mismo la mando revelar y se las entrego la próxima vez.”

      “Es una fecha memorable —dijo Ritter— tu primer día como agente de la Kripo, pero te aconsejo que no le enseñes la fotografía a tu madre. ¿Le dijiste que ibas a trabajar conmigo?”

      Meyer tuvo un momento de vacilación.

      “No.”

      “Excelente.”

      “¿Por qué?”

      “Porque me odia. Porque está convencida de que soy el embajador de satanás en Alemania, Hitler muy aparte, desde luego. Porque fui incapaz de salvar a tu padre, porque tiene la idea de que soy un hombre sin principios. Todos los seres humanos necesitamos una bestia negra y Hugo Ritter reúne las condiciones ideales para ser la bestia negra de Vera Meyer. Acábate la cerveza y dime quién mató a Emma Brandt.”

      Durante unos segundos se pusieron a circular por la Unter den Linden y al llegar a las inmediaciones del Spree vieron una hilera de camiones pintados de verde y negro que iban tapizados de suásticas, águilas nazis y carteles de propaganda: No te olvides de Versalles, decía uno, recuerda que los Sudetes están llenos de alemanes y le pertenecen a Alemania.

      “Van al Sportpalast —dijo Ritter— te apuesto lo que sea. Hitler está preparando una andanada contra Checoslovaquia y quiere dejar constancia de que está haciendo lo posible por evitar un conflicto armado. El tráfico se va a convertir en un infierno y antes de las cinco de la tarde el estadio se va a llenar hasta los faroles para que Leni Riefenstahl nos regale un nuevo documental para glorificar al jefe del Estado. ¿Qué opinas?”

      Meyer se puso en guardia.

      “Lo mismo que usted.”

      Ritter soltó una carcajada.

      “Haz de cuenta que estás hablando con tu padre. ¿Piensas que te voy a denunciar con la Gestapo? No seas absurdo. ¿Qué opinas?”

      “Hitler se apoderó de Austria violando los principios sagrados del Derecho internacional y lo mismo va a hacer con los Sudetes, que según ha dicho Goebbels le pertenecen a Alemania por razones históricas y demográficas. Lo que sigue es todavía más previsible. Antes de fin de año o a principios del año que viene la Wehrmacht se va a lanzar sobre el resto de Checoslovaquia y en menos de un parpadeo se va a desatar una guerra cien veces peor que la guerra anterior y Alemania va a terminar convertida en un desierto de ceniza. ¿Está seguro de que el departamento administrativo me va a conceder el grado de detective?”

      “Dalo por hecho.”

      Meyer observó las aguas tersas del Spree.

      “A Emma Brandt la mató un sicópata, un hombre que se encontró con ella en cualquier lugar y aprovechó la ocasión para saciar sus impulsos incontrolables. Lombroso lo hubiera identificado al primer vistazo.”

      “¿Quién?”

      “Cesare Lombroso, el criminólogo italiano que elaboró la tipología fisonómica de los delincuentes congénitos. Las tendencias criminales van inscritas en los genes de los individuos. Nacen delincuentes, se mueren delincuentes y lo más probable es que sus hijos y sus nietos corran la misma suerte. Otros juristas han rebatido la teoría diciendo que los factores culturales y sociales son tan relevantes como los factores genéticos.”

      “¿Sabes por qué no registré el departamento? Porque hubiera sido inútil. El hombre que mató a Emma Brandt no dejó ningún rastro ni necesitó huir por la escalera de servicio. Entró con toda naturalidad, se cogió a la mujer, la acuchilló y luego se dio un baño y se fue a su casa.”

      “Las vecinas dicen que no vieron a nadie.”

      “No vieron a nadie porque lo ven todos los días. El asesino, diga lo que diga el señor Lombrini…”

      “Lombroso.”

      “Como sea. No vieron a nadie porque es el hijo o el marido de alguna de las cacatúas. No temían que sospecharas de su lealtad con el partido sino que fueras a pensar que el asesino vive en el edificio. Alguna de ellas, o alguna otra vecina que no dio la cara, está convencida de que su hijo o su marido se estaba cogiendo a Emma Brandt y ha pasado las últimas horas sumida en el pánico.”

      Ritter estacionó el automóvil en el patio de la Kripo y llevó a Meyer al interior del edificio.

      “Las huellas del homicidio no están dibujadas en el rostro del asesino sino en el rostro de su madre o de su esposa. La próxima vez que vayamos al lugar de los hechos voy a interrogar a las cacatúas y te vas a quedar atónito de lo que van a decir cuando les pida información sobre las costumbres, los horarios y las aficiones de los hombres de la casa. No tienes perdón de Dios, Ditmar. Un poco más y la destazas con un hacha.”

      “Como te dije —respondió el forense, que llevaba un guardapolvo cubierto de sangre— la mataron a las once de la noche y se la cogieron por adelante y por atrás con la colaboración de la víctima.”

      Emma Brandt, que en su casa tenía la apariencia de una virgen sacrificada, se había convertido en un amasijo de vísceras arrancadas y huesos aserrados sin orden ni concierto. Tenía el cerebro expuesto y la frente y la nariz plegadas sobre la boca, pero le perturbó más la silueta lívida de los senos, que unas horas antes le produjeron un asomo de lujuria y se habían convertido en dos frutas aplastadas con una plancha de cerrajero.

      “Ditmar, por favor, mándame el reporte a la guardia de agentes y deja en paz a la pobre mujer. Ya pasó, Bruno, no te quiebres de nuevo o voy a pensar que me equivoqué la mañana en que te saqué del archivo. Emma Brandt no está sintiendo nada y se murió en medio de un orgasmo trepidante.”

      Meyer descubrió que lo más repulsivo no era el cuerpo desollado sino el olor de formol y carne podrida que lo fue siguiendo al salir del anfiteatro y le produjo un acceso de náusea antes de llegar al garrafón de agua que se encontraba en el extremo del pasillo.

      “Capitán…”

      “Estamos solos. Puedes decirme Hugo.”

      “No tengo estómago para servirle de asistente, le ruego que me perdone. Sus


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