Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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de que disfruta mucho su trabajo y que no está buscando las claves del homicidio sino el alma de Emma Brandt. No seas ingenuo. ¿Cómo se te ocurre decirme que en un par de años vas a volver a la Facultad de Derecho? En un par de años no va a quedar piedra sobre piedra y Alemania se va a convertir en un desierto de ceniza. Me lo acabas de decir y estoy de acuerdo. Vamos bajando.”

      Ritter encendió el motor del automóvil.

      “No te engañes, Bruno. Hay un mundo de lugares donde hubieras podido encontrar trabajo y elegiste ingresar a la Kripo. ¿Sabes por qué?”

      “Ya se lo dije.”

      “Dime la verdad.”

      “Me rechazaron en todas partes. La proximidad de la guerra está asfixiando la economía y no hay vacantes en ningún lado.”

      Ritter atravesó la Puerta de Brandeburgo y al llegar a la Kurfürstendamm señaló el paisaje abigarrado del norte de la ciudad.

      “Vamos a visitar a un hombre muy interesante. Un aliado de la Kripo. Llegó a Alemania con los bolsillos vacíos y se ha convertido en una de las gentes más adineradas del país. Trata de mirar en el fondo de ti mismo y confiesa que no entraste a la Kripo porque no había vacantes en ningún lado, sino para seguir los pasos de tu padre y demostrarle que eres el más digno de sus hijos. Ya llegamos. Tira el cigarro y recoge el maletín.”

      4

      La Newtonstrasse era larga y estrecha y tenía la atmósfera señorial de los barrios aristocráticos de Berlín, pero Meyer no acertó a descubrir que estaban en una de las zonas más exclusivas de Steglitz hasta que distinguió en la distancia las cúpulas anaranjadas de San Bonifacio.

      La casa estaba difuminada bajo una selva de árboles exuberantes y tenía una infinidad de balcones enrejados y un jardín frontal con una fuente de mármol y una terraza inundada de begonias. Había dos coches frente a la puerta principal y un grupo de hombres vestidos de traje y corbata apoyados sobre una verja interminable que estaba llena de flores de bronce.

      “Marco, Bettino, Alessandro. Un placer. Bruno, saluda a los muchachos. Jóvenes, les presento a Bruno Meyer, mi nuevo asistente.”

      Los hombres se acercaron para saludar a Meyer y abrieron el portón de la casa.

      “Un minuto —dijo Alessandro— el jefe está despidiendo a unos invitados.”

      Ritter señaló las columnas romanas y los cuadros que adornaban la galería.

      “¿Qué te parece?”

      “Espléndido” dijo Meyer.

      “Se llama Vittorio Galeotti y es una pieza fundamental de la maquinaria de la Kripo. Lo saludas, dejas el maletín junto al sofá y me esperas en el coche.”

      “¡Hugo, por favor, no me digas que no les han ofrecido nada!”

      Ritter abrió los brazos para estrechar a un hombre corpulento y risueño que iba vestido con un batín de seda y una camisa de lino. No tenía menos de sesenta años, pero irradiaba confianza y energía y las líneas cinceladas de su rostro le daban la solidez de una estatua de piedra.

      “¿El hijo de Ludwig Meyer? —sonrió Galeotti— No puedo creerlo. El día que sepultaron a tu padre mandé una tonelada de gladiolas y ordené que oficiaran una misa en Santa Catalina de Siena. Te estaría mintiendo si te digo que te pareces a él. Ludwig tenía espaldas de estibador y ojos de lince. Tú, en cambio, pareces seminarista, intelectual, cualquier cosa menos policía. Dame un abrazo.”

      Una muchacha de delantal y cofia negra dejó una charola sobre la mesa de mármol.

      “Vodka —dijo Galeotti— ginebra, amaretto. Lo que gusten.”

      Meyer observó los gobelinos, los candiles y las frondas del jardín más hermoso que había visto en su vida y sintió que estaba en otro mundo.

      “Vittorio —dijo Ritter— Bruno entró con el propósito exclusivo de conocerte. Despídete del señor y espérame en el coche.”

      “De ninguna manera —exclamó Galeotti— el hijo de Ludwig Meyer puede quedarse donde está y oír lo que vamos a hablar. De otra forma no lo hubieras traído. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho?”

      “Veinte.”

      Galeotti lo miró con nostalgia.

      “Los mismos que tenía yo cuando llegué a Hamburgo para trabajar en los muelles. No he olvidado un rostro, una voz, una sola mujer de todas las que me cogí cuando tenía veinte años. Un tesoro, Bruno, aprovéchalo. El día menos pensado vas a descubrir que te hiciste viejo sin darte cuenta.”

      “Los reportes, Vittorio…” dijo Ritter.

      “Los reportes, Hugo, siguen llegando con regularidad, pero tengo noticias de que Leclerc, O’Banion y los rumanos se están pasando de la raya en Bremen y en Dortmund y el pacto está por derrumbarse si no los obligan a respetar los acuerdos del año pasado.”

      Galeotti encendió un puro.

      “Las cosas se van a poner peor si Hitler se apropia de los Sudetes. Bruno, muchacho. ¿Tú crees que Hitler se va a apropiar de los Sudetes?”

      “Sin duda” respondió Meyer, que durante los últimos minutos se había dedicado a observar los cuadros de la galería: Picasso, Kandinsky, seis dibujos de Modigliani y una escultura de Calder que se encontraba rodeada por un seto de gardenias y tulipanes.

      “¿Nada más?”

      “Me temo que a fines de año o principios del año entrante se va a lanzar sobre el resto de Checoslovaquia y sobre Polonia.”

      “¿Y luego?”

      “La guerra.”

      “Exacto —dijo Galeotti— la guerra. ¿Te imaginas, Hugo, lo que va a pasar con nuestros convenios de paz cuando Europa se encuentre envuelta en un conflicto armado? Es necesario que hables con el general Scheller y lo pongas al corriente de lo que están haciendo los franceses y los rumanos. La semana pasada trataron de abrir seis casas de juego en Teltow y diez burdeles en Pankow y están multiplicando su presencia en las ventanillas de empeño y la venta de protección. No quedamos en eso.”

      Galeotti miró a Ritter con dureza.

      “Habla también con Hoffmann y Kasper. Llevamos operando juntos más de dos años y es el momento de fortalecer el pacto. Bruno tiene razón. El año entrante nos vamos a enfrentar a una situación explosiva y es urgente que sentemos las bases de un entendimiento que nos permita vivir en paz en medio de la guerra. De otra manera, lamento decirlo, no tendré más opción que desenterrar las hachas y defenderme sin ayuda de ustedes.”

      Galeotti oprimió un timbre.

      “Salvatore —dijo Galeotti— el maletín. Rápido, porque los señores tienen cosas importantes que hacer. ¿Otro vodka?”

      Durante unos minutos se quedaron hablando de política y de una película de Marlene Dietrich que Meyer y Ritter no habían visto.

      “Damasco. No se la pierdan. Salvatore, acompaña a los señores.”

      El ayudante dejó el maletín sobre la mesa y Ritter le ordenó a Meyer que lo recogiera.

      “Recuerda lo que te dije, Hugo. No pienso entrar en un campeonato de estira y afloja con los franceses y los rumanos. Lo arreglan ustedes o lo arreglamos nosotros. Damasco, Bruno, no dejes de verla. Fascinante. Te aseguro que nos vamos a hacer amigos.”

      Al llegar al portón de la casa Ritter bajó la voz.

      “Despídete de mano de los hombres de Galeotti y diles que estás feliz de haberlos conocido. Esta gente aprecia mucho los detalles personales.”

      El maletín, que no pesaba nada cuando entró a la casa, se convirtió en una piedra en el momento en que volvió a levantarlo y Meyer lo dejó en el asiento posterior del automóvil con la certidumbre de haber participado en forma involuntaria en una


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