Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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que estaba demacrada y ojerosa, tomó un sorbo de vodka.

      “Te recuerdo que no pediste mi opinión para ingresar a la Kripo y que hubiera preferido que estuvieras trabajando en un bufete.”

      “Sería lo mismo. Yo estaría trabajando para mantener a mi familia mientras mi familia se dedica a trabajar para Hitler, lo que significa que en forma indirecta estaría trabajando para Hitler. No lo voy a permitir.”

      “La Kripo —dijo Walther— es un organismo del gobierno y de una manera o de otra estás bajo el mando del jefe del Estado.”

      “¡Basta! —gritó Meyer— A partir de hoy quedan en libertad para hacer lo que les dé la gana. No tengo huevos…”

      “¡Bruno! —exclamó Vera Meyer— no hay necesidad de que seas tan vulgar.”

      “No tengo huevos —siguió Meyer— para quitarles el pan de la boca, pero tampoco estoy obligado a vivir con ustedes. A partir de mañana es como si Ludwig Meyer se hubiera muerto por segunda vez.”

      La primera semana de abril hubo una racha de asaltos a mano armada en los alrededores de Tempelhof y las zonas comerciales de Spandau, y Ritter decidió que volvieran a Grunewald para efectuar una sesión de entrenamiento.

      “No sería difícil que pases el resto de tu vida en la Kripo y jamás te veas obligado a usar la pistola. Pero no puedo garantizar nada.”

      Ritter le pidió que hiciera fuego a discreción, a izquierda, a derecha, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo y luego sacó del automóvil diez botellas de Münchner, las alineó sobre un muro de piedra y le dijo que tratara de pegarles a cinco y diez metros de distancia. Meyer acertó cuatro veces de cerca y dos veces de lejos y Ritter se encargó del resto de las botellas con una andanada de disparos certeros.

      Al salir del bosque fueron a un edificio de la Birkenstrasse para interrogar a un testigo de un homicidio que había sido perpetrado el año anterior, pero el testigo había salido de viaje y Ritter le ordenó al conserje que le hablara a la Kripo dos minutos después de que regresara. Comieron cerca de ahí, en un restorán italiano de la sección más populosa de Teltow, donde Ritter pidió la comida sin consultar el menú.

      “Hace quince años, en este mismo lugar, tu padre y yo firmamos un pacto de sangre. El nacionalsocialismo había empezado a hacerse fuerte en muchas ciudades de Alemania y era evidente que el país se estaba acercando a un estado de agitación que iba a poner en crisis el orden establecido. Lo más importante era mantenernos fieles a la hermandad que iniciamos en las trincheras de Verdún. No fue sencillo, pero lo conseguimos. Hermanos desde el primer hasta el último día. Te propongo que tú y yo refrendemos el pacto y que no vuelvas a poner en tela de juicio ninguna de mis decisiones. Créeme, todo será por tu bien.”

      Ritter le entregó un sobre azul.

      Meyer lo abrió y encontró la credencial que lo identificaba como el agente 2840 de la Kripo.

      “¿Dónde está la credencial de tu padre?”

      “Aquí” dijo Meyer, y se llevó la mano al pecho.

      “A partir de hoy serás el único agente que lleve en el bolsillo dos credenciales. La tuya te identifica como integrante de una de las policías más agresivas del mundo. La otra es un talismán, y te identifica como hijo de uno de los detectives más audaces que tuvo la corporación.”

      Mientras recorrían las calles de Teltow, Ritter le informó que el subdirector había firmado su nombramiento la noche anterior y que sólo faltaba que acudiera al departamento administrativo para recoger los papeles.

      “Vas a ganar trescientos marcos. No está mal, pero no representan mayor cosa frente a los ingresos que recibirás por los servicios que la Kripo le está prestando a los hombres del Bristol.”

      “Capitán…”

      “Dime Hugo.”

      “Le agradezco el apoyo y la confianza. Le juro que lo voy a auxiliar hasta el extremo de mis posibilidades.”

      Al día siguiente, al salir de la Kripo, alquiló un departamento amueblado que se encontraba en la Gutenbergstrasse, en el tercer piso de un edificio antiguo y bien conservado donde se sintió como en su casa desde el primer momento. El jueves, mientras los gemelos estaban en el liceo y su madre en el mercado, guardó su ropa y sus libros en dos maletas desvencijadas, se despidió de su habitación con una mirada nostálgica y tomó un taxi que en menos de veinte minutos lo dejó en su nuevo domicilio.

      Durante el fin de semana se dedicó a comprar acuarelas, ropa de cama y una vajilla y jamás se sintió tan seguro de sí mismo como el domingo en que se despertó en la Gutenbergstrasse y descubrió que la Kripo le había devuelto con una mano lo que le había quitado con la otra. Se levantaba con los primeros rayos de sol, animado por una energía desconocida, al grado que sus amagos de angustia empezaron a atenuarse a medida que se multiplicaban sus obligaciones en la guardia de agentes.

      “Vamos saliendo —le dijo Ritter una mañana— acaban de matar a otra infeliz.”

      Al atravesar la Kurfürstendamm y Alexanderplatz el tráfico se aligeró de golpe y no tardaron mucho en llegar al edificio decrépito donde se encontraba la escena del crimen. La entrada estaba llena de orpos y vecinos demudados y Ritter se detuvo unos segundos para recibir el reporte preliminar.

      “Lo de siempre. Nadie vio nada ni sabe un culo de nada.”

      El vestíbulo se encontraba desierto, lo mismo que la escalera, pero el aire se había llenado con la atmósfera enrarecida que solía envenenar los lugares donde la muerte acaba de hacer una visita inesperada.

      “Tú primero —dijo Ritter— igual que la vez pasada. Sobre la marcha aprende el burro y los detectives también.”

      Meyer atravesó la sala, que estaba llena de flores artificiales y muebles raídos, llegó al fondo del pasillo y abrió la segunda puerta con un pañuelo. La habitación tenía la sobriedad de una celda monacal y en todas partes se advertían los signos de la vida que se había interrumpido de golpe: un radio, dos sillas, un tapete de lana, un puñado de fotografías.

      “Soltera, treinta años, ocupación desconocida. Se llamaba Gertrud Frei” dijo el orpo que los había recibido.

      “Tengo la impresión de que fue el mismo individuo que mató a Emma Brandt.”

      La mujer estaba desnuda y parecía estar flotando en una nube de sábanas ensangrentadas. Tenía el rostro ladeado hacia la derecha y una herida de seis centímetros en el cuello, pero la habitación estaba en orden y en apariencia no se habían robado nada.

      El forense, que entró sin saludar, le dio la razón a Meyer.

      “Es el mismo tipo, sin duda. La voy a abrir, pero el reporte será idéntico al caso anterior.”

      La única diferencia, pensó Meyer, era que Emma Brandt se había muerto con los ojos abiertos, mientras que Gertrud Frei parecía estar dormida.

      “Ulrich —dijo el forense— una serie de fotografías y nos vemos a las seis de la tarde.”

      Ritter llamó al orpo con un grito destemplado.

      “Cuando llegue el juez instructor le dices que no tuve tiempo de esperarlo, que haga lo que tiene que hacer y me llame a la oficina.”

      Los vecinos, que se habían congregado en la puerta del edificio, se identificaron con sus credenciales del partido y Ritter los llevó al vestíbulo para interrogarlos.

      “Guarden las malditas credenciales para el día que los visite la Gestapo. A la Kripo no podría interesarle menos si pertenecen a la iglesia de Hitler o a la iglesia de Stalin. Estoy seguro de que ninguno de ustedes me va a decir la verdad. ¿Quién encontró el cadáver?”

      Fue un interrogatorio breve. Ritter hizo las preguntas y Meyer fue anotando las respuestas en su libreta de campo mientras los vecinos se arrebataban la palabra para hacer el elogio de la difunta y mostrarse indignados por lo que le había sucedido.


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