Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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paso entre los orpos y las SS enseñando su credencial a izquierda y derecha. Olía a sudor y ropa vieja y durante unos minutos se dedicó a caminar a lo largo de los andenes, hasta que los ferrocarriles empezaron a moverse con un estrépito de fierro y chorros de vapor y vio que todas las plataformas estaban llenas de letreros: Dachau, Sachsenhausen, Buchenwald, Ravensbrück.

      La Gutenbergstrasse, a donde llegó media hora después, estaba sumida en la penumbra y no había ningún rastro de la ropa y las valijas que los judíos habían llevado a lo largo de la banqueta para subirlas a los camiones. Antes de entrar al edificio se dirigió al bote de basura, buscó la botella de sake y se la metió en el bolsillo de la gabardina.

      Meyer dejó la credencial y la Luger en la mesa de la entrada, se dejó caer en el sofá y se puso a beber un sorbo tras otro hasta que empezó a flotar en una nube de vapor que no hizo más que agravar el sentimiento de culpa que había experimentado en los andenes de Anhalter. ¿Quién soy, dónde estoy, qué mierdas está ocurriendo en Alemania? Un poco después de la una se metió a la cama temblando de zozobra y antes de apagar la luz se dio cuenta de que estaba condenado por el resto de su vida a llevar sobre la espalda el cadáver de Mircea Antonescu.

      6

      A mediados de junio se produjo un homicidio idéntico a los dos anteriores y unos días después mataron con la misma saña a una mujer de treinta años y a una muchacha de veinticinco que tenían características similares a las víctimas iniciales: solteras, solitarias, sin familia conocida ni relaciones estables.

      “¿Cómo se llamaban las primeras dos?” preguntó Ritter.

      “Emma Brandt y Gertrud Frei. La tercera se llamaba Anke Gottlieb, la cuarta Birgit Klein y esta…”

      “Kornelia Dobler —dijo Ritter— nos lo acaba de decir el orpo. Tengo mala memoria pero todavía no me vuelvo senil.”

      La mujer, como las otras cuatro, se había quedado sumergida en una nube de sábanas ensangrentadas y Meyer pensó que eran cinco versiones del mismo cuadro pintadas por el mismo pintor. Todas, además, tenían un cierto parecido: el color del pelo, las facciones, la complexión.

      “Me temo —dijo el forense— que el resultado va a ser igual a los otros reportes. Sexo derecho, sexo torcido, vestigios de semen en la boca, la vagina y el ano. Una puñalada en la carótida interna y dos en la externa. Mil a uno que lo hizo el mismo chacal de las otras veces.”

      El juez instructor los miró con un aire de fatiga.

      “¿Cuándo fue el primer homicidio?”

      “En marzo” dijo Meyer.

      “Tres meses y no sabemos nada. ¿Están haciendo su trabajo o están haciendo como que trabajan?”

      Ritter, que se había inclinado para observar la cara de la muerta, le respondió sin volverse.

      “Lo mismo que usted. Estamos esperando que empiece la guerra para que todo se resuelva con la ayuda del Espíritu Santo. ¿Cuántos años tiene?”

      “Sesenta.”

      “Me lo imaginaba, si tuviera cuarenta le hubiera arrancado la cabeza de un gargajo.”

      “No hay necesidad de alterarse —dijo el forense— nos pagan para indagar homicidios no para salvar al mundo. Les doy el reporte mañana. Con permiso.”

      “¿Y las fotografías?” preguntó Ritter.

      “En media hora —respondió el forense— Ulrich también tiene derecho a llegar tarde.”

      De las cinco mujeres asesinadas Kornelia Dobler era la más joven y atractiva y Meyer se imaginó el momento en que había entrado a su habitación con un hombre joven y apuesto que llevaba la muerte escondida debajo de la manga.

      “¡Bruno!” gritó Ritter.

      “Señor.”

      “¿Le estás contando la historia de tu vida?”

      Al llegar a la calle interrogaron en forma sumaria a los vecinos que se habían congregado junto a la patrulla.

      “Ya sé —dijo Ritter— todos pertenecen al partido y la señorita Dobler era cortés y reservada y les extraña mucho que haya terminado de una forma tan dramática. Si recuerdan algo que pueda ser importante hablen a la Kripo y le dan los datos al detective Meyer. Bruno, por favor, apunta los nombres de todo el mundo.”

      “Capitán —dijo uno de los orpos— hay una persona que quiere hablar con usted.”

      “¿Un vecino?”

      “Un periodista.”

      “Increíble —dijo Ritter— en esta puta ciudad la prensa se entera de todo antes que nosotros. ¿Dónde está?”

      “Allá” respondió el orpo.

      Ritter se dirigió a la puerta del edificio.

      “¿Angriff, Stürmer, Tageblatt?”

      “Morgenpost —sonrió el muchacho— Sección policial. ¿Podría darme unos minutos?”

      “¿Cómo te llamas?”

      “Hardy Baumgarten.”

      El muchacho miró a Ritter con temor.

      “Me gustaría saber si Berlín ya tiene su propio Jack el Destripador.”

      “¿Por qué lo dices?”

      “Cinco mujeres asesinadas de la misma manera. Una puñalada en el estómago mientras estaban haciendo el amor con el asesino. Algunos colegas ya le pusieron apodo.”

      “¿Qué apodo?”

      “El Lobo de Berlín.”

      Ritter lo miró con tanto desagrado que Meyer temió que le fuera a dar un puñetazo.

      “¿Cómo lo sabes?”

      “Me lo dijeron en el periódico.”

      “¿Quién?”

      “El jefe de redacción.”

      “¿Quién se lo dijo a él?”

      “No tengo idea.”

      “¿Te llamas Hardy?”

      “Hardy Baumgarten.”

      “Te voy a dar la oportunidad de tu vida, Hardy. ¿Quién se lo dijo? No me hagas perder el tiempo.”

      “Me ordenó que viniera al lugar de los hechos y hablara con usted. Es todo.”

      “¿Que hablaras conmigo o con el responsable de la indagación?”

      “Con el responsable de la indagación.”

      “¿Cómo sabes que le dieron una puñalada en el estómago mientras estaba cogiendo con el asesino?”

      “Me lo dijo el jefe de redacción.”

      “Te dijo mal, no fue una puñalada en el estómago, fueron tres puñaladas en el cuello, igual que a las otras desdichadas, y te lo dijo el jefe de redacción porque a él se lo dijo alguno de los orpos. Un puñado de marcos a cambio de información confidencial. Los periodistas no sienten ningún respeto por la sangre derramada ni les importa un culo si dificultan la tarea de la policía con sus reportes escandalosos y su furor uterino por vender basura. ¿Cómo se llama el jefe de redacción?”

      “Norman Fischer.”

      “Habla con él y dile que no se le ocurra publicar una línea sobre estos casos o le voy a mandar a una jauría de la Gestapo para que les cierre el periódico. El Lobo de Berlín, Bruno. ¿Qué te parece? Mundo jodido.”

      Media hora después, en una taberna de Pankow, Meyer se acordó del rostro absorto de Kornelia Dobler y sintió que la había conocido desde siempre, como si la muerte la hubiera despojado de sus secretos para convertirla en un libro abierto en el que podían leerse los


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