Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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hablado. Quisiera saber también si estaba de acuerdo con el Pacto del Bristol.”

      “Ludwig fue una víctima de las épocas anteriores al pacto. De hecho, el pacto se firmó a raíz de su muerte. Las familias habían convertido a Berlín en una zona de guerra y tu padre odiaba a los jefes de las mafias.”

      “El señor Galeotti me habló de él con mucha familiaridad y estoy autorizado a suponer que llevaron una relación cordial. Dudo mucho que haya odiado a los jefes de las mafias.”

      Ritter se dejó caer en una banca de hierro.

      “El asunto, Bruno, es más complicado de lo que imaginas. ¿A dónde quieres llegar?”

      “Al fondo de la verdad.”

      “La verdad tiene muchos fondos. Igual que las mentiras.”

      “Si usted quiere —dijo Meyer— podemos abandonar la plática en este punto.”

      “¿Y dejar que sigas viviendo en la ignorancia? De ninguna manera.”

      Ritter encendió un Zodiac.

      “Durante muchos años nos dedicamos a cerrar clínicas ilegales, burdeles, casas de usura y a confiscar lotes de armas y camiones atiborrados de opio, morfina y heroína y jamás logramos relacionar el cuerpo del delito con los autores del delito.”

      “¿El cuerpo del delito?” dijo Meyer.

      “Las armas, la droga, las casas de usura.”

      “El cuerpo del delito es otra cosa. Dirá usted los instrumentos del delito.”

      “Como sea. El hecho es que no logramos implicarlos en nada y Berlín, lo mismo que el resto de las ciudades del país, seguía hundida en un mar de sangre y violencia. Ponían explosivos, organizaban balaceras y todas las semanas había una cantidad enorme de muertos y heridos. Hitler acababa de adueñarse de la cancillería y estaba furioso porque la Kripo no podía contener a una horda de rufianes que estaban aterrorizando a todo el mundo y obraban con absoluta impunidad. No logramos resolver nada hasta la noche memorable en que recibí una llamada muy extraña en la guardia de agentes.”

      “¿De quién?”

      “Te lo digo en un instante.”

      La Góndola Azul se encontraba en el corazón de Neukölln, a dos cuadras de la casa fastuosa del almirante Canaris y las cúpulas doradas de San Matías, una iglesia del siglo diecinueve que parecía observar con indulgencia la vida disipada de los concurrentes a uno de los barrios más populares de Berlín.

      El lugar estaba repleto, pero Vittorio Galeotti, que tenía más de ochenta restoranes en la ciudad, había ordenado que dispusieran la cena en un comedor privado, donde los recibió vestido como un príncipe y con dos botellas de champaña rodeadas de bocadillos italianos.

      Galeotti, que irradiaba carisma y aplomo, les sirvió una copa de jerez y esbozó una sonrisa.

      “Ludwig, Hugo, ustedes dos saben lo que hago y seguiré haciendo para ganarme la vida. Estoy vendiendo y alquilando lo que me piden los alemanes de las edades y estratos sociales más variados. ¿Quieren un poco de droga, quieren librarse de un embarazo, quieren acostarse con una muchacha de quince años? Yo proveo, ellos pagan y todos contentos.”

      Galeotti señaló las calles bulliciosas de Berlín.

      “El problema es que hay otros empresarios que están haciendo negocios muy jugosos con los secuestros, el contrabando y la usura y no les basta con los beneficios que están obteniendo. Quieren el pastel completo, y no se les ha ocurrido otro método para conseguirlo que invadir las zonas ocupadas por nosotros y nosotros, para responder con la misma moneda, nos hemos visto forzados a incursionar en las zonas ocupadas por ellos, de modo que se ha perdido el respeto y el decoro y nos encontramos al borde de una guerra que se va a desatar antes de que empiece la verdadera guerra entre Alemania y el resto del mundo.”

      Galeotti encendió un Montecristo.

      “Los invité, señores, porque han sido dos adversarios leales y tengo la convicción de que serían incapaces de llevarme ante un juez para acusarme de lo que les he confesado a lo largo de esta cena que podría calificar de histórica.”

      No había más solución, les dijo, que firmar un pacto de respeto y juego limpio para dejar que todos hicieran lo que tenían que hacer sin causar daños innecesarios y los alemanes pudieran dedicarse a vivir sus vidas sin temor de verse envueltos en una tormenta de balas.

      Los argumentos de Galeotti se deslizaron como un viento glacial a través de la mesa.

      “El remedio está en las manos de los órganos policiales del Estado. Me refiero a la Kripo, a las SS y a la Gestapo, que no sólo tienen la fuerza y los elementos logísticos para neutralizar a los enemigos del nacionalsocialismo sino para evitar que las operaciones…. ¿Cómo les llamaré sin ofender a nadie? Exacto, Hugo, para evitar que las operaciones marginales se salgan de cauce y pongan en peligro la coexistencia pacífica de los alemanes.”

      Galeotti abrió las cortinas y señaló el paisaje soberbio de Berlín.

      “Es una de las ciudades más hermosas del mundo. Ha sido la cuna de hombres ilustres, músicos, pintores, escritores, políticos y no me asombraría que en unos cuantos años se convierta en un montón de escombros. Pero mientras llega o no llega la hecatombe nosotros podríamos hacerle un servicio inestimable sin más trámite que ponernos de acuerdo. ¿Cómo? Discutiendo con serenidad y buena fe hasta que llegue el momento de firmar un pacto sagrado para que las operaciones marginales se desarrollen en un clima de paz.”

      Galeotti se encogió de hombros.

      “El asunto no lo vamos a resolver esta noche. Pero les sugiero que hablen con los altos mandos de la Kripo y los convenzan de que la única manera de mitigar los daños colaterales es sentar las bases de un entendimiento entre los oficiales del régimen y las familias que están operando en el país. Estoy seguro de que las autoridades estarían dispuestas a hablar con nosotros para establecer un comité de vigilancia que nos permita funcionar de común acuerdo.”

      Ritter no recordaba si había sido él o Ludwig Meyer el que sacó a relucir el tema, pero Galeotti respondió con la misma firmeza con que había expuesto su caso.

      “¿A cambio de qué? Magnífica pregunta. Es más: me atrevería a decir que no sólo es una pregunta magnífica sino que es la pregunta crucial.”

      Galeotti se inclinó sobre la mesa.

      “Dinero —dijo— Toneladas de marcos, libras y dólares que serían entregados con puntualidad a los mandos de las tres corporaciones. Yo me comprometo a garantizar con mi vida que el pacto será respetado en forma escrupulosa. También me comprometo a mandarles señales de humo a los jefes de las otras familias para que vean los beneficios de la iniciativa y acepten reunirse con nosotros en el sitio y fecha que ustedes dispongan. ¿Tenemos un principio de acuerdo?”

      Ludwig Meyer, que había oído a Galeotti con el ceño fruncido, se aclaró la garganta.

      “Le agradezco mucho, señor Galeotti…”

      “Vittorio, Ludwig, te lo ruego.”

      “Le agradezco mucho, señor Galeotti, que nos haya invitado a cenar, pero no puedo ofrecerle que vamos a hablar con el subdirector de la Kripo para transmitirle su recado. Sería tanto como exponernos a que nos degraden en el acto y nos sometan a una indagación que podría llevarnos a la cárcel por una cadena de infracciones que empezamos a cometer en el instante en que nos reunimos con usted.”

      “Ludwig —dijo Ritter— no es el momento de responder con un cubetazo de agua helada la oferta generosa que nos ha hecho Vittorio. Tenemos que ver todos los ángulos y analizar con detenimiento los pros y los contras de la situación.”

      “No hay pros y contras —dijo Ludwig Meyer— se trata, en suma, de poner a los órganos de seguridad de Alemania al servicio de la delincuencia. Una cena exquisita, señor Galeotti, pero no me parece adecuado que volvamos a reunirnos.”


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