Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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un par de semanas —dijo Ritter— seguimos trabajando como si no hubiera ocurrido nada, pero tu padre aprovechaba cualquier pretexto para leer el futuro en una bola de cristal.”

      Tenía la certeza de que Scheller estaba hundido en un dilema y que en algún momento iba a hablar con Arthur Nebe, director de la Kripo, para decirle que sus detectives favoritos habían cometido el error imperdonable de sentarse a compartir el Chianti y el espagueti con una de las alimañas más ponzoñosas de Berlín. Tenía pavor de que los sometieran a un castigo ejemplar y que sus años de servicio en la Kripo terminaran de la manera más oprobiosa, al grado que no sólo iban a perder todo sino que nadie querría darles trabajo.

      “Lo peor de todo, Bruno, fue que los temores de Scheller se materializaron al cabo de unas semanas. Los enfrentamientos de las mafias se multiplicaron a un ritmo inusitado y lo que Galeotti había llamado ‘daños colaterales’ aumentaron en forma dramática. Bombas, balaceras, golpes de mano.”

      Ritter bebió un sorbo de Dornfelder.

      “Scheller se puso frenético y nos dio veinticuatro horas para remediar el desastre. Hablen con el jodido italiano y díganle que la Kripo está dispuesta a tomar las medidas más severas contra él y su familia.”

      “No entiendo —dijo Meyer— ¿Por qué no mandó a un grupo de agentes para que detuvieran a los integrantes de las cuatro mafias?”

      “Porque la voluntad de Dios es inescrutable y la de los jerarcas nazis también. ¿Me permites continuar?”

      Una pausa.

      “Galeotti se quedó esperando hasta la mañana en que le hablé por teléfono para decirle que teníamos urgencia de hablar con él.”

      Ludwig Meyer se negó a acudir a la reunión, porque le causaba repugnancia sentarse a parlamentar con un hombre que se ganaba la vida facilitando abortos y vendiendo morfina y heroína.

      “Lo arreglas tú y me dejas al margen de todo.”

      “¿Estás loco? —le respondió Ritter— La primera vez lo hicimos sin consultar con nadie, pero en esta ocasión tenemos órdenes estrictas del general Scheller y eso nos coloca por encima de toda sospecha. No sólo vas a ir, Ludwig, sino que estás obligado a manejarte como un caballero, igual que lo ha hecho Galeotti. Y no te olvides de ponerte el Cartier que nos regaló.”

      “¿Accedió?” preguntó Meyer.

      “Accedió, excepto por lo que se refería al maldito reloj. Es una cuestión de principio, me dijo, una forma de demostrarle que no estoy de acuerdo con sus métodos de trabajo ni su filosofía de la vida.”

      Galeotti los recibió al día siguiente en su oficina, que estaba decorada con un gusto exquisito: muebles ingleses, alfombras persas y una galería de cuadros en los que destacaban dos marinas de Turner y un desnudo de Renoir.

      Galeotti llamó a uno de sus gondoleros y le ordenó que les sirviera una ronda de vodka.

      “No sabemos lo que va a ocurrir de aquí en adelante, pero me dio una alegría inmensa saber que tenían urgencia de hablar conmigo. ¿Algún progreso?”

      “Fue entonces —dijo Ritter— cuando le informé que el general Scheller estaba furioso por la forma en que estaba escalando la violencia y que no tenía ninguna duda de que él era el responsable de lo que estaba sucediendo.”

      Galeotti reaccionó con su ecuanimidad habitual.

      “No soy yo, somos todos. Antonescu, O’Banion, Leclerc. ¿No les advertí que la situación se estaba agravando y que era imperativo que nos reuniéramos para celebrar un pacto de respeto y auxilio recíproco? Supongo que el subdirector se enteró de mi propuesta.”

      Ritter arrugó las cejas.

      “¿Qué le iba a decir? ¿Que Scheller había estallado como un volcán y que estábamos con un pie en la calle y otro en la cárcel por el simple hecho de habernos reunido con él en la Góndola Azul?”

      “Hubiera sido lo más apropiado.”

      “No lo hice yo, lo hizo tu padre, que no sólo se comportó como un témpano sino que en todas las ocasiones que pudo se estiró la manga del saco para demostrarle que no se había puesto el Cartier. Yo hice lo contrario, extendí la mano para alzar el vaso de vodka o para encender un cigarro y mandarle un mensaje de buena voluntad.”

      Galeotti, que tenía olfato de hiena, advirtió todo: la gelidez de Ludwig Meyer, los esfuerzos patéticos de Ritter, la tempestad que se había desatado en la Kripo desde el momento en que le envió a Scheller la propuesta del armisticio.

      “Si ustedes me permiten —sonrió Galeotti— les voy a hacer una predicción. El general Scheller va a hablar con el director de la Kripo y luego va a hablar con los subdirectores de la Gestapo y las SS, y cuando pase un tiempo razonable los llamará para autorizarlos a que sigan parlamentando conmigo.”

      Ludwig Meyer lo miró con desconcierto.

      “¿Por qué lo dice?”

      “Porque Scheller necesita envolverse en un manto de dignidad antes de reconocer que se está muriendo por firmar el pacto. ¿Le hablaron del dinero?”

      “Por supuesto” dijo Ritter.

      “En ese caso no tengo ninguna duda. Si estuviera equivocado no sólo no les hubiera ordenado que vinieran a hablar conmigo sino que nos hubiera mandado detener la semana pasada. El acuerdo está avanzando a toda marcha, aunque ustedes no lo crean.”

      Galeotti encendió un Montecristo.

      “Lo malo, señores, es que mientras el general Scheller y sus colegas le dan largas al asunto para mantener intacta su fachada de hombres honorables, las familias de Berlín van a seguir atacando mis negocios con la misma saña con que yo voy a seguir atacando los suyos y los daños colaterales se van a multiplicar en forma geométrica. Los jefes de las otras familias no saben nada y no estaré en posibilidad de hablar con ellos hasta que las autoridades le den el visto bueno a la firma del acuerdo.”

      “¿Y qué pasó?” dijo Meyer.

      “Todo sucedió como lo había profetizado Galeotti, pero tomó más tiempo de lo que hubiera sido prudente.”

      Scheller acabó por hablar con los jefes de la Kripo, las SS y la Gestapo y unas semanas después se organizó una reunión en el Hotel Bristol de la que no se supo nada hasta la mañana en que Ludwig Meyer y Hugo Ritter fueron llamados a las oficinas del subdirector general.

      “Contra lo que habíamos pensado, Scheller nos recibió en un tono de normalidad absoluta y nos dijo que la negociación con Galeotti había empezado a tomar forma el lunes anterior.”

      “¿Trató de justificarse?”

      “En ningún momento. Se limitó a ordenarnos que siguiéramos adelante con los asuntos de la bitácora y que no aflojáramos la presión hasta que se hubiera llegado a un acuerdo definitivo.”

      “¿A que se refería?”

      “A lo que teníamos que hacer mientras ellos dialogaban con Galeotti. Perseguir a las mafias y evitar que siguieran reinando en los albañales, lo que era una tarea imposible, porque el resto de las familias no estaban enteradas de que Galeotti había empezado a hablar con las autoridades y se seguían manejando como una manada de elefantes.”

      “Me imagino —dijo Meyer— que Galeotti…”

      “Exacto. Galeotti estaba feliz, pero también estaba inquieto porque las otras familias habían recibido sus mensajes con recelo y se negaron a acudir al Bristol alegando que les estaba tendiendo una trampa.”

      Ritter tomó un sorbo de vino.

      “Unos días después se logró lo que parecía imposible y a mediados del mes siguiente se celebró una reunión plenaria en un salón privado del Bristol a la que acudieron las cabezas de las cuatro familias y los jefes de la policía. Galeotti nos invitó a cenar otra vez en la Góndola


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