Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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llegar a la clínica pensé que se iba a salvar.”

      Los médicos envolvieron a Ludwig Meyer en una sábana, lo llevaron al sótano y lo dejaron en un rincón sin más compañía que seis cadáveres que estaban esperando turno para dirigirse al cementerio.

      “¡Fuera todos! —gritó Ritter— Necesito hablar con él.”

      Ritter pasó frente a los mercados de Charlottenburg y las orillas del Spree y no volvió a detenerse hasta que llegó al edificio de cantera donde vivía Meyer.

      “Es muy extraño, pero el momento más duro fue cuando me quedé solo con tu padre en el sótano de la clínica.”

      Estaba haciendo un frío de polo norte y tuvo que levantarse el cuello de la gabardina y meter las manos en los bolsillos.

      “Me salvó la vida en Verdún y cuando lo vi tendido me pareció increíble que hubiéramos pasado juntos por tantos peligros para terminar de una forma tan estúpida en una reyerta de canallas.”

      Ritter había levantado la sábana para ver el rostro de Ludwig Meyer.

      “Tenía los ojos cerrados y las mejillas lívidas, pero lo demás estaba en el lugar de siempre. La fuerza, la enjundia, su capacidad de entrega en todos los renglones de la vida. Me quedé inmóvil unos minutos, y luego le agradecí lo que había hecho por mí en la guerra, le pedí que me perdonara y lo perdoné de lo que tenía que perdonarlo.”

      “¿A qué se refiere?”

      “Es imposible que una relación entrañable que duró tantos años no haya pasado por altibajos y problemas. Le pedí que me perdonara de no haber llegado a tiempo para salvarlo. Y lo perdoné de una serie de pecados menores que me lastimaron un poco y pertenecen de modo exclusivo a la hermandad que nos unió a lo largo de la vida. No quiero elaborar sobre el tema.”

      Ritter lo miró a través de la penumbra.

      “Le dije que no se preocupara de nada y que sus hijos podrían contar conmigo hasta el final del camino.”

      “Usted perdone, capitán, pero no veo cómo nos iba a ayudar si jamás hizo el menor intento de hablar con nosotros.”

      Meyer sintió que no podía detenerse en ese punto.

      “Por otra parte, el día que murió mi padre no se le ocurrió ir a la casa para informarnos de lo que había sucedido.”

      “Te lo dije hace un rato. Estaba tan quebrado que no tuve la presencia de ánimo de hablar con ustedes y decirles que todo era culpa mía. Tu madre siempre me vio con hostilidad y no quise exponerme a que me hiciera algún reproche.”

      “No recuerdo los nombres de los agentes que fueron a darnos la noticia.”

      “Yo tampoco. Al salir del sótano me dirigí a un teléfono de la recepción, hablé con Scheller y luego hablé a la Kripo y le ordené al oficial de turno que sacara a dos agentes de la cama y los mandara a tu casa. Salí de la clínica como un sonámbulo, me refugié en una taberna y me puse a beber hasta que me caí como un fardo sobre la mesa.”

      Meyer abrió la puerta del coche.

      “Le agradezco que me haya contado todo. Fue muy duro, pero me sirvió para reconciliarme con mi padre.”

      “¿En qué sentido?”

      “En el mismo que usted. Las relaciones entre los padres y los hijos son muy complejas y están llenas de altibajos y problemas.”

      Al entrar a su departamento se quedó mirando la noche de Berlín con una sensación de calma profunda, pero no fue sino al meterse en la cama y apagar la luz cuando logró ver con nitidez los rostros compungidos de los dos agentes que habían ido a su casa para informarles de la muerte de su padre.

      “Balas” dijo Meyer.

      “¿Nueve, treinta y ocho o cuarenta y cinco milímetros?”

      “Nueve.”

      “¿Cuántas cajas?”

      “Media docena.”

      El encargado del depósito lo miró con un gesto risueño.

      “¿Vas a asaltar la cancillería? No sería mala idea. Si tuviera tu edad yo haría lo mismo. Firma aquí, nombre, fecha y número de matrícula. La credencial, por favor, es la primera vez que te veo y no quisiera llevarme una sorpresa desagradable. ¿Quién te dio la bendición?”

      “El capitán Hugo Ritter.”

      “Que Dios te ampare. Ritter desayuna salchichas de plomo y se habla de tú con los tiranos del sexto piso.”

      Meyer se dirigió a los talleres de la Kripo y se quedó observando los Audi, Mercedes, Opel y BMW que formaban una hilera interminable bajo las grúas y las lámparas de magnesio. Fumando, sin prisa, se dedicó a recorrer los pasillos inundados de mecánicos, herramientas y tanques de acetileno.

      ¿Dónde estaba el coche que había utilizado su padre? Un rato después se decidió por un BMW que, igual que el resto de los automóviles, irradiaba el aura de poder que había visto tantas veces en las calles de Berlín. El auto olía a tabaco y aceite y tenía los asientos desgastados, pero le bastó ponerse al volante y encender el motor para sentir que le había pertenecido toda la vida.

      “Ritter —dijo el jefe del taller— me autorizó a entregarte el que te diera la gana. ¿Este? Perfecto.”

      Meyer entró a una oficina de paredes manchadas donde había una fila de archivos y un busto de Hitler.

      “Rudolf Feniger —dijo el jefe del taller— y tú eres Bruno, el hijo de Ludwig. Lamento que hayas tenido que abandonar la Facultad de Derecho. Tu padre estaba seguro de que ibas a llegar muy lejos.”

      “¿Cómo sabe que abandoné la Facultad de Derecho?”

      “Me lo dijo Ritter.”

      Meyer llenó el formulario y firmó la última hoja.

      “Todo en orden —dijo Feniger— ¿Puedo hacerte una pregunta?”

      “¿Oficial o personal?”

      “Las dos cosas. ¿Por qué entraste a la Kripo?”

      “Por lo mismo que usted. Para ganarme la vida.”

      Feniger soltó una carcajada.

      “No me esperaba menos de un abogado. Pero no es verdad. Entraste a la Kripo para evitar que te reclutara la Wehrmacht. A lo mejor te sales con la tuya, pero te informo que la guerra contra el delito puede ser tan feroz y destructiva como las guerras hechas y derechas. Buena elección, el BMW, un coche fuerte y veloz y con una estabilidad prodigiosa.”

      “Señor Feniger…”

      “Rudolf.”

      “¿Con qué frecuencia cambian los coches?”

      “Cada tres años.”

      “Me extraña. Un automóvil alemán puede funcionar quince años sin que se le afloje un tornillo.”

      Feniger señaló el busto de Hitler.

      “El Führer está dispuesto a ahorrar en joyas, corbatas y floreros, pero no escatima un pfennig cuando se trata de la policía y las fuerzas armadas. ¿Cuál es el interés? No me digas. Ya sé. Te gustaría haberte llevado el coche de tu padre. Un Audi, si mal no recuerdo. ¿Acerté?”

      Feniger se apoyó en el escritorio.

      “Tengo entendido que murió en una balacera. Lo siento mucho. Tu padre fue un detective excepcional.”

      “Gracias. ¿Qué hacen con los coches descartados?”

      “Subasta. El departamento administrativo tiene las referencias. Olvida lo que pasó y disfruta el BMW. Te va a dar un servicio magnífico.”

      “De todas maneras quiero ver el coche. ¿Sería posible averiguar


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