Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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a Leclerc, porque las paredes estaban llenas de letreros escritos en francés.”

      Ritter arrugó la frente.

      “Un poco después vi a tu padre. Se había atrincherado junto a un bloque de cemento y estaba disparando hacia la escalera, donde había dos turcos armados con fusiles y granadas. Se había aproximado para ayudar a un orpo que se estaba retorciendo junto a una montaña de cajas y cuando empezó a arrastrarlo para impedir que se lo tragaran las llamas se quedó petrificado bajo el humo y se derrumbó como un fardo junto a las ruedas de una grúa.”

      Ritter se acercó pecho a tierra y al llegar a un lado de las oficinas vio que Ludwig Meyer estaba inconsciente. Había tratado de auxiliarlo, pero tenía un balazo en el estómago y otro en la espalda y estaba respirando con mucha dificultad.

      Luego se oyó un ruido ensordecedor y el techo de las oficinas se vino abajo. Los disparos cesaron de pronto, los camiones de los turcos se perdieron en el fondo de la noche y los hombres de Leclerc, que habían peleado con una ferocidad inaudita, se esfumaron con la misma rapidez que los atracadores.

      “No lo pensé dos veces —dijo Ritter— Metí a tu padre en el coche y lo llevé a la Röntgen Klinik, donde el médico de guardia me informó que estaba muerto. Alcé un teléfono, llamé al Bristol y pedí que me comunicaran con el general Scheller. La telefonista se tardó una eternidad en pasar el recado, porque tenía instrucciones de no molestar a las personas que estaban conferenciando en la sala de juntas. Kripo, grité. Emergencia total.”

      Unos segundos después se oyó la voz imperiosa de Scheller envuelta en un rumor de charlas animadas.

      “¿A quién pertenece la bodega?”

      “A Bernard Leclerc.”

      “¿Qué había en las cajas?”

      “Droga, lo más probable.”

      “¿Cuántos muertos?”

      “Veintidós, contando orpos, turcos y franceses.”

      “Me duele en lo más profundo lo de Ludwig. Encárgate de avisarle a la familia y te espero mañana en la oficina a las ocho en punto.”

      Scheller, que se había quedado estupefacto, se reintegró a la mesa de discusiones y les informó lo que había sucedido en la Römerstrasse. Se lo contó al día siguiente, en la Kripo, a donde Ritter se presentó temblando de indignación y con la certeza de que había estado en sus manos evitar que Ludwig Meyer muriera en el enfrentamiento.

      “Me acerqué a la mesa —dijo Scheller— di un manotazo y los amenacé con suspender de modo definitivo la negociación si no llegábamos a un acuerdo de inmediato.”

      Leclerc, que estaba pálido, alzó un teléfono y verificó que todo era cierto, incluyendo la muerte de uno de sus sobrinos, lo que había llevado las cosas a un extremo insostenible. Hoffmann leyó con voz temblorosa la lista de compromisos y obligaciones, que fue recibida con un murmullo aprobatorio, y unos minutos después abandonaron el hotel en completo silencio.

      Scheller se lo dijo sin delatar ninguna emoción.

      “Lo que significa, Hugo, que a partir de anoche la Kripo, la Gestapo y las SS son partes integrantes del Pacto del Bristol. ¿Le informaste de la tragedia a la familia Meyer?”

      “Están informados —respondió Ritter— saqué a dos oficiales de la cama para que hablaran con la mujer y los hijos.”

      Meyer, que se había cimbrado al oír el relato de la balacera, tomó un sorbo de coñac.

      “¿Y por qué no fue usted?” preguntó.

      “Porque estaba hecho polvo y no tuve valor para hablar con ustedes y reconocer que había sido incapaz de salvar a tu padre. Mi primera esposa y tu madre se conocieron desde jóvenes y pasamos juntos por toda clase de aventuras. Viajes, fiestas, paseos campestres. Cuatro ilusos que se dejaron engatusar por las promesas de la República de Weimar y dejaron ir los mejores años de su vida engañados y frustrados, como el resto de los alemanes. Es una historia muy triste, pero tenía la obligación moral de ponerte al corriente.”

      Al salir del Sturm und Drang se quedaron mirando el tráfico raudo de la Kurfürstendamm y luego abordaron el automóvil y se pusieron a circular a media velocidad hasta que llegaron a las inmediaciones del Tiergarten.

      “Cada vez que veas a Galeotti, a O’Banion o a Leclerc piensa que estamos trabajando con ellos porque la muerte de tu padre nos puso ante la obligación moral de hacerlo.”

      Durante unos minutos no dijeron nada, hasta que Ritter encendió un Zodiac y le dio una palmada en el hombro.

      “Será necesario que mañana echemos las redes en las cafeterías y las salas de fiestas donde el asesino pudo haber conocido a sus víctimas.”

      “¿El Lobo de Berlín?” dijo Meyer.

      “Me repugna el nombre. Pero da igual. Sería aconsejable dividir el trabajo y que visitemos los lugares cada uno por su lado. Es una oportunidad excelente para que adquieras un poco de experiencia y empieces a volar solo.”

      “Necesito un coche.”

      “Baja mañana a los talleres y escoge el que te dé la gana. Un Opel, un Mercedes, un BMW. Habla con el supervisor y dile que eres mi asistente. ¿Te llevo a tu casa?”

      Meyer lo reflexionó un instante.

      “¿A la Römerstrasse? —dijo Ritter— ¿Para qué?”

      “Para ver el lugar donde murió mi padre.”

      “Otro día. Está empezando a anochecer.”

      “Son las seis y media, capitán, y no hay mucho tráfico. Podemos ir y regresar en menos de una hora.”

      Estaba haciendo un poco de frío, pero el cielo se había despejado y de un lado a otro del horizonte podía verse el reflejo intermitente de Berlín.

      “Hace un rato me dijo que mi madre y su primera esposa se conocieron desde jóvenes. ¿Cómo se llama?”

      “Se llama o se llamaba —dijo Ritter— porque no he vuelto a saber de ella desde que nos divorciamos. Una arpía, la mujer más tiránica de Alemania. Tu madre y ella llevaron una relación estupenda, luego empezaron a enfriarse y acabaron por odiarse a muerte. ¿Te lo dijo?”

      “No. ¿Cómo se llama?”

      “Ilse Rudel. Nació en Dortmund y llegó al mundo con el propósito exclusivo de joderme la vida. Es una mala idea, Bruno, visitar la bodega. ¿Para qué? ¿Para sentirte menos culpable?”

      “¿Culpable?” dijo Meyer.

      “Lo vi en tus ojos. No puedes engañar a un policía de cincuenta años. Culpable de estar vivo y que tu padre esté muerto. Culpable de estar llevando la vida plácida de un jurista mientras él se rompía el alma en las atarjeas.”

      “Su muerte me sigue doliendo en lo más profundo, pero nunca me sentí culpable.”

      Habían llegado a una avenida desolada, llena de edificios ruinosos y árboles marchitos, una zona de la ciudad que parecía encontrarse en un país distinto y donde Meyer se acordó de las últimas conversaciones que había tenido con su padre.

      Ritter dio vuelta a la derecha, a la izquierda y otra vez a la derecha.

      “No he regresado al puto lugar desde la noche de la tragedia y estoy un poco desorientado.”

      Al llegar a la Römerstrasse disminuyó la velocidad para evitar un montón de basura y miró a un lado y otro con los ojos entrecerrados.

      “¿Aquí?”

      “No —dijo Ritter— Allá. Junto a la barda de ladrillo. Ya llegamos.”

      8

      Era la misma calle larga y estrecha que Meyer había imaginado una y otra vez desde la noche en que mataron a su padre: un mundo de casas decrépitas y terrenos


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