Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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soltó una nube de humo.

      “Sólo quedaba por resolver el renglón más peliagudo.”

      “¿Cuál?”

      “Te lo digo en un segundo. ¿Nos tomamos un coñac?”

      Las negociaciones del Bristol se desarrollaron como una seda. Scheller, que era un prusiano cosmopolita y vivaz, se manejó con una urbanidad irreprochable, lo mismo que Hoffmann y Kasper, que no dejaron ver el desprecio que sentían por los jefes del crimen organizado y se comportaron como si los conocieran de toda la vida.

      “Galeotti, que me llamaba con frecuencia, me dijo que Scheller era un mentecato, que Hoffmann se daba más ínfulas que un príncipe austriaco y que Kasper llevaba las palabras depravado sexual escritas en la frente, pero que la ambición de hacerse millonarios los forzó a conducirse con un mínimo de educación y respeto.”

      Meyer se imaginó las sonrisas, los puros, el tintineo de las copas.

      “Durante los días más críticos de la negociación se acordó un cese provisional de las hostilidades y las ciudades de Alemania empezaron a vivir en un estado de calma relativa mientras los reyes del crimen y los lacayos de Hitler arreglaban el mundo alrededor de una mesa llena de caviar y champaña.”

      Ritter tomó un sorbo de coñac.

      “Lo malo es que mientras las pláticas llegaban a su fin las familias seguían expuestas al acoso de las bandas libres, los turcos, rusos y chinos que también querían su tajada y no sabían media palabra del conciliábulo que se estaba desarrollando en los salones del Bristol.”

      Galeotti, que era de los más afectados, dijo que había llegado el momento en que las autoridades pusieran manos a la obra y los protegieran de los piratas sin licencia, pero Scheller respondió que no podían intervenir porque, en resumidas cuentas, todavía no se había resuelto lo principal.

      “Era cierto, faltaba determinar los montos que recibirían las autoridades para ofrecer protección a las familias y sobre todo, como te dije hace un rato, el renglón más peliagudo.”

      Ritter lo miró con melancolía.

      “Te voy a contar algo muy doloroso y no sería conveniente que me dejaras bebiendo solo. No has tocado el puto coñac.”

      El Pacto del Bristol establecía que los organismos policiales iban a proteger a las familias para evitar que las pandillas libres afectaran sus intereses. Las familias, por su lado, se comprometían a entregar a la policía el veinte por ciento de las ganancias divididas en tres partes. Todo estaba aprobado, pero el pacto no podía cerrarse todavía porque faltaba resolver el problema fundamental. ¿Cómo se iba a administrar la droga, quién la iba a importar, quién la iba a distribuir? Y sobre todo: ¿en qué montos y proporciones?

      “Ninguna de las partes quería ceder un milímetro de terreno y el debate tomó más tiempo de lo debido, hasta la noche en que se produjo un episodio tan violento que los hombres del Bristol no tuvieron más opción que ponerse de acuerdo.”

      Ritter bajó la voz.

      “Eran las once de la noche y tu padre y yo nos habíamos quedado en la guardia de agentes esperando noticias. Falta poco, nos había dicho Galeotti, en menos de cuarenta y ocho horas se arregla todo. Pero las dudas y las vacilaciones se fueron multiplicando de forma incesante y lo que se había acordado el jueves se revocaba el viernes. En ésas estábamos cuando los orpos de Wedding nos informaron que se había desatado una balacera en una bodega de la Römerstrasse. ¿Has estado en Wedding, Bruno?”

      “Jamás.”

      “Te estoy hablando de las afueras de Berlín, un barrio obrero inundado de judíos y comunistas y uno de los tantos lugares donde las familias habían establecido sus bodegas para almacenar armas, droga y una parte sustancial del contrabando.”

      Hugo Ritter y Ludwig Meyer abandonaron la guardia de agentes y se dirigieron al lugar de la refriega. Las calles estaban desoladas y llegaron a Wedding en veinte minutos, dejaron el automóvil en una esquina de la Römerstrasse y se dieron cuenta de que los orpos se estaban batiendo en retirada.

      “Allá, señor —dijo uno de ellos— en la bodega, un grupo de turcos está desvalijando un depósito clandestino.”

      La Römerstrasse estaba sumida en un desorden total: cinco patrullas de los orpos, dos camiones de los asaltantes y un estrépito de fuego cruzado entre los turcos y los hombres que estaban defendiendo el tesoro de la bodega.

      “En ese momento habían matado a tres orpos y había otros dos malheridos sobre la banqueta, pero era imposible saber lo que estaba sucediendo en el interior de la bodega, donde los gritos y los disparos iban aumentando como una marea incontenible.”

      Meyer se imaginó todo como si lo estuviera viendo.

      “El hecho, Bruno, es que si los hombres del Bristol hubieran formalizado el pacto, tu padre y yo nos hubiéramos presentado a la Römerstrasse apoyados por una brigada de la Gestapo y un pelotón de las SS y habríamos fumigado a los turcos en cinco minutos. Pero el pacto no se había formalizado todavía y tuvimos que enfrentarnos a la emergencia sin ayuda de nadie.”

      Los orpos, dijo Ritter, no tenían experiencia ni huevos y se habían dejado emboscar por una tropa de forajidos que iban armados hasta los dientes.

      “¿Cómo sabes que son turcos?” le había preguntado Ritter al oficial que los recibió.

      “Créame, señor, son turcos.”

      “¿Cuántos?”

      “Quince, veinte.”

      “¿Cuántos orpos están atrapados en la bodega?”

      “Siete, y lo más factible es que los hayan matado.”

      “¿A quién pertenece la bodega?”

      “A Leclerc, a O’Banion. No pudimos averiguarlo.”

      Ludwig Meyer, que se había agazapado junto a las patrullas, se acercó para hablar con Ritter.

      “Tenemos que pedir refuerzos.”

      “¿A quién?”

      “A la guardia de agentes, a la comandancia de Wedding, a quien sea.”

      “A estas horas no hay nadie en la Kripo y no creo que valga la pena llamar a los orpos, ya lo estás viendo. No serviría más que para aumentar el número de cadáveres.”

      Ritter tomó un sorbo de coñac.

      “Justo en ese momento los turcos empezaron a sacar las cajas y a subirlas a los camiones. Eran turcos, sin duda. Me di cuenta porque estaban hablando a gritos y logré identificar algunas palabras. Hizli, tabanca, yangin.”

      “Tenemos que entrar” había dicho Ludwig Meyer.

      “De ningún modo —respondió Ritter— La situación no puede ser más confusa. ¿De qué se trata? ¿De defender los intereses de O’Banion, de morirnos en la trinchera por Antonescu y Galeotti? No estamos en Verdún. Los señores del Bristol no se han puesto de acuerdo y no estamos obligados a defender a nadie.”

      “Hay media docena de orpos encerrados en la bodega —dijo Ludwig Meyer— y no podemos abandonarlos a su suerte.”

      “Podemos eso y más —respondió Ritter— No me voy a exponer sin ninguna garantía para que las jodidas familias se sigan hinchando de dinero.”

      “No es por ellos —dijo Ludwig Meyer— es por nosotros. Los orpos son un grupo de inútiles pero forman parte de la policía de Alemania y no podemos dejar que se mueran sin hacer nada.”

      Ludwig Meyer no dijo más. Se acercó al zaguán de un edificio, esperó unos segundos y desapareció bajo la humareda y el estrépito de las balas.

      “Me fui detrás de él, Bruno, pero en el momento en que llegué a la bodega me di cuenta de que estaba sumida en una confusión espantosa.”

      El


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