Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


Скачать книгу
podemos dejar que la cena se convierta en una fuente de discordias. Se trata de encontrar un término medio que nos permita desarrollar nuestros oficios respectivos en una atmósfera de racionalidad. No vamos a ganar nada si seguimos haciendo la guerra cada uno por su lado.”

      “Usted lo ha dicho —respondió Ludwig Meyer— nuestros oficios respectivos.”

      “Ludwig —dijo Ritter— lo hablamos después. Lo más importante es examinar la oferta. No sabemos lo que nos va a responder el subdirector de la Kripo. Tenemos que discutirlo con él.”

      “No hay necesidad de precipitarse —dijo Galeotti— Analicen el problema y volvemos a reunirnos cuando tengan un punto de vista definitivo.”

      “Un millón de gracias —dijo Ritter— Vamos a reflexionar en lo que se ha hablado y te daremos nuestra respuesta en un tiempo breve.”

      Ya estaban por abandonar el reservado cuando Galeotti abrió un armario de caoba y les entregó dos estuches de Cartier. Los relojes, que eran de oro, llevaban una fecha inscrita en el reverso de la carátula.

      “Febrero 15 de 1936 —dijo Galeotti— No es un regalo. Es un testimonio de buena voluntad. Si aceptan mi oferta se convertirá en un símbolo del encuentro más fructífero que hayan tenido nunca los oficiales de la Kripo y la familia Galeotti, lo que, a su tiempo, podría hacerse extensivo al resto de las familias.”

      “Muy amable —dijo Ludwig Meyer— pero no puedo aceptarlo.”

      Ritter se guardó los estuches y le dio un abrazo a Galeotti, un gesto que Ludwig Meyer observó con frialdad y Galeotti correspondió de la manera más efusiva.

      “Ha sido un honor —les dijo— sea cual sea la respuesta de las autoridades pueden contar conmigo. Adversarios o aliados, lo fundamental es que la reunión de hoy quede como un ejemplo del espíritu de concordia de tres hombres honorables.”

      No habían salido de La Góndola Azul cuando Ritter y Ludwig Meyer se enredaron en una discusión tormentosa.

      “No podemos ponernos en manos de una banda de forajidos y seguir fingiendo que somos policías.”

      “Al revés —dijo Ritter— no podemos seguir persiguiendo a las sabandijas y dejar que los delincuentes de capa de armiño se adueñen de las calles de Alemania. Tenemos que hablar con Scheller y transmitirle el mensaje de Galeotti.”

      “¿Sabes lo que valen los relojes?”

      “Una fortuna”

      “¿Por qué los aceptaste?”

      “Porque hubiera sido una falta de educación rechazarlos y no voy a permitir que un hombre como Galeotti nos haga ver como dos palafreneros. Agarra el reloj y deja de jugar al monje franciscano. No te queda.”

      “Primero muerto.”

      Durante la siguiente semana apenas se dirigieron la palabra, hasta el viernes en que Ritter invitó a comer a Ludwig Meyer para firmar una tregua.

      “Hubiera preferido hacerlo contigo, pero no me dejaste más opción que hablar con Scheller para transmitirle el mensaje de Galeotti.”

      Estaban en el Sturm und Drang, una taberna que solían frecuentar los oficinistas del Ministerio de Justicia y donde servían el mejor gebratene de Berlín.

      “No te voy a perdonar. Estabas obligado a acompañarme y enfrentar la situación con el mismo espíritu de fraternidad con que hemos enfrentado lo demás.”

      Ludwig Meyer se quedó perplejo.

      “Te dije mil veces que era una estupidez que hablaras con Scheller. ¿Cómo reaccionó?”

      “Se puso lívido, arrojó un cenicero contra la pared y me dijo que llevaba en el pecho una lista de los traidores que lo rodeaban en la Kripo y que a partir de esa mañana yo ocupaba el lugar más distinguido.”

      “¿Le informaste que yo había ido a la cena?”

      “No fue necesario. Me imagino, dijo Scheller, que tu compañero y amigo no es ajeno a esta maquinación. ¿Por qué no vino a dar la cara? Porque no está de acuerdo, le respondí. Y me temo que se va a poner furioso cuando se entere de que le pedí una audiencia para transmitirle el mensaje de Galeotti.”

      Jürgen Scheller había empezado como policía de banqueta en una sección olvidada de la comandancia de Magdeburgo y fue avanzando en la jerarquía escarpada de los rangos intermedios hasta el principio de la guerra, donde combatió como un león bajo el mando del general Von Mackensen en las trincheras de Serbia. Era un hombre macizo, de cincuenta años y se había hecho famoso por su afición a los caballos y su éxito con las mujeres.

      “¿Qué te dijo Ludwig?”

      “Lo mismo que usted —respondió Ritter— pero yo tenía la obligación de informarle y no he tenido más remedio que hacerlo.”

      “¿Te das cuenta —gritó Scheller— de lo que va a suceder? Galeotti va a esperar mi respuesta unos días y si no sabe nada va a extremar sus guerras con las otras mafias para presionar a la Kripo y obligarnos a aceptar el arreglo. ¿Qué les dio? ¿Antipasto, vino y espagueti? Hijo de puta, hace años que debería estar encerrado en Plötzensee.”

      “Fue una imprudencia —dijo Ritter— y quiero eximir a Ludwig de la culpa que pudiera corresponderle.”

      Ludwig Meyer lo miró a los ojos.

      “¿Qué te respondió?”

      “Que el daño ya estaba hecho y yo no era quien para eximir a nadie.”

      “Te lo advertí. Acabas de arruinar nuestras carreras.”

      Ritter se acabó el gebratene y pidió unas copas de brandy.

      “La entrevista siguió en el mismo tono hasta que Scheller me preguntó si le estaba ocultando algo. ¿Señor? le contesté.”

      “Que si me estás ocultando algo.”

      “Así es. Pero en vista de la reacción de usted me da miedo decírselo.”

      “Dímelo.”

      “Galeotti, señor, nos ofreció un porcentaje sustancial de sus ganancias y las ganancias de las otras familias si la Kripo, la Gestapo y las SS aceptaban ayudarlos a operar en forma ordenada y pacífica. Cientos de miles al mes, millones al año.”

      El Tiergarten se había quedado vacío y Meyer echó de menos las voces y las risas de los niños y los oficinistas que habían ido desapareciendo mientras Ritter le hablaba de los conflictos que se desataron a partir de la noche en que cenaron con Galeotti.

      “Hay una cosa que no entiendo…”

      “Calma, Bruno. Te prometo que hoy mismo lo vas a entender todo. ¿Te gustaría comer en el Sturm und Drang?”

      7

      Habían llegado al restorán en la hora de más ajetreo y Ritter llamó a un mesero para decirle que desocupara la mesa que se encontraba en el fondo del salón, que era la misma donde había comido con Ludwig Meyer dos años antes.

      “Usted disculpe, capitán. La mesa la reservaron desde antier los secretarios del magistrado Köhler.”

      “Me importa un coño. Desocupa la mesa. ¿Qué estás esperando?”

      Meyer hizo un intento por mitigar la violencia de la situación.

      “Hay una mesa en aquel rincón y otra a un lado de la barra. Da lo mismo.”

      “De ninguna manera. Te voy a hablar de una cosa muy grave y tiene que ser en el mismo lugar donde comí con tu padre. Rápido, Bastian. Los mueves tú o los muevo yo.”

      Meyer observó con irritación las caravanas y las sonrisas con que el mesero desalojó a los tres funcionarios del Ministerio de Justicia y en el momento en que tomaron la mesa se dio cuenta de que Ritter había decidido convertir el trámite simple de una comida en horas


Скачать книгу