Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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hicieron media hora después, en una taberna de Mitte, donde Ritter le ordenó al gerente que abriera la oficina y no dejara entrar a nadie. El lugar olía a salchichas fritas y cebollas hervidas y estaba adornado con fotografías borrosas del cine mudo alemán y un retrato donde Hitler se veía joven y arrogante y pertenecía a la época del Putsch de Múnich.

      Ritter abrió el maletín y dejó caer sobre el escritorio los billetes que habían recogido en la casa de Galeotti.

      “Jamás ha faltado un pfennig, pero lo más aconsejable es verificar la cantidad.”

      Era tanto dinero que se tardaron casi una hora en contarlo.

      “Trescientos cincuenta mil. Ni un pfennig más o menos. Te lo dije.”

      Ritter hizo tres paquetes y los metió en el maletín. Hizo un paquete con el dinero restante y se lo guardó en un bolsillo.

      “Vamos a comer. Me estoy muriendo de hambre.”

      La taberna estaba casi desierta, pero los cuadros alpinos y el aroma de la cocina le daban un aire de calidez que se fue haciendo más agradable a medida que los meseros les llevaban la sopa de jitomate y las pechugas de ganso que eran la especialidad de la casa.

      “No le quites el ojo al maletín. Piensa que llevas en las manos un tesoro que le pertenece a algunos de los hombres más prominentes de Alemania.”

      “¿Todo bien?” dijo el mesero.

      Ritter lo ahuyentó con un gesto de impaciencia.

      “¿Sabías, Bruno, que Berlín es una de las ciudades más violentas del mundo? Olvídate de Roma, Londres, París y las atrocidades que suelen ocurrir en África y en América Latina. La muerte de Emma Brandt no significa nada frente a los atracos, violaciones y homicidios que la Kripo registra todas las mañanas en la bitácora de la guardia de agentes. Cuarenta asesinatos al mes, a veces más. Las estadísticas oficiales se murieron de muerte natural con la República de Weimar y el doctor Goebbels no quiere que nadie se entere de que la llegada del nacionalsocialismo no sirvió para domar a las fieras de la casa. Los alemanes se han vuelto más despiadados desde que Hitler empezó a dictar órdenes en la cancillería y es probable que la situación se agrave en el momento en que la Wehrmacht empiece a descabezar checoslovacos para darnos unas hectáreas más de espacio vital.”

      Ritter tomó un sorbo de vino.

      “El dinero del maletín es el costo de la paz. En este país hay cuatro familias que manejan todo lo que no pueden manejar los ciudadanos honorables. Prostitución, usura, juego ilícito, contrabando, tráfico de drogas. Los italianos, los franceses, los rumanos y los irlandeses, son los más diligentes y agresivos, pero los chinos, los turcos y los japoneses están luchando como leones para obtener una tajada del pastel. Los territorios y las jurisdicciones son muy tenues…”

      “Capitán…” dijo el mesero.

      “¿Otra vez? —gritó Ritter— Te acabo de decir que nos dejes tranquilos.”

      “El gerente quiere saber si les manda una botella de champaña.”

      “Champaña, perfecto. Los territorios y las jurisdicciones, decía, son muy tenues y todos los días hay escaramuzas y refriegas porque los rumanos se meten en el gallinero de los franceses o los irlandeses quieren imponer su ley en el corral de los italianos. Para eso estamos nosotros, Bruno, para mantener la estabilidad del país e impedir que el crimen organizado desate una guerra que podría dejar más víctimas de las que producen los delincuentes del arroyo.”

      Ritter sirvió dos copas de champaña y lo invitó a brindar en memoria de Ludwig Meyer.

      “La responsabilidad es de todos. La Kripo, la Gestapo, las SS, tres corporaciones formidables que no sólo están al servicio del nacionalsocialismo y los designios históricos del Führer, sino de los hombres que llevan entre las manos la economía subterránea.”

      “No entiendo…” dijo Meyer.

      “Para eso te llevé a conocer a Galeotti, para que empieces a ver el mundo desde el balcón de la realidad y te olvides de las abstracciones que aprendiste en la Facultad de Derecho. Será necesario que te lleve con Bernard Leclerc, Brendan O’Banion y Dragos Antonescu. La Kripo, la Gestapo y las SS funcionan en dos planos. Durante el día se dedican a perseguir delincuentes y enemigos del Estado. Por la noche, a mantener en orden a los grupos más activos del crimen organizado.”

      Ritter tomó un sorbo de champaña.

      “No sé quién inventó la expresión crimen organizado, pero se le olvidó añadir que es el crimen organizado por las autoridades. De otra manera no tendría ninguna posibilidad de existir sin desquiciar el funcionamiento de la sociedad. Las mafias hacen su trabajo en la oscuridad, nosotros impedimos que nadie abuse de nadie y el país sigue adelante obedeciendo a lo que las personas como tú llaman las Fuerzas de la Historia Universal.”

      “El señor Galeotti le dijo que hablara con los señores… Olvidé los nombres.”

      “Se refería a Jürgen Scheller, el subdirector de la Kripo, y a Edmund Hoffmann, el jefe de operaciones de la Gestapo de Berlín. ¿Qué pensabas? ¿Que el dinero era para Hugo Ritter?”

      Un sorbo de champaña.

      “Hice tres paquetes de cien mil marcos. Uno para Scheller, otro para Hoffmann y el tercero para Kasper.”

      Meyer lo miró con incertidumbre.

      “Hans Kasper, el hombre de confianza de Heydrich y subdirector de las SS de Berlín. El dinero sale de las manos de los jefes de las familias y las gentes como tú y yo nos encargamos de bombearlo hacia arriba. Los mensajeros nos llevamos las migajas y el honor de estar colaborando en una de las tareas más delicadas del régimen.”

      “Espero que les haya gustado la comida” dijo el gerente de la taberna.

      “El arroz estaba un poco seco —respondió Ritter— y las pechugas demasiado grasosas, pero no estuvo mal si tenemos en cuenta que no te voy a pagar.”

      Hermann Goering, el comandante de la fuerza aérea y el hombre más poderoso de Alemania después de Hitler, había nacido en Rosenheim, en el corazón de Baviera, y fue un alumno distinguido en la escuela de cadetes de Karlsruhe, de donde salió para combatir en la guerra del 14 antes de sumarse a las huestes del nacionalsocialismo y convertirse en amigo íntimo y asesor predilecto del jefe del Estado.

      Era, sin duda, una pieza clave en el resurgimiento militar de Alemania, pero la voz de la calle afirmaba que había hecho una fortuna descomunal firmando acuerdos secretos con las familias que se dedicaban a medrar con el presupuesto del país fabricando material de guerra: los Krupp, los Siemens, los Messerschmitt.

      “Sería imposible —dijo Ritter— calcular el dinero que se ha robado en complicidad con los príncipes de la industria militar. Decenas, cientos de millones. No me asombraría que fuera uno de los hombres más ricos del mundo.”

      Había empezado a anochecer y las calles estaban cubiertas de sombras y hojas muertas.

      “Lo mismo puedo decirte de Himmler, que se dedicaba a vender pollos en Sajonia y hoy en día está nadando en dinero. Las armas, los pertrechos y los vehículos de las SS en todo el país se compraron y adjudicaron en su oficina de la Richthofenstrasse y no hay un solo proveedor del gobierno que no le haya llenado los bolsillos.”

      Ritter enfiló por una calle ancha y arbolada que se encontraba en el sur de la ciudad y estaba inundada de edificios antiguos y campos de futbol.

      “Albert Speer, mi viejo, se ha convertido en el arquitecto personal de Hitler y en uno de los pocos nazis que pueden hablarle al oído. Ha cubierto el país de monumentos fastuosos y estadios colosales y las constructoras más importantes comen de su mano. Las princesas del partido se hacen traer sus joyas y vestidos de las tiendas más lujosas de Roma y París y los uniformes de las SS y de los líderes del régimen no fueron diseñados por los sastres de Berlín sino por los grandes modistas de Milán. Abre la guantera y dame el ánfora.”

      Ritter


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