El palacio de hielo. Tarjei Vesaas

El palacio de hielo - Tarjei Vesaas


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lo dudó ni por un instante y envió la respuesta:

      Iré a tu casa.

      Eso puso fin a las notas. Y no se hablaron hasta que acabó la jornada. Siss preguntó una vez más a Unn si no quería ir a su casa.

      —No, ¿por qué? —dijo Unn.

      Siss se contuvo. Sabía que era porque Unn pensaría que ella tenía alguna cosa de la que su tía carecía, y también porque estaba acostumbrada a que las amigas fueran a su casa. Avergonzada, no pudo decírselo a Unn.

      —Por nada —contestó.

      —Ya has dicho que vendrías a la mía.

      —Sí, pero no puedo ir ahora mismo, primero tengo que pasar por casa para decirles adónde voy.

      —Sí, claro.

      —Así que iré esta tarde —añadió Siss, fascinada. Le fascinaba lo que había de incomprensible en Unn, lo que le parecía que rodeaba a esa chica.

      Eso era lo que Siss sabía de Unn, y ahora iba camino de su casa, después de pasar por la suya para avisar a sus padres.

      El frío le pinchaba la cara, el suelo crujía bajo sus pies, y un poco más lejos se oían los estallidos del hielo.

      Por fin divisó el contorno de la pequeña casa de la tía de Unn. De las ventanas salía luz, iluminando los abedules cubiertos de escarcha. El corazón le latía de alegría y expectación.

      3. UNA SOLA TARDE

      Unn debía de estar esperándola vigilando tras la ventana, pues salió antes de que Siss llegase a la puerta.

      —Está muy oscuro, ¿verdad?

      —¿Oscuro? Sí, pero no importa —contestó Siss, a pesar de haberse sentido más que tensa en la oscuridad del bosque.

      —Y frío también hace, ¿no? Hace un frío horrible esta noche.

      —Tampoco importa —contestó Siss.

      —¡Qué bien que hayas venido a vernos! —exclamó Unn—. Mi tía dice que solo has estado aquí una vez, cuando eras pequeña.

      —Sí, me acuerdo. Entonces yo no sabía nada de ti.

      Mientras conversaban medían sus fuerzas. Salió la tía, con una sonrisa amable.

      —Es mi tía —dijo Unn.

      —Buenas tardes, Siss. Entra deprisa, hace mucho frío para quedarse en la puerta. Ven a calentarte y quítate el abrigo.

      La tía de Unn hablaba con cordialidad y sosiego. Entraron en la pequeña y caldeada sala. Siss se quitó las botas cubiertas de escarcha.

      —¿Te acuerdas de cómo era esto antes? —preguntó la tía.

      —No.

      —No ha habido ningún cambio, todo está como entonces. Viniste con tu madre, lo recuerdo bien.

      La tía parecía tener muchas ganas de hablar, seguramente no era algo que hiciese a menudo. Unn se mostraba impaciente por tener a su invitada para ella sola. Pero su tía no estaba dispuesta a dejarla aún.

      —Desde entonces, solo te he visto en otras partes, Siss. Claro que tampoco tenías ningún motivo para venir a verme, hasta ahora, que Unn está aquí. Eso lo cambia todo. Ha sido una suerte para mí que haya venido.

      Unn seguía esperando, impaciente.

      —Ya te veo, Unn —prosiguió su tía—. Pero tómatelo con calma. Ahora vamos a servirle algo a Siss para que entre en calor.

      —No tengo frío.

      —Se está calentando en la cocina —dijo la tía—. Me parece que hace demasiado frío y es demasiado tarde para estar fuera a estas horas. Deberías venir un domingo.

      Siss miró a Unn y contestó:

      —Tenía que ser hoy.

      La tía se echó a reír. Estaba de buen humor.

      —Bueno, si tú lo dices...

      —Y me dará tiempo a volver a casa antes de que mis padres se acuesten —dijo Siss.

      —Muy bien, bébete esto.

      Se tomaron la sabrosa bebida de la tía. Entraron en calor. La expectación envolvía a Siss con un velo fino y tentador. Pronto se quedarían solas.

      —Tengo mi propia habitación —dijo Unn—. Vamos.

      Siss se estremeció. Todo estaba a punto de empezar.

      —Tú también tienes una habitación para ti sola, ¿verdad, Siss?

      Siss asintió con la cabeza.

      —Ven.

      La amable y locuaz tía de Unn parecía querer entrar con ellas en el pequeño cuarto. Era evidente que no la dejarían. Unn la atajó con tanta firmeza que la tía se quedó sentada en su silla.

      La habitación de Unn era minúscula, y Siss tuvo de inmediato la sensación de que había algo raro en ella. Dos pequeñas lámparas la iluminaban. En las paredes había muchos recortes de revistas y la fotografía de una mujer tan parecida a Unn que no hacía falta preguntar quién era. Al poco rato, Siss advirtió que la habitación no era en absoluto rara, sino, por el contrario, más o menos como la suya.

      Unn la miró, interrogante.

      —¡Qué habitación tan acogedora! —dijo Siss.

      —¿Cómo es la tuya? ¿Es más grande?

      —No, más o menos como esta.

      —Tampoco hace falta que sea más grande.

      —Es verdad. No hace falta.

      Hablaron un poco de todo y de nada mientras entraban en calor. Siss, que ocupaba la única silla que había, estiró las piernas. Unn estaba sentada en el borde de la cama, con las piernas colgando.

      Se miraban de reojo, estudiándose la una a la otra. Por alguna extraña razón, todo aquello no resultaba nada fácil. Además, se sentían molestas por necesitar su mutua compañía. Se observaban con complicidad, como añorando algo, y al mismo tiempo se sentían profundamente cohibidas.

      Unn se levantó y comprobó si la puerta estaba cerrada. A continuación hizo girar la llave en la cerradura.

      Siss se estremeció al oír el ruido y se apresuró a preguntar:

      —¿Por qué haces eso?

      —Mi tía podría entrar.

      —¿Tienes miedo de que entre?

      —¿Miedo? Claro que no. No es por eso. Pero había pensado que estaríamos mejor solas. ¡Ahora nadie va a entrar aquí!

      —Es verdad. Ahora nadie va a entrar —convino Siss, y notó que por fin iba sintiéndose feliz, que los lazos entre Unn y ella empezaban a estrecharse. Guardaron silencio de nuevo, cada una en su sitio.

      —¿Cuántos años tienes, Siss? —preguntó Unn al cabo.

      —Un poco más de once.

      —Yo también tengo once —dijo Unn.

      —Somos más o menos igual de altas.

      —Sí, casi iguales —señaló Unn.

      Aunque se sentían atraídas la una por la otra, les costaba iniciar la conversación. Se pusieron a juguetear con lo que tenían a su alcance, mientras miraban a diestra y siniestra. El cuarto estaba agradablemente caldeado. Sería por la estufa encendida, pero no solo por eso. Una estufa de leña habría servido de poco si ellas no hubieran congeniado.

      —¿Estás a gusto en nuestro pueblo? —quiso saber Siss.

      —Sí, estoy muy bien aquí con mi tía.

      —Ya,


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