El fin del autoodio. Virginia Gawel
Nuestro terreno interno tiene suficiente espacio para que el vulnerable conejo se sienta libre de amenazas, y ese lobo domesticado ya no represente una alerta que haga sonar en nuestro cerebro todos los circuitos de la emergencia, sino, por el contrario, nos haga sentir que tenemos la capacidad de cuidarnos a nosotros mismos, tal como si en casa viviéramos con un leal perro guardián.
La represión de nuestra Esencia: nostalgias de Sí Mismo
Para dar el paso siguiente necesitaremos abordar un tema que nos va a acompañar durante el resto del libro: la identificación como fenómeno psicoespiritual, así como la desidentificación como una práctica vital, necesaria y posible.
Las distintas tradiciones de sabiduría a lo largo de la historia de la humanidad señalan de diversas maneras que hay un núcleo de nuestra identidad que es sagrado: me resuena concebirlo como una porción del Todo en mí.
La manera más simple de graficarlo es con dos círculos concéntricos:
Estoy segura de que el sabor de esa Esencia te es conocido: aún asoma su relumbre en la mirada de quienes conservan su nexo con ella (alguna persona mayor, los niños pequeños, las personas que amamos cuando están liberadas de sus defensas… y nosotros mismos cuando nos quitamos los ropajes de la personalidad).
El genial Carl Gustav Jung llamó a ese centro “Sí Mismo”, definiéndolo con palabras muy fuertes para haber sido emitidas por un psiquiatra que partiera de este mundo en 1961: “Podría llamarle ‘Dios en mí’”.
De una manera laica, la Psicología Transpersonal se refiere a esa intimidad nuestra como “Esencia” (o sea, aquello que hace que seamos quienes somos). Ken Wilber tomó de Oriente la palabra Atman (que significa en idioma sánscrito “esencia, aliento”), lo cual es también muy gráfico porque, en esa tradición, Brahman sería ese Todo, y, por ende, Atman es una parte de ese Todo que viene a evolucionar a través de la experiencia humana.
Volvamos a mirar la dinámica de esos círculos concéntricos: desde esta mirada, esa Esencia en-carna (se hace carne, se “viste” de ella), pero aun antes de nacer empieza a recibir todo tipo de condicionamientos desde afuera, que, junto con el temperamento que ya trae, irán conformando una personalidad: vamos quedando sumergidos en una especie de hipnosis, en la cual la realidad que percibimos está distorsionada por todo lo que absorbemos de nuestra familia, nuestra cultura, nuestra época.
En ese proceso de ir construyendo nuestra identidad, nos vamos identificando con esa personalidad, esos pensamientos, esas emociones y sentimientos que se van moviendo en nosotros. Resulta de ello un determinado modo de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos, al punto tal que todo ese cúmulo de condicionamientos directamente reemplaza a nuestra identidad esencial, conformando una segunda naturaleza constituida por automatismos condicionados la cual, en vez de ayudarnos a expresar nuestra esencia, obstruye su manifestación.
Quedamos separados de nosotros mismos. ¡Es un precio muy alto el de insertarnos en la vida humana! Sin embargo, ese precio deberá pagarse. Y, quien tenga esa posibilidad, padecerá una añoranza de Sí Mismo: aunque no sepa qué le sucede, se extrañará con una sentida nostalgia, sin razón terrena alguna. Bendito el que no ha perdido esa nostalgia, porque le espera la posibilidad de reencontrarse con su verdadera Esencia.
Hará falta un profundo trabajo sobre sí para volver a conectarse con aquello que en realidad somos y nunca dejamos de ser, pero que quedó soterrado debajo de todas esas innmuerables capas de condicionamientos. Son pocas las personas que conservan algún tipo de hilo conductor con su Esencia. La mayoría ni siquiera lo recupera. Otras, con base en ese arduo trabajo interno o debido a crisis personales (u otros factores, como luego veremos), vivencian un quiebre de toda esa estructura aprendida… y por esa hendidura se filtra nuevamente aquel perfume de quienes realmente eran, recobrando el impulso de retornar a su Esencia, como los salmones que vuelven río arriba a desovar en su lugar de origen.
Cuando hablo de este tema en mis clases suelo recordar cuando, en mi infancia, mis abuelos hacían fuego y mamá ponía sobre las brasas batatas untadas con barro fresco. A medida que el barro se secaba, se iba transformando en un verdadero horno de cocción. La batata estaba lista cuando el barro quedaba totalmente seco. Entonces, se la apartaba de entre el rescoldo y se le daba un golpe con una piedra o un leño. El golpe partía la cáscara de barro y dejaba al aire, fragante y deliciosa, la dulce batata ya cocida.
Si la batata fuera un humano seguramente gritaría: “¡Ay, qué desgracia, me han quebrado mi identidad!”. Pero luego advertiría que solo se había desprendido de un barro ya inútil, que había servido para volverlo cocido, fragante, pero que ya no necesitaba. Y que su verdadera identidad recién en ese momento estaba a la vista. ¡El ser humano promedio, identificado con el barro, correría a juntar los pedazos y volver a vestir su desnudez con él!
Pasajeros de un sueño colectivo
El proceso por el cual nuestra Esencia va quedando obstruida por todas las adaptaciones que el ser humano debe hacer a lo largo de su vida, se describe de manera metafórica como “ir quedándonos dormidos”. La Humanidad vive dormida, y el propósito de una vida con Sentido es despertar.
Entrenarse para vivir despiertos es a lo que apuntan las tradiciones espirituales, cada vez más respetadas en los ámbitos científicos y por la Psicología. Si tan solo te detienes ahora en la lectura y recorres lo que sucedió ayer, durante la semana, o de aquí a un año atrás, posiblemente coincidas en reconocer que la mayor parte de lo vivido se desvaneció en el olvido.
“Mientras el presente era presente pasó, sin que nos detuviéramos por dentro a verlo pasar. Allí estaba mi vida, pero la dejé sola de mí”… Vivir dormidos es como ser tristes sonámbulos de una biografía que termina no siendo la nuestra: aquella singular historia que nuestra Esencia vino a encarnar se vuelve una historia del montón, donde nuestra singularidad queda perdida en el Olvido de Sí.
La metáfora de vivir sumergidos en un sueño aparece tanto en los cuentos y fábulas de distintas culturas como en textos sagrados de diferentes tradiciones: desde el Jesús que encuentra a sus discípulos dormidos y se los recrimina, a Siddharta Gautama, que deja su palacio cuando todos duermen, para buscar el Camino del Despertar, y transformarse en el Buda.
Nuestra Esencia es como la Bella Durmiente que, con toda su corte, queda suspendida en estado de sopor durante cien años, hasta que el príncipe valiente la despierta, habida cuenta de que tal príncipe también es algo que está dentro de nosotros y representa, como la palabra lo indica, el “principio” de algo nuevo: otro nivel de conciencia.
¿Es diferente nuestra situación? No. Creemos estar despiertos, pero en general la persona que trata de poner comprensión en su propia vida, con solo mirar unos años hacia atrás advierte situaciones con las que estaba identificada, pero ya no. Ve, entonces, cuán dormida estaba en ese vínculo, en ese rol, actuando desde aquellas actitudes...
Mientras uno está dormido, sueña que está decidiendo, pero se encuentra preso de creer que es libre y solo puede advertir ese estado de ilusión (Maya, para los hindúes) cuando ha salido de él.
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