Anacrónica. Jorge Alberto Silva
iba a preguntarle a Eric por que hablaba como película doblada, pero luego me acorde de su concurso de oratoria. Cada vez se lo tomaba más en serio.
Para gusto de algunos compañeros, el profe Bulnes me llamó la atención y me advirtió que debería esmerarme muchísimo si quería ir al próximo paseo escolar. De regreso a la escuela, en el camión en el que nos llevaron al paseo, no dejaba de pensar en la extraña Ana anacrónica de la pintura.
¿No les ha pasado que recuerdan una cosa tan lejana en el tiempo que ya no están seguros de que haya sido verdad o solamente un sueño?
Desde siempre, he llevado en mi cabeza la imagen de una ciudad que juraba haber visitado. Recordaba edificios y construcciones que no se parecían nada a los de Ciudad Magna: sus diseños tenían formas extrañas, en tonos blancos y plateados, con grandes ventanales, cúpulas y túneles transparentes en los que no tenías que caminar porque el piso era una banda transportadora. Había árboles, lagos y jardines por todos lados, incluso en el interior de los mismos edificios o en sus balcones.
Les pregunté a mis papás una y mil veces sobre esa ciudad; ellos sólo se veían a las caras con algo de nerviosismo y se apresuraban a decirme que nunca habíamos visitado un lugar como ese, que seguramente lo habría visto en una película o en un sueño. Y si, cualquiera de esas explicaciones era posible, pero el recuerdo se sentía tan real que no me sentía a gusto con esas respuestas.
Me puse a investigar en Internet sobre lugares con estas características y lo más cercano que encontré al sitio de mis recuerdos fue la ciudad de Dubái, que está en los Emiratos Árabes Unidos. Solo que queda bastante lejos de Ciudad Magna, y un viaje hasta allá cuesta más caro que todas las casas de mi colonia juntas, así que ni de chiste habíamos ido Ahí de vacaciones, a menos que nos hubiéramos ganado el viaje en una rifa.
No terminaba de convencerme de que la dichosa ciudad era solamente un sueño, pero ante la falta de evidencia no tenía más remedio que aceptarlo. Afortunadamente, el tiempo se encargaría pronto de demostrarme que no estaba alucinando.
Por cierto, no me he presentado.
Me llamo Ana Amser y acabo de cumplir doce años. Desde que ocurrió lo del museo, “el curioso caso de la pintura renacentista”, ha pasado ya algo de tiempo... Más del que se pueden imaginar.
Ahora sé cosas que en ese entonces no sabía. Por ejemplo, en aquella época yo no me consideraba una niña normal. Tampoco era que tuviera cuatro brazos o cinco ojos, o que en las noches me con vertiera en zarigüeya y saliera a los basureros de las casas a buscar comida. Mi “rareza” era una buena rareza, es decir, esa rareza que viene bien en ocasiones. Lo malo es que no dejaba de ser rareza y, ya saben, a una no le gusta sentirse rara, bueno, a mí no me gustaba.
Probablemente han sentido en alguna ocasión que están en cierto sitio o con un grupo de personas en donde nada más no encajan. ¡Imagínense sentirse así todo el tiempo! Es cierto que me llevaba bien con mis amigos y que la mayoría de la gente que conocía era muy amable conmigo, pero no podía dejar de sentirme fuera de lugar. Y todo era a causa de ciertas “habilidades” (así, entre comillas) que no me ayudaban mucho a considerarme normal.
En primer lugar ¿qué pensarían de una persona que nunca se enferma? Y cuando digo “nunca” es ¡nunca!, ¡jamás!, ¡ni por error! ¿Extraño? ¿Imposible? Pues bien, esa es una de las habilidades de las que les hablo. Nunca en la vida me ha dado gripa, fiebre, diarrea; mucho menos varicela, hepatitis u otras enfermedades más graves. Mi mamá me contó que cuando yo estaba en primero de primaria, una de mis compañeras se enfermó de sarampión y tuvo que faltar a la escuela. Pocos días después, todo el salón se había contagiado menos yo. ¡Incluso la maestra se enfermó!
¡Por supuesto que me sentí muy infeliz, yo también quería enfermarme de sarampión como los otros niños! Así que tomé un marcador y me dibujé puntitos rojos por todo el rostro. Lo único que saqué con eso fue que mi mamá se pasara una hora lavándome la cara para borrar mi sarampión de mentiritas.
Esto era un secreto, mis papás me dijeron que por ninguna razón le podía decir a nadie que yo nunca me enfermaba. Supongo que les daba miedo que doctores o científicos me quisieran hacer estudios o sacarme sangre para crear una vacuna o algo por el estilo. Por supuesto que esto tiene una explicación lógica que más adelante les revelaré, cuando sea el momento.
Tengo otra habilidad secreta, esta ni siquiera la conocen mis padres.
La descubrí hace años cuando llegó a mi escuela una niña llamada Jennifer. Ella solo sabía hablar inglés, así que la pobre no platicaba con nadie. Como me daba pena verla Ahí sola y asustada me le acerqué para sacarle plática. Para mi sorpresa, pude entender cada palabra que Jennifer decía, y no porque yo entendiera el inglés, sino porque la escuchaba hablar en mi propio idioma. ¡Sí! Como si ella fuera el personaje de una película doblada. ¡Y no solo eso! Cada cosa que le decía a Jennifer, según yo en mi idioma, ella lo entendía a la perfección porque en realidad lo decía en inglés.
Raro, ¿no? Pues espérense, porque la cosa no termina Ahí.
La otra vez, mi papá estaba viendo en la televisión una película rusa. Para mí, los actores sonaban como si hablaran mi idioma, les entendía sin problema, pero sabía que mi papá los escuchaba hablando en ruso porque en un momento dejaron de poner letritas con la traducción, y él se enojó muchísimo, ya que iban a revelar quién era el culpable de un crimen.
Después de esto, me di cuenta de que algo no andaba bien. Me metí a Internet y comencé a buscar videos en todos los idiomas: italiano, francés, latín, chino mandarín, bengalí. ¡Los entendía todos! Incluso el idioma de los elfos de El señor de los anillos. ¿Cómo era esto posible? Yo jamás había estudiado ninguna de esas lenguas.
Decidí ponerme a investigar y me topé con algo llamado “don de lenguas”, que es la habilidad para entender y expresarse en otros idiomas, aun cuando no los has aprendido. Pensé que quizás eso era lo que me ocurría, pero la verdad, sentí miedo de que me estuviera volviendo loca, así que nunca se lo confesé a nadie. Ni siquiera a Mina o a Eric. Absolutamente a nadie. Al menos tengo la ventaja de no tener que leer los subtítulos cuando voy al cine a ver una película en otro idioma.
La tercera rareza no es precisamente sobre mi persona, aunque sí está muy relacionada conmigo: mis queridos padres Carlo y Melva Amser. Ella estudió contabilidad, pero ahora se dedica a la casa. Él es maestro de física en la Universidad de Ciudad Magna. El sueño de mi papá siempre fue ser astronauta, lo malo es que nunca aceptaron su solicitud en una escuela de Astronomía en el extranjero. Al parecer, los astronautas deben tener ciertas características físicas si es que quieren viajar al espacio, y como él es bajito y no precisamente muy esbelto, pues no hubo manera. Eso sí, debo decir a su favor que es muy inteligente.
Para no sentirse tan mal por el asunto de que no podía ser astronauta, papá se volvió un fanático de todo lo que tiene que ver con el espacio. A diario ve películas de ciencia ficción o documentales sobre viajes a otros planetas y cosas de ciencia.
Hay una película muy rara que ve casi todas las semanas. Se llama 2001: Odisea del espacio. Siempre que la termina de ver se emociona hasta ponerse a llorar como un niñito. No sé por qué, la película es aburridísima porque casi no hay diálogos. Es más, durante medía película los personajes son unos changos que se la pasan peleando. Pero para mí papá esa película es lo máximo.
Además de las labores del hogar, mi mamá tiene otra ocupación muy poco común. Verán, seguido llegan a la casa personas con caras de angustia que buscan a mi mamá para pedirle consejos. Ella los escucha y les dice qué hacer. No es exactamente una psicóloga porque no estudió para eso, los consejos que les da se basan en... cómo se los explico...
Miren, mi mamá le sirve una taza de café a cada persona que va a consultarla. No es un café cualquiera, se lo traen de una isla que se encuentra muy lejos de Ciudad Magna. La persona le cuenta sus penas mientras se