Anacrónica. Jorge Alberto Silva

Anacrónica - Jorge Alberto Silva


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y el futuro de quien lo bebió.

      No se cómo le hace, pero las personas que la visitan dejan ahí su cara de angustia y salen tranquilos, sonrientes y relajados. A esto se le llama “caféomancia” y, no se preocupen, no es cosa de brujería ni nada por el estilo. Es una técnica que aprendió de mi abuela, quien era originaria de un país europeo. Un día le pregunté por qué salían tan contentas todas las personas que iban a visitarla. ¿Acaso nunca veía malas noticias en sus futuros?

      —Claro, a veces la lectura del café no dice cosas agradables —me explico—, pero yo siempre les digo que pueden cambiar su futuro si así lo desean.

      — ¿Cómo? Si tú ya viste su futuro, ¿No se supone que tiene que suceder? —le pregunté.

      —No, Ana, yo no veo nada. Solo es una interpretación, la gente tiene el poder de llevar su vida por el camino que desee.

      Muchas veces le pedí a mi mamá que leyera mi café, pero nunca quiso hacerlo. Me decía que si de entrada ya era inquieta, con una taza de café encima no habría quién me aguantara. Sin embargo, creo que no accedió por otra cosa, algo sobre mi futuro que no me quería revelar.

      Tengo otra cosa muy importante que contar acerca de Carlo y Melva Amser, pero eso también será en otro momento. Por ahora, basta con que sepan que son padres muy cariñosos y que los amo como loca. Siempre me dijeron que para ellos yo era un regalo del destino. No entendía en ese entonces, pero ahora sé exactamente a lo que se referían.

      La ultima de mis rarezas es más bien una cualidad. Soy el paño de lágrimas de todos mis amigos Se los explico por si no conocen la expresión: es cuando, por alguna razón, la gente se acerca a ti para contarte sus penas y terminan desahogándose a punto de pegar el grito. Algo así como lo que hace mi mamá con la gente que va a que le lea el café; solo que sin café ni lectura ni nada, solo escucho y aconsejo.

      Según dicen mis amigos, siempre tengo las palabras precisas para consolarlos. No sé, será que hay algunas situaciones que a la mayoría de la gente le resultan muy difíciles de solucionar, y para mí son tan sencillas como contar hasta tres.

      El maestro Bulnes me dijo una vez que yo tengo mucha inteligencia interpersonal, eso significa que se me da lo de entender lo que le pasa a los demás y darles consejos, o sea que soy una especie de psicóloga. Y la verdad, a mí me fascina aconsejar a mis amigos y ayudarles con sus problemas. Como aquella vez que Mina hizo trampa en un examen y se sentía muy nerviosa y culpable. Le aconsejé que confesara la verdad, pidiera disculpas y afrontara las consecuencias. O cuando a Eric se le murió Alejo, su cotorro, y se deprimió tanto que no hablaba con nadie.

      Lo malo era que, aunque se me facilitaba ayudar a otros a solucionar sus problemas, no terminaba de entenderme a mí misma. Ese sentimiento de no pertenecer al mundo en el que vivía no de jaba de torturarme. Había días en los que les sonreía a todos, pero por dentro me sentía extraña y nostálgica. Me daba por pensar que todas mis rarezas se debían a que yo era algo así como una extraterrestre que se quedó estancada en el planeta Tierra como E.T. Por eso nunca me enfermaba y sabía idiomas que nadie me enseñó.

      Mi suposición no estaba tan equivocada. Esa pintura, “Anacronismos”, era la hebra que había que jalar para descubrir el hilo de mi historia, solo que este hilo estaba lleno de nudos que tendría que deshacer.

      Bueno, ahora que me conocen mejor, puedo seguir contando la historia.

      La segunda vez que vi al misterioso hombre barbón del museo fue en Zhang’s, el restaurante de comida china favorito de mi papá. Y lo era por la simple y sencilla razón de que era el único restaurante chino en la ciudad del que no salía con el estómago hecho pedazos, a pesar de que siempre que íbamos barría sin piedad con el pollo agridulce y los rollitos primavera.

      Era viernes de bufé y papá iba por la tercera vuelta. Yo ya había tenido suficiente y, al parecer, también mamá, porque tenía una cara de “debí parar en el tercer bocado”.

      — ¿Estás bien, amor? —le preguntó papá a mamá al regresar de la barra con un plato inundado de tallarines con camarón.

      —Creo que me cayó mal la comida.

      Apenas le llegó a mamá el aroma de los camarones y su cara empeoró.

      —Pero... —papá se alarmó—. Nunca en la historia nos ha caído mal la comida de Zhang’s. Habrás mezclado.

      —Necesito ir al.

      Mamá no dijo más y se lanzó a correr al baño.

      Papá estaba desconsolado. Si la comida enfermaba a mamá, adiós pollo almendrado y sopa wantan. Tendría que iniciar la búsqueda de un nuevo lugar donde comer a sus anchas, porque mamá ni loca querría regresar ahí.

      —Voy por más comida, quizá sea la última vez que vengamos aquí —papá se puso de pie y fue de nuevo al ataque.

      En ese instante se apareció. Al principio no lo reconocí porque creí que era un mesero de Zhang’s. Bueno, en realidad lo era. Llevaba puesto el traje típico de los empleados del restaurante: una chaqueta negra con motivos orientales en rojo, pantalón amplio y banda en la cabeza. Fueron sus barbas canosas las que lo delataron.

      —Cortesía de la casa —dijo el hombre barbón mientras me extendía una charola repleta de galletas de la suerte.

      —No, gracias.

      — ¿No quieres saber tu futuro? —insistió el hombre, y trató de sonreír, lo hizo tan mal como cuando lo intentó en nuestro primer encuentro.

      No me quedó más remedio que aceptar la galleta. También dejó una para mi papá.

      —Provecho —dijo el hombre barbón, y se retiró de la mesa justo cuando papá regresaba con una montaña de rollitos primavera en su plato.

      —Galletas de la suerte. También las voy a extrañar —dijo papá con melancolía, y se apresuró a partir en dos la galleta y sacar el papelito de su interior.

      — ¿Qué dice? —le pregunté mientras partía mi galleta.

      —“Una inmensa alegría llegará a tu vida” —papá leyó el mensaje voz alta—. Espero que esa alegría sea el mejor restaurante de comida china del mundo, porque dudo que tu mamá quiera regresar acá después de esto.

      Me reí.

      — ¿La tuya qué dice?

      Mi mensaje no era tan claro como el de papá.

      Cinco giros has de dar...

      Cinco momentos que fueron y serán...

      —Quizás se refiere a que debes practicar gimnasia —sugirió papá.

      Puedo entender cualquier idioma, pero este mensaje, que más bien era un acertijo, no me resultaba para nada claro.

      Mamá regresó muy desmejorada.

      —Creo que debo ver a un médico, esto no es normal.

      Para fortuna de papá, no sería su última visita a Zhang’s. En un par de días, y tal como lo indicaba la galleta de la suerte, el malestar de mamá se convertiría en una inmensa alegría, un giro inesperado en sus vidas.

      Giros. Cinco giros. Cinco momentos que fueron y serán. El enigma seguiría en mi cabeza por el resto del día. No pude evitar pensar en la pintura que había visto un día antes en el museo, y en el hombre de barba que ahora también se había aparecido en el restaurante. Qué cosas tan raras me estaban pasando.

      Mientras papá pagaba la cuenta, me acerqué a otro mesero y le pregunté por el hombre que obsequiaba las galletas de la suerte. El joven chino me explicó que nunca antes había visto en el restaurante a alguien con esas características.

      Al día siguiente era sábado y había quedado con Mina en ir a casa de Eric para hacer un


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