Marina escribe un libro. Ángel Morancho Saumench
CAPÍTULO VII Pedro regresa a España
CAPÍTULO VIII Pedro en su primer día de nuevo en Libertas&Cía
Pedro de nuevo en Libertas&Cía
CAPÍTULO IX El marqués y Pedro
La historia de una boda contada en un jardín
CAPÍTULO X El mensaje testimonial de Pedro
CAPÍTULO XI De Seattle a Madrid de nuevo
Encuentro en el jardín en El Viso
Dedicatoria a Claudia y Pedro
Hola queridos: Os dedico este libro que no hubiese sido posible sin vuestra activa colaboración.
Mi gran amiga Claudia y mi querido primo Pedro.
Hace tiempo que os pedí permiso para contar vuestros avatares desde que os conocisteis. Pedro ya me preguntó en una ocasión que cuando terminaría. Estábamos en un impasse en el que se presumía que nada nuevo podía suceder ya; pero yo, aun entonces, tenía la esperanza de que todavía quedaba mucho por escribir.
De lo que he vivido con vosotros y lo que me habéis querido contar —cuando yo no estaba presente—, o vuestros pensamientos que solo los conocéis vosotros si no los contáis, y las aportaciones de algunos de vuestro entorno, he llenado un cuaderno que me ha costado trabajo pasarlo a un tratamiento de textos simulado. He tenido que hacer muchas aclaraciones en mis pequeños encuentros con otros próximos a vosotros, incluso por escrito sobre acontecimientos como acompañantes en vuestras vivencias cuando yo no estuve presente.
Más difícil ha sido redactar vuestras y... mis vivencias sin que se pueda averiguar nuestra identidad. Así he transmutado lugares o no, logros o tampoco... lo que ha sido nuestro devenir. Me he permitido alguna que otra licencia literaria que espero no moleste a nadie.
He tenido que corregir una y otra vez hasta poder imprimirlo. Seguro que alguna falta quedará; ya me disculparéis.
Mi regalo es este libro que lo he tratado con toda mi mejor voluntad. Lo voy a encuadernar muy pronto. Con todo el cariño a los dos.
Marina Ionesco
CAPÍTULO I
Recoletos
Mediados de septiembre en un año muy seco en un país preocupado. Hoy he vuelto a Madrid. Aunque se acerca el otoño hace calor, ese calor que casi ha sido asfixiante durante el verano; la tierra parecía implorar a las nubes que le descargaran un poco de agua para no cuartearse. A pesar de la sequedad observo agradecida cómo este Paseo de Recoletos se mantiene floreciente gracias a una buena jardinería. Me gusta pasear por él casi siempre que vengo a Madrid, desde mi casa en Somosaguas, busco integrarme en su paisaje, muy céntrico. Su alameda, con sus árboles y jardines, le dan un agradecido ambiente de calma pese al tráfago de vehículos entre Cibeles y Colón. Además, me permite visitar a mis amigos en el sector, sin olvidar el indudable atractivo de la proximidad de la excelente zona comercial en las inmediaciones de Serrano. Ahí, ya en Colón, mi marido tiene una de sus dos galerías de antigüedades e imaginería con una sala para subastas de arte. Yo, cuando puedo, suelo hacerme cargo de la segunda, que está en la calle Alcalá, muy cerca de Cibeles. Mis estudios de Bellas Artes me han permitido ser una buena colaboradora de mi marido Javier Bores.
Seguí paseando con lento caminar. Aunque ensimismada en mis pensamientos, percibía como muchos peatones me observaban. No me importaba, estoy acostumbrada. No soy una gran belleza, pero mi elegancia natural me permite vestir con comodidad sin ser adicta a las grandes firmas de ropa. Ya en la Universidad leí una máxima del Beau Brummell —el considerado árbitro e icono de la elegancia—: “Si la gente se vuelve a mirarte cuando vas por la calle, o es que no vas bien vestido, o demasiado rígido, o demasiado ajustado o demasiado a la moda”. No estaba de acuerdo; tal frase me parecía injusta —quizá lo fuera solo para varones— hasta que Óscar Wilde me avaló con su irónica frase: “La moda es una forma de fealdad tan intolerable que tenemos que cambiar cada seis meses”. Desde entonces mi moda soy yo; y aprecio que es bien considerada.
Llegué a la terraza del pabellón del restaurante El Espejo. Este pabellón casi me traslada siempre a finales del siglo XIX. Está construido al estilo que Eiffel, con gran acierto, introdujo en sus construcciones: hierro y aceros vistos. Me encantan las curvas y asimetrías del Art Nouveau y su posterior, el Modernista, tanto que cuando voy a París no dejo de visitar, si puedo, el preciosismo de Las Galerías Lafayette, cerca de la Ópera de Garnier, en pleno centro de la ciudad. Muchos arquitectos, entonces, basaron sus diseños en esos metales vistos engarzando grandes cristaleras e introdujeron diseños modernistas hasta en el mobiliario. El quiosco en el que se sitúa el pabellón de El Espejo es una miniatura de esos grandes edificios; es muy sugestivo y se integra magníficamente en el entorno de la alameda del paseo. Me sigue fascinando; por eso con frecuencia me siento allí, en su terraza si el tiempo es bueno, o en su interior.
Ya en la terraza me senté en una mesa también de hierro. En seguida vino el encargado quien me saludó con afecto.
—Hola, señora Ionesco, con su veraneo he echado en falta su presencia que tanto embellece nuestro entorno.
—Gracias señor Marsal, es usted muy gentil para lo que ahora se estila. Han sido unas vacaciones muy movidas; casi echaba de menos Madrid. —De reojo percibí que a pocas mesas de distancia, sin recato alguno, un atractivo joven muy bien trajeado, como si fuera un alto ejecutivo, me estaba mirando.
—¿Qué le sirvo? —me preguntó Marsal.
—Pues hoy algo fuerte, un chupito de vodka. —Tras decirlo reflexioné, era una hora temprana para bebidas fuertes, pero no renuncié a mi pedido. Quería animarme y, riéndome, le dije—: Y un botellín de agua de Vichy para que no me confundan con una alcohólica.
—Qué amable y divertida es usted, señora Ionesco.
Apenas se retiró Marsal, el joven que había entrevisto antes se levantó y se acercó a mi mesa.
—Buenas tardes, Marina. Igual no me reconoces; soy Enrique Dimó. Nos presentó un amigo común, Carlos Saltierra,