Socarrats. Julio García

Socarrats - Julio García


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V o Carlos III, pues no dependían de nobles, señoríos ni religiosos que les explotaran como a fieles vasallos, sino de las discusiones realizadas en la Casa del Pueblo (Ca la Vila) por sabios prohombres, designados y elegidos, tales como el justicia y los jurados.

      Tal vez Vila-real no tuviera, como villa, nada más de especial, que ya era mucho, ni qué resaltar en el amplio espectro del mapa del Imperio, de las Españas, ni de sus batallas; pero sí, este era el hogar de esa jovencita pelirroja, pecosa y revoltosa, de mirada traviesa, llamada María. Sí, esta era la villa que la vio nacer y le dio un dulce hogar con aromas de río, algarroba y zarza; un humilde hogar de madrugadas con olor a humo de leña, leche hervida y pan recién horneado, en el que creció feliz al abrazo de un padre, el señor Juan, aprendiendo tanto del abuelo Llorquet, molestando a su hermano Juanito y huyendo de los consejos y mandatos de la tía Anna. Nada entendía de reyes ni nobles, mucho menos de guerras, del horror que traen estandartes y pendones en brazos de altivos generales. Y ahí estaba, asomada a la ventana, bien temprano, todavía en la oscuridad del crepúsculo del amanecer, observando furtiva el candil, escuchando los pasos de su abuelo, que bien parecía prepararse para salir al campo.

      Pero, tan distante a ello, la guerra continuaba con su vorágine sangrienta e insaciable. Triste realidad. Con el paso del tiempo y los avatares que el viento arrastraba de uno u otro bando, la villa, el poble, como la llamaban los vecinos, se había decantado, en su mayoría, por favorecer la causa del archiduque Carlos, especialmente aquellos los más humildes, aunque entre sus devotos había también comerciantes, escribanos y prohombres de acaudalados bolsillos. Hicieron lo suyo los sermones en misa y en la taberna que en ello anduvieron, pues franciscanos, carmelitas y gran parte del clero apoyaban abiertamente al archiduque; al contrario que los beneficiados de la iglesia parroquial y de las monjas dominicas, que seguían fieles al Borbón y no se sabe el porqué, pues el papa Clemente XI les había dado la espalda al ver los avances en toda Europa de los ejércitos aliados que servían a la causa del archiduque. Aun así, las diferencias en el poble entre partidarios de un rey u otro no iban muy allá del sofoco momentáneo, ya que la mayoría de vecinos no sabían ni de su real existencia, ni quiénes eran en verdad aquellos monarcas ni de sus pretensiones más sinceras. Importaba más el quehacer diario, las labores propias de cada uno, ya fueran agricultores, ganaderos, herreros, alpargateros, molineros o comerciantes; todos ellos amantes del buen hacer y más, si cabe, del buen vino, la mistela y la cazalla, no en vano borratxos llamaban a los habitantes de Vila-real, y más aquellos, los encantadores pueblerinos de las villas cercanas. Incluso prohombres y demás gentes que se distinguían por sus pretensiones de llevar una vida cómoda, que gustaban del reconocimiento público y que controlaban una porción considerable de la riqueza, pues parecían estar más en sus funciones de caballeros generosos, tratando de destacar, que pensando en reyes y guerras. Aunque también los había más que menos exaltados, ya fueran afrancesados, como la familia Palanques, o austracistas, como los Mundina; el gran interés común eran sus familias y el poble, siempre al amparo de las libertades, costumbres y fueros que disfrutaban en aquella monarquía federal en la que plácidamente vivían, como ajenos a la guerra que se daba por hacerse con el trono español. Una despiadada guerra que se acercaba y que pronto llamaría a sus puertas.

      —Però, María... ¿Qué haces? —preguntó el abuelo al verla aparecer en la puerta, tan temprano como era.

      —Nada —aseguró la joven a la par que escondía tras de sí una jaula con un inquieto tordo preso.

      María era una jovencita de grandes ojos, más verdosos que marrones, mofletes pecosos y sonrisa traviesa. Un terremoto, como bien dirían, que hacía cierto aquello de que «no hay un pelirrojo bueno». El abuelo la miró con cierta paciencia y descarada alegría, allí en pie, ante la puerta de casa, vestida con unas viejas botas, pantalones roídos y un chaquetón grueso de lana. La pequeña era su ojito derecho, la nieta de su corazón entero. Él era un hombre mayor, con más de sesenta años bien vividos a la espalda, o a saber, y seco como pocos; de frente arrugada, cejas pobladas y una gran nariz, de carácter bonachón, excepto cuando bebía vino o alguna que otra barretxa más de la cuenta, cuando se pipava. En la oscuridad de la noche alzó su vista al cielo despejado. Pronto amanecería, aunque el cantar de los grillos que resistían el otoño al calor de la leña apilada aún se dejaba escuchar. Portaba encima unas jaulas, varillas y una redecilla, así como un zurrón con grano y larvas de tenebrio, els cucs de la farina, con los que bien entran los tordos; y también queso, un buen trozo de hogaza y una bota de vino.

      —¡Dame ese pájaro! —exigió el abuelo.

      —Pero yo quiero ir al parany… Mira, ¡tengo mi hueso de aceituna listo!

      —Todavía no es tiempo de tordos.

      —Pero… ¡Sí que lo es!

      —Vaya por Dios con la niña los peines. Que te digo que no voy al parany. Anda, deja ese tordo donde estaba, no me seas cabezota.

      —Pues dime: ¿dónde vas?

      —A plantar una redecilla más allá del río, en un campo de cardos que he visto; a ver si con el alba entran algunos jilgueros.

      —Voy contigo.

      —No, de eso nada; tu padre me mata.

      María sabía que tenía la batalla ganada y, aun así, decidió imponer su mando, castigar tal osadía. ¿Cómo no la había invitado a ir con él? Le miró con un largo puchero y, sin más, abrió la puertecilla de la jaula.

      El tordo salió volando de inmediato.

      —¿Qué has hecho? Era mi mejor reclamo —exclamó el abuelo, tirándose las manos sobre la cabeza.

      —Los soltaré todos—amenazó María con pretendido enfado.

      —Seràs bruixa!

      Y ella comenzó a reir conforme él asintía, como derrotado, pero feliz.

      Aquella mañana la pasaron nieta y abuelo en una huerta cercana al viejo camino de Onda, donde se combinaban los exensos cultivos con las frondosas arboledas que alcanzaban el río Millars: judías, almendros, olivos, higueras y algarrobos se dejaban ver; más allá estaban los sembrados de cereal que, poco a poco, desplazaban los viñedos en esta tierra de secano. En silencio y sin dejarse ver, se escondieron en una caseta de apenas un metro de alta por otro de larga, hecha con troncos y tableros viejos, bajo las ramas de un enorme pino que la ocultaba por completo. Permanecieron a cubierto en el interior de la caseta, sentados en tierra sobre un manta que María estiraba a menudo para cubrirse las piernas y lo que alcanzara. Hacía frío, mucho frío. El invierno se acercaba y las primeras rachas de viento siberiano se dejaban notar. Y allí estaban, viendo pasar el tiempo, con el moco helado en la punta de la nariz, asomados a una estrecha ventanilla de apenas tres dedos, esperando la llegada de jilgueros, verderones y verdecillos, las preciadas aves cantoras; o de algún tordo que saborear. La trampa estaba preparada: grano, tenebrio, varillas y una red extendida y oculta esperaba.

      Cualquier pájaro era bienvenido.

      Mientras aparecían o no las aves, tocaba reponer fuerzas mordisqueando el queso, el pan, y dando pequeños sorbitos de vino y agua. Acabado el almuerzo, con la tripa llena, la joven acabó somnolienta, acurrucada, dando cabezazos en brazos de su abuelo, durmiendo mientras este vigilaba.

      No serían los alegres y coloridos pájaros los que aparecerían ante el escondite, el cual tan bien parapetado se hallaba que resultaba invisible a ojos inexpertos o de quien andaba con paso ligero. Sorprendido, la mirada del abuelo se fijó en unos hombres que surgieron del norte; marchaban entre voces rotas, con prisas, sucios, descompuestos y desaliñados, cargando enormes mochilas y saquillos, y más de uno iba armado con mosquete y afilado acero.

      —¿Quiénes son? —preguntó María, entreabriendo los ojos.

      —Silenci —susurró el abuelo.

      Una bandada de jilgueros se posó a lo largo de la trampa, revoloteando y despejando el abundante grano que servía de cebo, incluso tres tordos se cernieron sobre los tenebrios; pero el abuelo no soltó la red, no hizo el más mínimo ruido, tan solo observaba con preocupación cómo se alejaban aquellos hombres de armas.


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