Socarrats. Julio García

Socarrats - Julio García


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¡Y tan lejos! —respondió tía Anna, limpiando la mesa con mala gana.

      —Juan, no mandes a la niña fuera, le buscaremos un buen novio en el poble —le pidió el abuelo—. Ya verás que sí. Y piensa que si hoy eres un hombre de respeto en el pueblo, tal vez sea por lo que tu padre se esforzó para ello, ese ganso que dices, que sin nada se quedó trabajando y pagando los viajes y estudios de su hijo.

      —¡Ah! Me voy a dormir, estoy cansado y no tengo ganas de discutir —replicó el señor Juan, y se alzó de la mesa.

      —Anda, ve y descansa un poco, a ver si se te aclaran las ideas, esas ideas tan tontas. ¡Mandar a la niña fuera! ¡A Madrid! ¿Será posible? Yo esperaré a Juanito —le dijo tía Anna.

      —¿Irás de caza? —preguntó el abuelo en alto.

      —¡No! —respondió el señor Juan conforme salía de la cocina.

      Serían las seis de la madrugada, a la tenue luz de una vela, cuando una mano comenzó a ladear el hombro de María, una y otra vez. Adormilada, la joven alcanzó a soltar unos decires incomprensibles y se dio la vuelta, tapándose con la manta por encima de la cabeza.

      —¿Vienes de caza o no? —escuchó a la oreja.

      Sus ojos se abrieron hasta el infinito, volvió la cabeza y allí estaba, en pie, su abuelo, vestido de cazador, con el viejo mosquete y el zurrón al hombro.

      —La leche está caliente, en la cocina. No hagas ruido o tu padre se despertará y, entonces, adiós a la cacería.

      De un salto, María abandonó la cama y tomó ropa del armario, la que usaba para ir al monte. Se vistió rápidamente con ese pantalón roído, una camisa que le quedaba grande, un jersey de gruesa lana y un viejo chaquetón. Después, se calzó sus viejas botas de piel de conejo, a la pata coja. Al momento, salió de la habitación vestida y compuesta, con la cara sonriente, y bajó con sigilo las escaleras, seguida del abuelo, en busca del baño y la cocina.

      Fue maravilloso, como todos los días que salía fuera de casa, de aquellas cuatro paredes en las que la quería tener confinada su padre, y más grande le parecía la aventura si se alejaba algo del poble. Para ella, lo de menos era la caza. ¿Qué caza, si nunca abatía pieza alguna? Ella disfrutaba por el mero hecho de salir a trotar por el monte, notar el aroma del rocío tempranero, del romero y el tomillo; por ver los pájaros, escuchar sus cantos y, de vez en cuando, ver algún conejo o un zorro cruzarse en una cañada, cuando no una bandada de perdices salir volando. Y lo más importante: el esmorzar. Mientras tragaba queso, embutido y pan, con el hambre que desataba el madrugón y la marcha, reía escuchando con interés todo lo que comentaba su abuelo, el cual sabía tanto de bichos que la dejaba con la boca abierta: «Si te cae la escupiñá de un sapo, te quedas calva…». A la muchacha le encantaban las fábulas y leyendas que le narraba con tanto ardor, en especial aquella del canto del cisne: morir de amor expirando una canción; o la del zorro y la liebre, que tanto le hacía reflexionar: «Anda con cuidado con quién te invita a cenar, no sea que resultes ser la cena». Arrugaba el entrecejo cuando le hablaba del escurçó que se moría de frío y del labrador que lo salvó, dándole calor, y aun así, le picó: «Soy una víbora; sabías, pues, que soy venenosa y mortal». Aprendía cuando escuchaba la fábula de la rana y del escorpión cruzando el río: la generosidad no siempre es correspondida y, a menudo, por naturaleza, sin maldad, resulta fatal por necesidad. Pero si había una historia que le producía repelús era aquella de la serpiente peluda que se alimentaba de la leche materna a través del engaño, esa bicha que mordía el pezón de una mamá dormida mientras colocaba la cola en la boca del bebé para que este no llorara; así comprendió cómo se pudren las encías en tantos niños y el porqué los dientes se hacen negros y caen.

      Las historias de bichos estaban muy bien, tal cual el almuerzo en el río y la caminata por los senderos del bosque, pero aquel día, para alegría de María, sin apenas creerlo, aprendió el uso del mosquete, a preparar el tiro y disparar, cargando la pólvora, metiendo el plomo y dando fuego al percutor. La joven caía a tierra, de culo, con el retroceso de cada tiro y se levantaba remugando, estirando el dolorido brazo, feliz ante las risas de su querido abuelo. Aunque ella insistía una y otra vez, no acertaba a nada y quedaba mirando la presa huir o volar sin dejar de mascullar palabras vanas malsonantes, aunque en esto último siempre fue buena.

      A pesar de conocerla muy bien, el abuelo quedó impactado del esfuerzo que hacía su nieta por aparentar y ser. Hacía un frío terrible, del carajo y algo más, pero ella parecía sufrir calor de lo sobrada que andaba; las sendas espinosas del valle de secano, donde abundaban las aliagas, eran anchos caminos para la muchacha. Nada le parecía duro, ni una sola queja, todo era actitud y sacrificio. No podía decepcionar a su abuelo, pues la llevaba al monte a pesar de los dictados de su padre, a pesar de ser una chica, y eso significaba mucho para ella, más cuando la mayoría de sus amigas y vecinas no sabían lo que era ir más allá de la muralla de la villa, pues llevaban una vida en la cocina entre guisos y escobas, en la huerta liadas con las malas hierbas o zurciendo calzones y calcetines.

      Llegados a un estrecho recodo de la senda que daba al río, hallaron un grupo de perdices picoteando alrededor de unas matas de carrasco. Se acercaron con cautela para no asustarlas y se colocaron de cuclillas junto a un madroño. El abuelo le cedió el mosquete con una grata sonrisa de aprobación. Ella engrandeció los ojos y tomó el arma; con una sonrisa y la lengua asomando entre los labios, apuntó detenidamente a una de las pedices, la que le pareció más gorda. Entonces, de pronto, un fuerte dolor la hizo gemir y alzarse entrecortada, doblada como una espiga, con la mano en el vientre; se ladeó indispuesta, con la cara blanca, y quedó sentada sobre una roca.

      Las perdices volaron.

      ¿Qué le estaba pasando?

      Una húmeda y cálida sensación la invadió piernas abajo.

      —Estàs bé? —preguntó el abuelo preocupado.

      —Sí, no —respondió ella, con cara constreñida.

      —¡Tenías las perdices a tiro!

      —Iaio, me duele —susurró la joven con cara lastimosa, y soltó el mosquete para salir dando cortos pasos, toda sofocada, bajándose los pantalones para esconderse tras un arbusto.

      El abuelo quedó en silencio, con los labios estirados, perplejo, sin saber qué pasaba ni qué hacer. Tal vez le había sentado mal el desayuno a la niña, o alguna de las numerosas bayas y frutos silvestres que habían tragado recorriendo el monte. Un grito corto, de susto, surgió tras el arbusto seguido de extraños grititos y gemidos nerviosos. Alarmado como nunca, el anciano corrió a socorrer a su nieta sin dejar de llamarla, para quedar con la boca abierta.

      —Tengo… Tengo sangre —murmuró ella con los dedos de las manos manchados de sangre y los pantalones por las rodillas.

      Aquella fue la primera cacería de María con un arma de fuego, un día feliz que nunca olvidaría y no por las perdices que volaron, sino porque ese día conoció lo que era la menstruación. ¡Castigo de Dios! Y, por primera vez en su vida, echó de menos a su madre, a esa persona que la ayudara ante aquellos dolores de vientre que sentía, que le hablara de la sangre que manó de su intimidad. Sabía de la regla por los chismes de sus amigas pero nunca se la había imaginado así, tan dolorida, tan sucia.

      No, no era lo que esperaba.

      El abuelo, más apurado que nada, tremendamente sofocado, apenas pudo calmarla en aquella situación, sacándola un poco de la ignorancia y haciendo gala de la suya propia. Si bien, superado el susto inicial, comenzaba a mostrarse más preocupado por otros menesteres, pues por su cabezonería la había llevado de caza y ahora la tenía que regresar de tal guisa.

      —No es nada, ya verás, tú tranquila, es cosa de mujeres, es normal. Vamos a casa y lo hablas con la tía Anna. No te preocupes: te lavas, unos paños y ya está. No se te ocurra decirle a tu padre que subimos al monte con el mosquete, y mucho menos que has disparado. Mejor le decimos que hemos estado paseando por la ermita de la Mare de Déu de Gràcia, a rezar… Eso igual no le enfada.

      A pesar del sofoco, del dolor y de aquella


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