Socarrats. Julio García
milicianos… o a saber.
—¿Milicianos?
—Sí. Pero no temas, la guerra está lejos.
—¿Qué guerra?
—Déjalo, eres muy joven para entenderlo, pero has de aprender ya una cosa: contra más lejos estés de la gente de armas, siempre te irá mejor.
—¿Son amigos o enemigos?
—Eso, mi pequeña, por desgracia, no depende de nosotros, sino de lo que pretendan; y créeme: no pretenden más bien que el propio y siempre a costa de los demás.
En silencio, quedaron pendientes de aquellos hombres de ropas raídas que se alejaban con sus armas y caras largas, inexpresivas, colmadas de polvo y sudor. Los pájaros habían volado y no regresaban. El paso del tiempo continuó su tibio curso sin más novedad, el frío seguía ahí y algo de grano; tenebrios, ninguno quedaba. Pero el abuelo no pensaba en los pájaros ni en el queso, ni tan siquiera en el vino; no paraba de vigilar con cara de enfado las sendas por las que aparecieron los milicianos. Y se volvía a menudo, con cierto disimulo, para controlar a través de cada mirador del escondite.
—Volvamos a casa —remugó finalmente, recogiendo la taleguilla, tratando de mostrarse tranquilo, como si nada pasara para no asustar a su nieta.
María entendió rápido que algo le preocupaba al abuelo en demasía: aquellos milicianos. Nunca le había visto así, tan nervioso y temeroso, con lo valiente que era.
* * *
María había nacido y crecido en una casa de la calle Mayor, no muy grande pero con su patio, caballeriza, higuera y sembrado, cercana a la iglesia parroquial de Sant Jaume, en el centro del poble, convirtiéndose en una jovencita belicosa sin igual. Su familia era de humilde condición pero, eso sí, de cierto prestigio en un mundo de economía de subsistencia, donde la tierra y la huerta eran muy importantes en cada hogar, cuando no todo. Como era tradición, en el poble cada familia tenía su mote, ya fuera derivado del padre o de un antecesor, y si no, pues simplemente no se era nadie. A ellos les conocían como els Llorquets, ya que el abuelo había vivido en otros tiempos como si fuera de la realeza, tal cual un ilustrado al que nada le faltaba; incluso aseguraba, sin rubor alguno, que era descendiente por parte de madre de los duques de York. Pero en el poble, sus vecinos más bien pensaban que era un hombre de cierto ego, un tanto presumido, que disfrutaba de una cómoda posición social y que no pegaba palo al agua. Además, gustaba estar a menudo al sol, como los lagartos, quieto. Así, de York y quiet derivó a Llorquet y ese chisme de tinte sarcástico permaneció entre los vecinos hasta convertirse en el mote familiar. Pero los años habían pasado, llegaban nuevos tiempos, y las apetecibles moreras del barrio del Barranquet no daban las alegrías ni los suculentos beneficios de antaño. En el poble se había perdido, en gran medida, el negocio de la seda, a la que con tanta fortuna se había dedicado el Llorquet en sus días de agitada plenitud. Hacía casi una década que ya no le rentaba ni le proporcionaba ese halo aristocrático tan distinguido del que gozó antaño. Tampoco era algo que le preocupara, a cierta edad le reconfortaba más el calor de los nietos que el bullicio de prohombres de soberbias y creídas palabras. Y su nieta María, simplemente, le consumía felizmente la vida. No es que no tuviera tiempo también para su nieto Juanito, sino que ella le tenía loco de verdad, siempre a su lado, escarbando, jugando y dejándose querer.
Para María, la joven Llorqueta, a pesar de ser chiquilla de buen ver, los senderos, el río y el algarrobo eran gran parte de su vida, tal cual el trote campero, los pájaros del abuelo y los gusanos de seda de su caja de cartón. Siempre vestía prendas de dudoso gusto, impropias para una damisela temerosa de Dios, que desataban los chismes y diretes de su beato vecindario, siempre tan reservado, conservador y casero. Santa devoción tenía la niña por su abuelo, pues le enseñaba tanto juegos de cartas como a cuidar gusanos de seda e, incluso, las artes de caza. Todo menos lo propio que debería ser para una jovencita decente en un tiempo en que todo era pecado.
Quizá la ausencia de una madre que la criara como a una damisela fuera la respuesta a su forma de ser. Tía Anna, la de Onda, bien intentaba inculcarle buenas costumbres sin éxito alguno, la cual, y como no tenía marido ni quien la guardara ni aguantara, a menudo pasaba los días enteros en Vila-real con la familia. Anna era una mujer hermosa, de carácter, bien entrada en edad y carnes, que disfrutaba lo suyo tratando de enderezar a sus sobrinos. Vestía siempre de oscuro, con la falda más allá de las rodillas, medias altas, gruesas y negras, y zapatos negros también. A menudo llevaba unos manguitos y un delantal a cuadros. Y siempre recogía su larga melena pelirroja con un moño mal peinado. De moza, se suponía que sería monja debido a su fervor religioso, pero un joven carmelita se cruzó en su santo camino y ella vio la luz, descubriendo los placeres de la carne. Sorprendida in situ con el religioso en una oración non sanctus, fue estigmatizada y avergonzada en público al punto que nunca más se vio con mozo alguno. Bien poco se la veía por Onda, donde siempre era señalada por gente de bien e, incluso, por la calaña de la más dudosa de las honras. Por ello y a pesar del paso del tiempo, jamás conoció más familia que la de su hermano Juan, pues cualquier pretendiente que le presentaban huía de su pecaminoso pasado, cuando no de ese carácter pelirrojo del que gozaba, un tanto odioso.
Sin embargo, su hermano, el padre de María, el señor Juan, hombre moreno y recto como Dios manda, era todo lo contrario. Se hacía querer y era conocido en el poble por su humildad, bondad y saberes como agricultor y maestro, pues era ducho en letras de los días en que vivió en Madrid, ocho años con su tío Pepe, el padre Josep para los demás, donde no solo castellano aprendió, sino incluso algo de francés; saberes en la comarca solo al alcance de altos magistrados, religiosos ilustrados y gentes de buena posición. A pesar de dedicarse al campo, la leña y sus judías, los vecinos no le llamaban el fill del Llorquet, sino Mestre, ese era su mote y es raro, pues un malnom casi nunca remarca una virtud. Tal vez fuera por lo que aprendió en tierras de Castilla durante su estancia o por su forma de explicar las cosas, pues todo parecía saberlo gracias a haber viajado tanto y tan lejos. ¡Madrid, la capital del Imperio! Además, gustaba de leer y mucho, a veces hasta bien entrada la noche y, en especial, los poemas de Ausiàs March. De tal forma, a menudo, algunos prohombres del poble, e incluso de las poblaciones del entorno, le mandaban un hijo, al atardecer, por norma los martes y jueves, para que recibiera enseñanzas, especialmente en escritura, pues no tenían escuelas y la mayoría de vecinos eran por completo analfabetos. Esta era una actividad pedagógica que le reportaba cierto prestigio y una buena ayuda económica con la que alimentar tanta boca consentida e improductiva como tenía en casa.
El señor Juan abandonó la gran ciudad de Madrid cuando su esposa, la señora Manuela, falleció. Allá, en los Madriles, todo le recordaba a ella, que de una mala tos se fue con Dios y solo le dejó para cuidar del bueno de Juanito y de la niña los peines, como llamaba a María en los tiempos felices, por esa rara afición que tenía de pequeñita por colocarse en el moño cuantas peinetas pillaba. Poco recordaba María de su madre: su hermosa sonrisa, una voz aguda y ese aroma nocturno a jazmín de cuando la acunaba en el balcón. Era muy niña cuando la desgracia se abatió en su hogar y sin madre ni rumbo la dejó. Tras las exequias, cuando el señor Juan regresó a Vila-real con su hijo y la pequeña María, le esperaban el abuelo Llorquet, convertido en un anciano gruñón, y su hermana, la tía Anna, sin más dote que su mal genio, una vieja casa a punto de caer en Onda y una pequeña huerta en un pinar olvidado al lado del convento del Carmen.
* * *
Aquella misma noche, María asomó a la cocina con una pequeña herida en la mano, se trataba de un corte de navaja hecho al afilar una estaca, esa que pretendía fijar como lanzadera de la red para cazar jilgueros. Se cruzó con Juanito, el cual salió de casa dando un fuerte portazo. El señor Juan, hombre serio de buen vestir y mejores maneras, con su estrecho bigote y monóculo, observaba consternado; anduvo rápidamente tras los pasos de su hijo y abrió la puerta haciéndose escuchar. Pero Juanito se alejó con dos mozos de apariencias altaneras calle abajo, sin hacerle caso alguno. Habían discutido de nuevo, algo que comenzaba a resultar frecuente y bastante incómodo para todos en casa; sería cosa de la edad del muchacho, que ya era todo un hombre, y en eso de descubrir mundo y buscarse un futuro que le agradara había salido a su padre.
El