Socarrats. Julio García

Socarrats - Julio García


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      Con el transcurso de las semanas, en casa parecía que había pasado la época de discusiones para Juanito y que ahora le tocaba el turno a María, pues siempre estaba la muchacha liada con su padre. No amanecía día que no tuvieran una u otra: que si bien por la ropa, las labores del hogar, los estudios, cuando no por su cabezonería en querer salir tanto de casa. Aun así, la muchacha siguió con las salidas al monte con el abuelo. En aquel otoño fue aprendiendo el arte de la caza, sus secretos y provechos; donde afinó, y mucho, la puntería. Escuchó nuevas fábulas al calor de una pequeña hoguera, almorzando pan y queso. Recorriendo los barrancos del río Millars y de la Serra d’Espadà fue conociendo las sendas, los árboles, las hierbas y los bichos, cobrando pieza a pieza, acompañada por ese amigo especial que había encontrado: el viejo mosquete del abuelo que tanto humo y ruido hacía y que bien morado le tenía el hombro con su brusco retroceso. Atrás quedaban los días de muñecas y tirachinas.

      Aquel invierno también trajo algo nuevo para María o, mejor dicho, lo acrecentó: ese curioso interés por los chicos, por dejarse ver por la calle y en la plaza de la Vila; y, más aún, esa imperiosa atracción que sentía, en especial, por uno de los jóvenes del poble… o por varios, según el día y el estado de humor en que se encontraba. Entre las chicas, sus amigas Maribel y Rosita, vecinas de su misma edad, más o menos, sabían que ya era toda una mujer, pues estas cosas eran a menudo el tema principal de conversación entre las jóvenes féminas, cuando no los chismes sobre los chicos más guapos y fuertes o sobre el rarito del pueblo. Luego, tocaba misa y confesión. Aunque nada o bien poco contaban al cura con respecto de sus sueños húmedos, sobre los pecados lujuriosos cometidos con los dedos, aquellos con los que calmaban sus ardores. Maribel y Rosita, ante todo, eran buenas chicas, temerosas de Dios, y debían seguir siéndolo. No eran pelirrojas, sino morenas, así que no tenían excusa para hacer el mal. María, por su parte, observaba a menudo a sus amigas con cierta envidida, pues le parecía que lucían ya buenas «peras» y las suyas eran demasiado pequeñas en comparación.

      En casa, solo el abuelo era consciente de que María ya no era una muchachita; bien sabía que era una joven deseosa por devorar el mundo. Pero eso fue hasta que el descuido, los dolores y la evidencia de las toallitas en su segundo periodo la delataron: tía Anna, avispada como era, no tardó en percatarse. Y todo acabó para la joven, pues ya no era niña, sino hembra. Se armó una buena discusión en el hogar, que continuaba día sí y día también. Su libertad se esfumó de pronto: apenas podía salir de casa y menos a cualquier hora o, simplemente, todas las horas eran inadecuadas para que una muchacha estuviera en la calle, y más si oscurecía. ¡Qué diría la gente! Y lo que era peor: ¡qué pensaría la gente! Tenía que cuidarse y más de los zagales que podrían rondarla, que nada bueno pretendían. Así se lo hacía entender tía Anna una y otra vez bajo la atenta mirada del señor Juan, ante la perplejidad de Juanito y la paciencia del abuelo, al que nada le gustaba aquella especie de continua reprimenda hacia su querida nieta.

      —¡Ya está bien, hombre, dejad a la niña! —exclamó finalmente el abuelo.

      —No, no està bé! —replicó el señor Juan, con cierto enfado.

      —Solo es una cría, bien la conocen en el poble, nada le tiene que pasar. Además, es Navidad!

      —¿Navidad? Estoy harto de tus tonterías con la chiquilla y de esas salidas al campo. ¿Acaso creéis que estoy tonto, que no me entero de nada? ¿Crees que no sé que le has enseñando a disparar el viejo mosquete? ¡Se acabó!

      —No te pongas así. Estaba conmigo, ¡segura!

      —¿Segura?

      —¡Pues claro! Además, en el poble tampoco tiene que pasarle nada. Ya es mujer, sí, pero tampoco es para tanto. María es muy buena chica, decente, y no es tonta.

      —Eso pensaba la Carmen de su hija, tan modosita y beata, y mira, en cuanto se han descuidado, el bombo que le ha hecho ese crápula, el hijo del Eladio, un desgraciat que no tiene donde caerse muerto —carcajeó tía Anna.

      —No deberías decir esas cosas delante de María —expuso el señor Juan.

      —Ya es una mujer, debe aprender.

      —Precisamente tú no eres quién para dar lecciones —la regañó el abuelo.

      —¿Qué dices? —saltó tía Anna, indignada.

      —Ya está bien. Silencio los dos. María será una mujer, tal vez, pero para mí sigue siendo una niña, mi niña. No saldrás a la calle sola, se acabó el andar por ahí danzando como una cría.

      —Si fuera un zagal, nadie me diría lo que tengo o dejo de hacer. Mirad Juanito, hace lo que quiere —sollozó María.

      —No, no nos equivoquemos: no es por eso —replicó el señor Juan.

      —¿No? —preguntó Anna, incordiante.

      —O sí, vale, también. ¡Maldita sea! Pero la cuestión es que cada vez se ven más extraños, milicia y gentes de armas por las cercanías del poble. No debes salir de casa sola, y no es porque seas una chica, sino porque la guerra cada vez está más cerca. Ayer hubo una fuerte discusión en Ca la Vila y algunos vecinos salieron malparados, y en Nules y la Vall dicen que varios descerebrados se liaron a tiros. ¿Lo entiendes?

      Ante aquellas palabras, María asintió levemente, no muy convencida. Sabía que había una guerra, algunos decían que había una guerra, pero, quina guerra? Había visto gente de armas en sus salidas al campo con el abuelo y siempre los habían esquivado sin que les vieran. El abuelo era demasiado listo como para dejarse sorprender, y bien la había enseñado a pasar desapercibida y precavida en el bosque, invisible cual garduña en la oscura noche.

      —Pero… Podré salir con las amigas a los portxes. ¿No? —apuntó decidida.

      El señor Juan se ladeó, dudando.

      —Tendrá que salir a tomar el sol. ¡Es Navidad! —dijo el abuelo.

      —Papá —volvió a la carga ella con cierto desespero y tremenda cara de pena.

      —No. Y si tienes que salir para cualquier recado, te quiero en casa prontito. Además, no quiero que vuelvas a salir al campo con el iaio, ni sola ni con nadie; es muy peligroso. Ya no puedo hacer más la vista gorda, espero que lo entiendas.

      —¿En serio no le vas a permitir que me acompañe a la ermita? —preguntó el abuelo con cierto desasosiego.

      —¿A la ermita? A rezar, ¿verdad? Escucha bien: no la quiero ver fuera de la muralla, y menos, hasta que regrese la cordura a estas tierras —dijo el señor Juan de forma muy seria.

      —Pero si María hace un par de semanas que no sale apenas al campo, ni siquiera cuida tanto de sus gusanos de seda. Ahora va a los portxes, me han dicho que le gusta un chico —aseguró Juanito de pronto, con picardía.

      Fue terrible, unas palabras demoledoras para María, que no podía más que mirar sorprendida, roja como un tomate, con los ojos en grande; y negó la mayor con la cabeza rápidamente. Gracias a su hermano, seguramente no iba a poder pisar ni el escalón de la puerta de casa en mucho tiempo.

      —¿Eh, qué? —preguntó su padre perplejo.

      —No, ¿qué dices? —replicó ella.

      —Sí, Manu se llama, ¿no? —insistió Juanito.

      —No, no, eso no es verdad —aseguró la joven sofocada, deseando toda clase de males para su hermano de tal forma que ninguno la creyó.

      —Pues tu padre te ha buscado un marido madrileño —soltó tía Anna.

      —¿Quéeee?

      Capítulo 4

      —¿Dónde vas? —preguntó tía Anna en el pasillo de casa, saliendo de la habitación de Juanito con un balde de ropa sucia sujeto entre las manos.

      —Voy fuera un momento, tía; he quedado con Maribel y Rosita.

      —¿A la calle? ¿No oíste bien anoche? Además,


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