Socarrats. Julio García
La joven puso cara seria.
—Por favor, tía.
—Vale, pero antes de irte friega los platos.
—Tengo prisa, luego los friego. Gracias, ¡te quiero tía!
—¿No irás a ver a ese chico? Sabes que no me gusta, es un alpargatas como su padre. Y feo…
—No digas eso, tía. Manu es un buen chico y es tan guapo...
—El que ya no salgas con tu abuelo al campo no quiere decir que ahora pretendas estar todo el día dando vueltas por el poble para ver a ese mozo. No sé qué es peor. En casa hay mucha faena.
—Si solo es un rato, y estoy con Maribel y Rosita.
—Maribel y Rosita tienen novio, ¿qué haces con ellas? Seguro que nada bueno… y en compañía. Además, ¿qué tiene ese escacharrao que tanto te gusta?
María no contestó, solo sonrió como una tonta, resplandeciente toda ella.
—Ya sabes lo que piensa tu padre —apuntó tía Anna.
Y la joven borró la sonrisa de su boca en un segundo.
—Yo no quiero ir a Madrid —dijo de inmediato.
—Anda, vete a pasear un rato, pero no te vayas lejos. Ya fregaré yo los platos. Si se entera tu padre que festeas con un chico, con ese tullido… —dijo tía Anna, buscando su confianza, queriendo saber.
—¡No! ¡Yo no festeo con él! ¡Y no le llames así, tía!
—Ten cuidado con los chicos, solo quieren una cosa.
—¿Qué cosa?
—¿Te besó?
—¡No! —exclamó ruborizada.
—¿No?
—Claro que no, solo somos amigos.
—Ya…
Sin más, María tomó una taleguilla y salió a la puerta de casa. Aquel día era precioso, el sol radiaba y una suave brisa le hizo sentir el frescor de la mañana. Se dirigió a la plaza, donde se concentraban pequeñas tiendas y talleres familiares, el almudí del grano, los silos comunitarios, los hornos y algunos comerciantes entre los arcos medievales que la circundaban, lugar que todos conocían como los portxes. Compró unos bollos calientes recién horneados y se aceleró alegre por la calle Mayor, saludando a este y aquel vecino entre mordiscos sabrosos, a todo el que se cruzaba en su camino hacia el portal de Castellón, aunque bien pocos devolvían el saludo a la Llorqueta, en especial las mujeres, ya que muchas la prejuzgaban por pelirroja, pues seguro que era otra viva descarada como a su tía Anna.
Comenzó a cruzar el poble dirigiéndose hacia la salida norte de la muralla que lo rodeaba con la idea de ir a la orilla del río Millars, al puente medieval. Curiosa como era María, no tenía prisa en su carrera. A menudo paraba a escudriñar en alguno de los pequeños locales de artesanía y manufactura textil que abundaban en la calle: paraires, teixidors, torcedors i velluters de la seda, pero en especial, para fijarse en el trabajo del espardenyer, si bien la verdad era otra.
¡Qué fastidio, Manu no estaba! Igual ya había salido, pronto le vería.
Al salir de la muralla, dejando atrás la iglesia conventual de San Pascual, se encontró con Rosita y Maribel. Más allá esperaban dos jóvenes: Ferran y su querido Manu, que realmente nada tenía, pues ni era fornido ni adinerado, pero a ella le gustaba el hijo del alpargatero. ¿Qué le iba a hacer? El amor es ciego. ¿Escacharrao?, se preguntó en silencio. Qué cosas tenía tía Anna, nunca había oído algo así. Aunque le resultó gracioso en principio, aquello no tenía ninguna gracia. Lo cierto es que Manu cojeaba un poco, pues de niño cayó desde lo alto de un muro cuando jugaba con los amigos y se rompió una pierna; desde entonces, nunca volvió a andar bien. Ahora muchos le llamaban Potacoixa. A María eso le daba igual, pues era el chico más alegre, atento y simpático que conocía; nunca se quejaba de nada y siempre tenía una bonita palabra y una sonrisa en la boca para ella. Ferran resultaba un zagal bien agraciado, fuerte, y también tenía siempre una sonrisa para regalarle. Aunque no era exactamente bonita, sino más bien discreta y lujuriosa; Picaflors le llamaban, que mucho decía aquel mote de él y de sus intenciones.
—I Pau Pasqual? —preguntó María nada más llegar hasta ellos.
Manu no contestó, tan solo la observó, recorriéndola con una mirada llena de deseo pero humilde como ninguna. A María le encantaba que se fijara tanto en ella, con esos ojos castaños que tenía el muchacho que parecían querer abrazar su alma, devorar su corazón. Y quedaron ambos en silencio, mirándose entre sonrisas tontas, embobados.
—¡Eh, despierta, Potacoixa! ¡Que te duermes! ¡Vamos al río! —Le soltó una colleja Ferran despertando a la pareja de sus románticos sueños.
Y le guiñó un ojo a María, pícaro él.
Ella le ignoró. No le gustaba lo pretencioso y creído que era ni cómo trataba a Manu. Es más, lo detestaba, pues parecía la clase de hombre contra el que la advertía siempre tía Anna.
—Sí, vamos al puente. Hay una gran crecida de tanto que ha nevado. Mi padre dice que el Penyagolosa está blanco y las sendas d’Espadà también, incluso en Onda hay nieve —dijo Rosita.
Las tres muchachas corrieron entre risas por el camino que llevaba hasta el puente medieval de Santa Quitèria. Ferran quedó atento y un tanto desconcertado, siempre esperaba más atención por parte de María, sin éxito, y miró a Manu con cierta inquina. ¿Cómo podía fijarse la Llorqueta en tal tullido en vez de prestarle atención a él?
—¿Vamos con ellas, Potacoixa? —le soltó a su amigo.
—¡Vamos! —respondió Manu animado, y comenzó a caminar.
—A este paso de caracol no las alcanzaremos nunca —remugó Ferran.
—Ve con las chicas, nos vemos allí —replicó Manu, consciente de su cojera.
—Prefiero acompañarte.
—¿No quieres ir con ellas?
—¿Qué he de hacer yo solo con dos buenas mozas y una bruja pelirroja?
Cuando Ferran y Manu llegaron al puente, las muchachas habían descendido hasta la orilla del río, estaban sentadas sobre una roca despejada de matorral, en un claro entre álamos, carrasca y pinos, al sol que las calentaba. Para sorpresa, desespero y envidia de ambos amigos, Pau Pasqual estaba allí, repartiendo pastelitos de moniato y besos entre dichos y risas. Pau era de esa clase de chicos que llevan la alegría en el alma, que no se enfadan por nada; era grande y peludo, tal que los pelos asomaban por el cuello, tanto de su pecho como de su espalda, por lo que le llamaban el Pelut, como a su padre, y es que eran iguales, parecían dos osos en cuanto se pasaban unos días sin usar la navaja de afeitar.
—Siempre estás robando besitos —remugó Ferran en voz alta, abandonando el camino, junto a Manu, para bajar a la orilla.
—¿Quieres un besito tú también? —le contestó Pau poniendo ojitos.
—Borinot —replicó Ferran.
Manu se acomodó al lado de María de inmediato.
—¿Os han regalado algo en Navidad? —preguntó Maribel.
—Una muñeca —dijo Rosita.
—Pero ya eres mayor para una muñeca, ¿no? —aseguró Ferran, sonriendo pícaro.
Y ella le correspondió con una mirada cómplice.
—Pues a mí un vestido, un vestido precioso que era de mi madre, y un Santo Rosario con cuentas… ¡de perlas! —apuntó Maribel emocionada.
—Claro, como tus padres te van a casar con Pau, pues mira —remugó Rosita con cierta envidia.
—A mí no me han regalado nada. Pero en casa tenemos turrón,