Argumentando se entiende la gente. Fernando Miguel Leal Carretero
es el aspecto de la argumentación que cubre cosas tales como escoger las palabras, el modo de presentar los argumentos y el orden, el cuándo y el dónde del uso de argumentos, y en fin, todos los aspectos incluyendo el tono de voz. A la perspectiva del proceso se le ha llamado tradicionalmente retórica. Aunque la retórica ha adquirido a lo largo de los años una muy mala reputación, dentro de la teoría de la argumentación se la está repensando y rehabilitando. Durante los últimos cincuenta años, los investigadores han venido re-examinando el papel de la retórica y muchos han ido encontrando que la mala reputación
es inmerecida.
Mucha de esta labor ha sido estimulada por uno de los abuelos clave de la moderna teoría de la argumentación, Chaïm Perelman. Su obra clásica fue escrita junto con la investigadora Lucie Olbrechts-Tyteca, pero Perelman la continuó luego con muy importantes escritos que elaboró por su cuenta. La obra de Perelman y Olbrechts-Tyteca —La nueva retórica o Tratado de la argumentación, publicada en francés en 1958, traducida al inglés en 1969, al español en 1989, al italiano en 2001 y al alemán en 2004— contribuyó a crear una nueva actitud hacia la retórica. Sus autores argumentaron que toda argumentación implica retórica, y que no importa cuán cuidadosos seamos, es imposible evitar hacer elecciones retóricas a la hora de argumentar. Argumentaron también que la verdad no es manifiesta, es decir que nunca podemos estar seguros de tener la verdad. A los retóricos les preocupa la verdad, pero no creen que sepamos de cierto nunca que la tenemos. De esa manera, a la hora de tomar decisiones, resolver disputas, zanjar diferencias de valores y llegar a las mejores conjeturas posibles, lo único que tenemos son argumentaciones. Algunos investigadores rechazan esa actitud ante la verdad, pero otros, incluido el autor de este libro, la hacen suya.
Toda argumentación, y de hecho toda comunicación, implica retórica porque siempre tenemos que escoger las palabras, el tono, etcétera. Por ejemplo, Male quiere ir a ver la más reciente comedia romántica y le expresa a Edu su deseo. Edu responde:
—Claro, es una gran idea.
Observa que, si nada más lees estas palabras, en realidad no tienes ni idea de si Edu abraza la idea de Male con entusiasmo o más bien se opone a ella. Solamente el tono que adopta Edu y la cara que pone harán claro cuál es el mensaje. Dicho de otra manera, la retórica es necesaria para desplegar el sentido del mensaje.
En tiempos recientes esta postura ha sido defendida por Chris Tindale (1999, 2004), quien argumenta que la retórica es el fundamento real de la argumentación y que las demás perspectivas dependen de ella. En apoyo de esto, yo he dicho en otra parte que la argumentación está gobernada por un conjunto natural de reglas que son reforzadas socialmente por la mayoría de las culturas (Gilbert 2007). El problema con la retórica ha sido siempre que parece enfocarse en la persuasión antes que en llegar a la verdad sobre el asunto de que se trate. Esto es lo que ha llevado a su pésima reputación; y de allí que la expresión “¡Eso es pura retórica!” ha venido a ser una manera de decir que un enunciado es persuasivo, pero en rigor carece de todo significado real. Pero como Tindale y quien esto escribe, aparte de otros autores, hemos señalado, no preocuparse por a quién se dirigen tus argumentos puede tener costos muy altos. En inglés decimos: Fool me once, shame on you; fool me twice, shame on me. Con otras palabras, si tú me haces tonto una vez, es tu culpa; pero si lo haces dos veces, es la mía. El punto que estoy queriendo recalcar aquí es que la retórica nos pide que prestemos atención acerca de quién es y quién no es digno de nuestra confianza; y que una vez que una persona ha traicionado la confianza que habíamos depositado en ella, no debemos tan rápido volver a confiar. Esto es lo que esconde el concepto retórico de ethos, una idea central de la teoría de la argumentación sobre la que volveremos más adelante.
Las emociones son una parte integral de toda argumentación. Argumentaciones que no contengan nada de emoción son cosas que no existen. Siempre hay algo de emoción en todo argumento, dado que, si no la hubiese, entonces ¿para qué estaríamos discutiendo? (Gilbert 1994, 2001). Dicho de otra manera, si algo te da igual, ¿para qué te molestas en argumentar? Sin embargo, hay que señalar —y cuando lleguemos a la sección 2.1 habrá ocasión de reflexionar sobre este punto— que el impulso emocional puede no referirse a la conclusión de un argumento como tal, sino a cómo en un cierto contexto queda uno parado o cómo se siente en ese contexto, es decir, otra vez, apariencias. Por ejemplo, a mí puede no importarme demasiado cuál es la verdad acerca de tu afirmación de que Diego Maradona ha sido el más grande jugador en la historia del futbol, pero en cambio lo que sí podría importarme es cómo me muestro en tanto que conocedor de este deporte. Mi argumentación podría no ser tanto acerca de los hechos relativos a Maradona, sino que estaría yo tratando de probar otro punto, un punto retórico acerca de mi persona.
He aquí un ejemplo en que se usan las emociones para obtener ventaja en una discusión. Natalia está negociando el precio por un pedido de ciertos artículos, y acepta a regañadientes la petición de su cliente de que use un método de embarque más rápido, con el consiguiente incremento en los gastos de envío. En realidad, Natalia siempre había previsto ceder en este punto, pero quiere que su cliente sienta que ha ganado algo. Al parecer que se resistía, Natalia utilizó las emociones de manera retórica.
Las emociones juegan otro papel también al limitar de forma natural el campo o el alcance de la argumentación de forma que podamos enfocarnos en lo importante. Las emociones motivan las discusiones, pero también son esenciales en el proceso de toma de decisiones, y muchas discusiones son precisamente sobre tomar decisiones. Hablando lógicamente, hay un número infinito de opciones a que nos enfrentamos cuando tomamos hasta la más simple de las decisiones, pero sin necesidad de pensar ignoramos la mayoría de esas opciones gracias al uso de nuestro aparato emocional. Toma el siguiente caso de mi vida: cuando estoy en el campus de mi universidad en Toronto y me pregunto qué voy a comer a mediodía, no pierdo tiempo considerando si voy a pasarme por la tienda de delicatessen de Katz en Nueva York para comerme un sándwich de pastrami o por el Malecón del Pescador (Fisherman’s Wharf) de San Francisco para comerme unas almejas fritas. Estas son posibilidades lógicas, y técnicamente podríamos considerarlas; pero desde un punto de vista emocional no son opciones reales. El hecho de que podamos desecharlas como poco prácticas, no tiene nada que ver con el hecho de que son opciones posibles. Descartamos de manera puramente emocional un enorme número de tales posibilidades sin detenernos a considerarlas, porque nuestra experiencia nos ha enseñado que simplemente no se plantean en serio. El neurofisiólogo Antonio Damasio (1994) nos cuenta la historia de un paciente con traumatismo cerebral cuyo trastorno implicaba que era incapaz de utilizar o experimentar emociones. Cuando le pidió a su paciente que eligiera una hora para su cita, este podía quedarse considerando todas las opciones sin poder detenerse, ya que carecía del equipamiento emocional que le permitiera desechar la mayoría del conjunto infinito de opciones. De esa manera, las emociones nos impiden hundirnos en un océano de alternativas mediante el expediente de marcar muchas de ellas como poco razonables. A la hora de discutir es a menudo lo emocional lo que nos hace ver qué es y qué no es relevante.
Vale la pena recordar que la misma dinámica que nos permite tomar una decisión simple sin emplear horas o días puede también limitar las opciones que tomamos en consideración. Cuando piensas outside the box, como se dice en inglés, o sea saliéndose del marco prefijado por las convenciones, tienes que dejar libres tus emociones y mirar esas opciones que habías dejado fuera y volver a ponerlas en juego. Este podría muy bien ser un factor que opera cuando tenemos sesiones de “lluvia de ideas”, nos apoyamos en el trabajo en equipo, y tratamos de salirnos de los carriles usuales.
Habiendo dicho todo esto, no hay duda de que las emociones extremas pueden dificultar mucho una discusión. Cuando las emociones son muy fuertes, ellas pueden meterse en la discusión y hacer que se descarrile. A veces las personas que disputan se enojan o alteran mucho y dejan de escuchar o prestar atención a la argumentación como un proceso encaminado a encontrar una solución. Cuando eso ocurre, sin embargo, no significa siempre que la discusión fue mal llevada. Puede significar que los problemas más importantes no se han planteado, asuntos que son más vitales que el enunciado en torno al cual las personas han venido alegando.
Algunos investigadores en el área del pensamiento crítico e incluso en la teoría de la argumentación quisieran hacernos creer que la argumentación