La vida como centro: arte y educación ambiental. Ana Patricia Noguera de Echeverri

La vida como centro: arte y educación ambiental - Ana Patricia Noguera de Echeverri


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es decir, una anticipación sugestiva sobre la comunidad humana.

      11 La literatura, de esta manera, confirma algo que todas las expresiones artísticas murmuran: no habrá un futuro vivo si procede de un presente muerto. Ante esta premisa, ¿dónde podemos buscar signos que dejen ver la grandeza de nuestra especie para escapar del laberinto actual? Seguramente en los grandes descubrimientos y obras históricas, y también en simples hechos cotidianos que muestran la generosidad y la entrega de gente, aparentemente pequeña, como el caso de Las Patronas, mujeres pobres del sur de México que cocinan para regalar comida a los migrantes que pasan en el tren conocido como La Bestia.

      12 Pero no podemos olvidar que la literatura se ha constituido, desde siempre, en una abundante fuente, hermosamente subjetiva y no convencionalmente científica, de lo que nuestra especie es capaz de ser y de pensar. Las obras literarias son un luminoso reflejo de la experiencia humana. Montadas en la milagrosa máquina de la imaginación, de las emociones y de la inteligencia, nos han ayudado a entender que la vida, y en ella la sociedad, es un flujo desbordado que se autotransforma. Es en esta convicción que se cimientan las posibilidades de un futuro vivo.

      13 La literatura muestra, afirma Carlos Fuentes (2011), que las posibilidades que negamos son sólo las posibilidades que no conocemos. Lo que vale es que en medio de los latidos de la desesperanza, la poesía, el cuento, el teatro y la novela producen tañidos de posibilidades, y en medio de ellos se escucha el corazón de la vida.

      14 Ahora bien, no podemos caer en la ingenuidad de afirmar que la literatura es capaz de redimir al humano por sí misma, de extirpar la sed de crueldad y sangre de la que está impregnada la historia, de erradicar la soledad o de cambiar el curso de las tragedias cotidianas. A pesar de que la literatura ha advertido con vasta anticipación e inteligencia de muchos males, que ha desmenuzado nuestras contradicciones y trazado salidas a los laberintos personales y sociales, el mundo no se ha salvado ni se salvará sólo con ella.

      15 2. Un segundo aporte de la literatura es que nos obsequia territorios. Por lo general a esto no se le da tanto valor, pero si consideramos que el territorio es un elemento central del ambientalismo, esta aportación gana enorme importancia.

      16 No hay ideas sin territorio, ni aún en realidades abstractas como las creadas por Borges. Y la literatura, desde siempre, nos ha hecho visitar, ya sea con la evocación o con el estremecimiento que produce lo nuevo, lugares oscuros o luminosos que la vida muestra y que el escritor nos obsequia y, muchas veces, nos enseña a descifrar. De ahí que las obras literarias nos permitan, como diría Paul Valéry (citado por Morey, 2007), “descubrir los lugares no ocupados todavía por el sentido”.

      17 Y tales territorios no afloran sólo del talento de quien los describe o los imagina, sino de la realidad que palpita hasta en los rincones más inertes o más insospechados de la biósfera. La literatura atrapa lugares y luego, con palabas, los esparce como polen. Y, como lectores, en esa fiesta de la vida se nos dilata la mirada para poder atravesar el mundo sin levantar la vista. Así es como en las páginas nacen geografías, tanto físicas como espirituales, que con mucha frecuencia se convierten en un banquete de estética verbal.

      18 Entre los lugares que obsequia la creación literaria, la naturaleza ha jugado un rol protagónico, pues ha sido y es, aunque ahora con menos fuerza, un personaje en sí mismo o un eje medular de muchas obras. La literatura, binocular y microscopio a la par, ha mostrado al entorno natural no sólo como escenario y paisaje, sino también como protagonista con identidad propia.

      19 Un verso del poeta nicaragüense Pablo Antonio Cuadra (2010), de su poema “La ceiba”, sintetiza magistralmente esta visión de la naturaleza como núcleo duro de la Vida: “Allí donde nace este árbol es el centro del mundo”.

      20 Así, en la novela, y también en la poesía, encontramos que la naturaleza es admirada y despreciada, amada y temida, inocente y violenta, fraterna y cruel, generosa y fatal, exuberante y estéril, creadora y voraz. Infierno verde y paraíso verde. En tal contexto, el hombre deambula en una naturaleza que le hace sentir ese miedo, tan profundo, de ser creatura menor, pero dispuesta a la violencia para subyugar las fuerzas naturales, aun a sabiendas de que sin ellas ni la vida –en buena medida– ni la creación literaria serían posibles.

      21 En este sentido, y haciendo referencia sólo a América Latina, sin la selva qué sería la novela La vorágine de José Eustacio Rivera, Los cuentos de la selva de Horacio Quiroga; la poesía de Carlos Pellicer, Los pasos perdidos de Carpentier, El Hablador de Mario Vagas Llosa. Sin el mar qué serían Los viejos marineros de Jorge Amado o el Barco de los muertos de B. Traven, o El viejo y el mar, del cubanizado Hemingway. Sin el desierto qué sería la novela Casi nunca, de Daniel Sada o El Cristo de Elqui, de Hernán Rivera, o Noches del sertón de Guimarães Rosa, o La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa. Pero también la selva, el desierto y el mar requieren de la pluma de los escritores y de los ojos de quien lee para renacer con sentidos nuevos. Así, en el triángulo que se forma entre la naturaleza y sus habitantes, las palabras de quien escribe y la percepción de quien lee surge una espiral vital, convertida en un apabullante triunfo de la existencia.

      22 Por otro lado, la literatura muestra también que la naturaleza y las identidades son indesligables. No hay persona ni personaje que no refiera un recuerdo, una impresión, un estado de ánimo ligado a determinado clima, a un paisaje, a un árbol, al canto de un ave. La narrativa y la poesía muestran que humano y naturaleza son elementos indisolubles en el alma del mundo.

      23 Ahora bien, los autores universales nos han regalado en sus obras territorios maravillosos, pero sería un grave error quedarnos sólo con ellos. No podemos vivir con identidades prestadas. Siempre nos hará falta leer la literatura que se produce en nuestro propio país o región, pues es ahí donde crece la raíz de las visiones locales, que se manifiestan en las costumbres y en las maneras particulares de entender el mundo. Balzac, Dostoievsky, Eliot, Mann, Asturias, Cortázar, entre incontables autores de tamaño universal, nos regalaron territorios que nos han hecho ciudadanos del mundo, pero no podemos circunscribirnos a ellos, requerimos nutrirnos de las realidades geográficas y culturales que nos han brindado Yáñez, Rulfo, Fuentes, Arreola, Ibargüengoitia, Monsiváis, Villoro, entre otros muchos.

      24 En la literatura del siglo xxi, frente a los agudos problemas ambientales, el espacio geográfico en el que se mueven los argumentos está llamado a ser un elemento central de toda trama. La naturaleza ajena y temida o la naturaleza propia y amada, recibirá muy probablemente cada vez más roles protagónicos en poemas, cuentos y novelas, quizá bajo la amenazante sombra de su profundo deterioro. En este contexto, me pregunto, retomando una idea de Niall Binns, poeta inglés, si el deterioro de la naturaleza no significará también el deterioro de la literatura: “Grandes símbolos aparentemente intemporales (el mar, el río, la lluvia, el aire, el bosque, la tierra) se están perdiendo y con ello la alegría del lenguaje” (citado por Ostria, 2010).

      25 Glen Love (citado por López Mújica, 2014) señala: “Hoy en día, la función más importante de la literatura es redireccionar la conciencia humana hacia una consideración total de su importancia en un mundo natural amenazado [...] reconociendo la supremacía de la naturaleza, y la necesidad de una nueva ética y estética”.

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      Difícilmente la literatura podrá hacer suficiente contrapeso a la manipulación industrial de las conciencias, potenciada por las intermediaciones electrónicas. A pesar de ello, con las obras literarias –muchas de ellas divulgadas también a través de dichas intermediaciones–, hemos aprendido a apreciar la armonía de lo invisible, a atesorar las estrellas y los peces, las percusiones de la luz y del color. Aunque también nos han ensanchado los ojos para escudriñar mejor el alma negra de los tiempos. La literatura, entonces, nos permite asomarnos por encima de los muros que nos pone enfrente la racionalidad radical que hoy predomina, y nos brinda acceso para apreciar que más allá de la descripción del mundo, que tanto impulsa el positivismo científico, está la posibilidad de comprenderlo, de compenetrarse en él, y con ello tender un puente de fraternidad con las manifestaciones de la vida.

      Diógenes buscó al Hombre con una lámpara, miles de años después no sabemos si alguien ha logrado tal hallazgo, pero hoy necesitamos una luz más intensa y más sabia, que nos facilite también encontrar la naturaleza


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