La Tradición Constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile. José Francisco García G.
Inhibir un debate como este afecta tanto la libertad como el pluralismo ideológico.185 Finalmente, ¿es posible limitar un proyecto fundado en valores distintos, que pretende la instauración de un nuevo orden político, económico y social?
La respuesta a esta última interrogante, a juicio de Evans, consistirá en distinguir la comisión de actos antijurídicos, de buscar aplacar simplemente ideas críticas. Y es que la democracia “es un mecanismo político, es cierto, pero su consolidación y perfeccionamiento han producido otra realidad en los pueblos que la practican: la decisión de seguir ejerciéndola y, sobre todo, viviéndola”.186 Porque el sistema democrático es el único que constituye una forma de estructuración y manejo del poder, pero que, “además, contiene valores que trascienden al Estado y que penetran, se desarrollan y se difunden en el medio social. La constitución de esta realidad no debe confundirse con la adoración del gobierno democrático por sus mecanismos puramente jurídicos. Eso es ‘democratismo’ inútil”.187
Y es que la democracia es protegida por los valores en que se inspira: “Para defender su estabilidad, no necesita de la fuerza desatada, ni de la consigna estridente, ni de la represión humillante del hombre gobernado. Por todo ello, la democracia se abre al debate, al diálogo, al encuentro, a la controversia, por fuerte que sea, y no teme que se escuchen las ideas”. Pero, por los ideales que encarna y por los bienes institucionales que contiene y que el hombre requiere para convivir en sociedad, para Evans “la autoridad de este sistema es la más eficaz y la más perdurable, y por estar siempre provista de la legitimidad que brinda su origen, es la más racional”. Y es que “mientras existan las democracias y mientras existan ideas totalitarias, estas constituirían el más grave riesgo para aquellas. Tanto la tentación totalitaria, en la frase de Revel, como la tentación dictatorial amenazan a los gobernantes y a los gobernados. Pero ni una ni otra podrán nunca asumir la tarea de paz que sí han desarrollado, en un mundo complejísimo, las democracias de este siglo: conciliar y respetar las diferentes versiones y opciones de bien común que separan, pero también vinculan e integran, a los seres humanos”.188
En una entrevista del mismo periodo es posible observar una serie de reveladoras afirmaciones en esta materia, especialmente a propósito del controversial y cuestionado artículo 8°, original, presente en la Carta de 1980:
¿La Constitución del 80 es democrática? Le contesto, es democrática. Ahora bien, dentro de ella existen algunos preceptos como el artículo Ocho –dice y busca el texto para ratificar–, comentando: “Como sé que si no hay auténtica concordia nacional esta Constitución no va a durar después de Pinochet, no la estudio”. Establece que todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción del Estado de carácter totalitario fundado en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República. Ese artículo, a mi juicio, puede transformarse en el peor enemigo del sistema democrático. En virtud de él, se puede perseguir a quien sea partidario del divorcio, por ejemplo. Es un precepto extremadamente amplio. Puede desembocar en la persecución contra las ideas. Con este artículo se puede llegar a restringir o anular la actividad opositora y, en consecuencia, dejar la democracia establecida en la Constitución absolutamente inoperante.189
Bajo este contexto, es claro que el profesor Evans tiene un concepto de democracia constitucional robusto que no solo se basa en exigir el respeto de los derechos fundamentales, y especialmente las libertades políticas esenciales a la democracia, sino que, además, considera que no hay democracia posible sin pluralismo amplio que debe admitir, incluyendo sus formas más críticas, las ideas más controversiales, poniendo límites solamente cuando existen conductas que atentan directa y esencialmente contra los valores, bienes jurídicos e instituciones que forman parte de la identidad colectiva.
4.6. Régimen de gobierno. Hacia un presidencialismo integrador
Los artículos “La modificación del régimen presidencial chileno” (1990) y “El poder político, hoy y mañana” (1994) entregan elementos valiosos para evaluar el enfoque de Evans a la cuestión del régimen de gobierno y, de manera más precisa, a la evolución constitucional del régimen presidencial en nuestro país y a superar el régimen hiperpresidencial consagrado en la Carta de 1980. Como alternativa, propone un modelo que, sin querer denominarlo semipresidencialismo, se le asemeja bastante y que el profesor Evans denomina “presidencialismo integrador”.
Respecto a la evolución constitucional en nuestro país sobre el régimen de gobierno, Evans destaca el periodo 1891-1924, en los siguientes términos:
En Chile se produjo un cambio institucional, sin una consagración constitucional explícita… algunos han denominado la República parlamentaria, calificativo que queda extremadamente grande para un ensayo mantenido por la dirigencia política y cuya fuente puede encontrarse en dos elementos… el debilitamiento progresivo del autoritarismo presidencial consagrado en la Carta de 1833, especialmente a través de las llamadas Reformas liberales… El segundo elemento, es un fenómeno socio- político muy bien analizado por Alberto Edwards en su obra La fronda aristocrática, en el que la clase política dirigente buscó y obtuvo el real ejercicio de la potestad gobernante mediante una mecánica de relaciones Congreso-Ejecutivo que originó una caricatura de parlamentarismo. Un régimen así debía fracasar.190
Refiriéndose a la Constitución de 1925, sostuvo, que “estableció un sistema presidencialista expreso preceptuando que la fiscalización de los actos de gobierno por la Cámara de Diputados, única rama con esa facultad, no afectaría la responsabilidad política de los Ministros de Estado, los que permanecerían, por tanto, en sus cargos mientras contaran con la confianza del Presidente de la República. Las reformas de 1943 y de 1970 acentuaron la fortaleza institucional del Poder Ejecutivo”.191
La Carta de 1980 también consagró un régimen presidencial, pero “ahora ampliando aún más las atribuciones del Poder Ejecutivo y cercenando o restringiendo facultades tradicionales del Congreso”.192 Examinando la regulación de las potestades del Presidente en la Carta actual, concluye que existe “un desequilibrio entre dos Poderes del Estado y exagera tanto la preeminencia legislativa como el ámbito de la potestad reglamentaria del Presidente de la República disminuyendo, a la vez, la relevancia y trascendencia institucional del Congreso. Así, nuestro régimen político puede calificarse, por tanto, como un sistema Hiperpresidencial”.193
En consecuencia, cree indiscutible atenuar el hiperpresidencialismo existente a la búsqueda de “un encuentro constitucional de las funciones del Presidente de la República y del Congreso. La separación institucional rígida, tajante, excluyente entre ambas potestades, no parece aconsejable en una sociedad civil que debe procurar el encuentro de fórmulas institucionales que aseguren, cada día con mayor eficacia, la existencia de una real ‘democracia gobernante’ como decía Burdeau. Solo así se garantizará la subsistencia de un sistema político querido y sostenido, en todo evento, por el pueblo”.194
El punto de partida de este debate debe iniciarse, a su juicio, por la aceptación de que el Presidencialismo chileno instaurado por la carta de 1980 constituye una estructura de poderes “claramente desequilibrada en favor de las facultades del Poder Ejecutivo” y “notablemente teñida de una franca disminución de atributos del Congreso que eran tradicionales, que no presentaron graves problemas y cuya desaparición redunda en un desequilibrio ostensible en la prestancia constitucional de las dos Cámaras legislativas”.195 Por ello, un primer esfuerzo debería consistir en “realizar un estudio objetivo acerca de cómo y para qué sustituir la preceptiva constitucional que permite calificar al régimen político chileno como Hiperpresidencial para transformarlo en un Presidencialismo similar al que existió hasta 1973, con las necesarias correcciones en la mecánica de generación de autoridades, una de las cuales debería ser la segunda vuelta en la elección presidencial para que siempre el Primer Mandatario resulte electo por la mayoría absoluta de los votos populares”.196 El regreso al Presidencialismo, además, “suprimiría variadas fuentes de controversias jurídicas y de pretensiones de superioridad institucional entre esas potestades, abriendo camino para otras instancias de colaboración Ejecutivo-Congreso que los requerimientos de la realidad vayan aconsejando”.197
Luego, recomienda que, en una segunda