La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa


Скачать книгу
marcó las relaciones de amistad y compañerismo.

      Aquello ya era otra cosa. Sobre todo, lo de Anatomía. Lara y López Arranz, los dos encargados de enseñarnos lo que tenía la gente por dentro, hacían clases amenas y con dibujos muy trabajados. Ya habíamos oído hablar de esqueletos que no siempre eran todo lo serios que se supone que deben de ser. También sabíamos que la bola, que los chicarrones del norte tienen en el brazo, en realidad era un músculo que se llama bíceps. Sí, y sabíamos que había pulmones, estómago, tripas, corazón, etc.; ¿quién no había oído aquello de hacer de tripas corazón? Lo que no sabíamos era que tuviéramos tantas piezas con nombre. Sólo huesos hay más de doscientos y había que saber cómo se llamaba cada saliente, surco o agujerillo que algún perturbado hubiera decidido bautizar. Montones de venas, arterias, nervios con sus propios nombres y territorios a los que servir. Los órganos no eran una cosa con un nombre y ya está: tenían cavidades, curvaturas, lóbulos y hasta cabeza, cuerpo y cola, como los ratones. En latín los nombres tenían connotaciones épicas imponentes: foramen rotundum, erector trunci, o musculus popliteus –que suena a gladiador romano marcando pantorrilla–.

      La hora de la verdad llegaba en las mesas de Anatomía, en las que un señor con una bata azul como las que solían usar los dependientes de las tiendas de ultramarinos ‒¿Pedro?‒ revolvía en una especie de pozo de los horrores y nos sacaba parte de un cadáver conservado en formol, con un olor digamos peculiar, para que diseccionáramos los entresijos del cuerpo. Decían que éramos muy afortunados porque en otras facultades los estudiantes no hacían ellos mismos las disecciones. A la diosa Fortuna quizá se le podían haber ocurrido mejores maneras de derramar sus generosos dones sobre nosotros.

      Los huesos había que buscárselos –los huesos propios de cada uno, no; los de otros–. En una intrépida excursión al cementerio de Castro, en la furgoneta algo destartalada de Antón Zúñiga –a quién luego perdí la pista– preguntamos al sepulturero si podíamos coger algunos huesos. Al hombre le pareció estupendo, seguramente porque nunca había imaginado que pudieran resultar de interés para alguien. Así que nos dio todos los que quisimos y hasta nos ayudó a seleccionar los mejor conservados. En nuestras respectivas casas nos hubieran atizado con un fémur en la cabeza si hubiéramos pretendido meter en ellas calaveras, astrágalos, o metatarsianos, pero a José R. Arzadun sus padres le habían dejado un piso para estudiar, en las torres de Zabalburu y allí fuimos a dar con nuestros huesos (y los ajenos). Estudiábamos, charlábamos, jugábamos al póker y nos lo pasábamos la mar de bien, haciendo lo que suelen hacer los estudiantes.

      Aparte de Anatomía había otras asignaturas, como la Fisiología que impartía el inefable profesor Gandarias, o la Histología con sus imágenes en plan psicodélico, pero sin música de Tangerine Dream.

      Para que sobrelleváramos mejor el esfuerzo académico, nos pusieron un bar que llevaban dos hermanos que regentaban la Cafetería Gaico en Alameda Recalde. Daban unos pinchos de tortilla buenísimos. Enseguida se crearon grupos de amigos con los que aparte de coincidir en clase se hacían visitas culturales a bodeguillas y similares, así como viajes de riesgo a los municipios del entorno. De riesgo, no por la acrisolada pericia de los conductores –mejor pensar que era por inclemencias del tiempo, coches poco seguros, baches etc.–. La proximidad en las mesas de Anatomía creó frecuentes afinidades entre quienes tenían cercana la primera letra de su apellido.

      Sería por la época que nos tocó vivir o porque la realidad no suele responder a los estereotipos, el caso es que las relaciones entre ambos sexos, a pesar de venir de educaciones segregadas XX/XY, fueron de una gran naturalidad, poniendo en valor las capacidades humanas y el respeto mutuo muy por encima de otras consideraciones. Respeto que ha persistido a todo lo largo de nuestra vida profesional. La cantidad de parejas que luego se casaron o convivieron durante largo tiempo es buena prueba de las estrechas relaciones que se establecieron. Por no hablar de los festejos, como aquellas gincanas con disfraces, de tan divertido recuerdo.

      Cuarto fue el año de las huelgas. Un periodo confuso para algunos, y seguramente traumático para muchos. Entre clases perdidas, profesores cabreados, y conflictos diversos, muchos no pasaron de curso o incluso abandonaron la carrera. Mejor no reavivar viejas heridas.

      Como había que hacer sitio a los siguientes estudiantes construyeron otro edificio, que ocupamos durante los últimos cursos, conocido como “el bunker” por su característica estética arquitectónica.

      A partir de ese año, quinto, empezamos a hacer prácticas con pacientes. Historias clínicas que incluían información vital tan relevante como la alopecia fronto-parietal, la falta de piezas dentarias, el vientre globuloso, etc. El fonendo, que es seña de identidad de nuestra profesión, nos suministraba una gama inagotable de ruidos, soplos, retumbos y murmullos con los que los virtuosos podían llegar a un certero diagnóstico o componer una bella sinfonía. Los que no éramos tan virtuosos, pero queríamos aparentar serlo, nos limitábamos a imitar el gesto de concentración de nuestros maestros y afirmar sin pudor que, efectivamente, distinguíamos con claridad aquel retumbo apical diastólico con reforzamiento del segundo tono y, si la ocasión lo merecía, también dábamos fe de haber captado un tenue soplo protomesosistólico sobreañadido. En la palpación, quien más quien menos, era capaz de percibir el aumento del tamaño del hígado e incluso del bazo; para diagnosticar oleadas ascíticas tenían ventaja los surferos, acostumbrados a mares revueltos. Los pacientes –nunca mejor denominados– soportaban estoicamente nuestros sagaces interrogatorios y hasta podían echarnos una mano, diciendo qué parte averiada era la que debíamos descubrir. Otras asignaturas, como Pediatría, Patología Quirúrgica o Ginecología, ayudaban a tener una mayor comprensión de lo que podía suponer el ser médico. Oftalmología, ORL, Psiquiatría, etc., completaban la perspectiva profesional.

      También fue una época en la que algunos salimos a ver lo que pasaba por ahí, en sitios como Francia, Inglaterra, etc. Isabel Izarzugaza, incansable como siempre, a través de la Asociación Internacional de Estudiantes –que me perdone si el nombre no es exacto– consiguió que pudiéramos realizar estancias temporales en hospitales extranjeros. En mi caso, aterricé en un pueblo de Grecia llamado Kavala, cerca de la frontera con Turquía, en cuyo hospital no paré muy a menudo, pero en el que disfruté de la extraordinaria hospitalidad de los griegos y arramplé con mi parte alícuota de mejillones, erizos, pulpos, etc. de los fondos mediterráneos. A pulmón.

      Y así, con los conocimientos adquiridos, con el agradecimiento a los que nos enseñaron y el compañerismo que luego se mantendría a lo largo de los años, nos convertimos en médicos.

      En el mundo seguían pasando cosas. Vietnam, Arafat, Nixon, Lennon y Yoko Ono, Gadafi, Armstrong andando por la Luna, Pinochet, El Último Tango, los hippies, etc. En España, el juicio de Burgos, Carrero, la tele en color, las casetes, Hermano Lobo, Triunfo, demasiadas cosas para resumirlas aquí. Aires de cambio.

      RESIDENCIA

      Con la finalización de la carrera ya estábamos facultados para ejercer la Medicina. De entrada, la ejercí haciendo la mili normal, si puede llamarse normal a cumplir con lo que oficialmente se denominaba “servicio militar obligatorio”. La obligatoriedad, unida al escaso ardor guerrero que caracterizaba a la fiel infantería del momento, no ayudada a verlo como “normal”. Joserra Renedo y yo compartimos destino, primero en Gamarra y luego en el botiquín del cuartel de Garellano. En Gamarra, siguiendo la tradición cervantina, ejercí como peluquero –no digo barbero, porque allí no se permitían las barbas–. En el botiquín, el armamentario farmacológico era meridianamente explícito: pastillas antigripales para la gripe, pastillas antidiarreicas para la diarrea, y así con todo. Estando allí, un buen día Arias Navarro nos dijo: “Españoles, Franco ha muerto”. Fue un alivio. No solo por las expectativas que se abrían. También porque estábamos con el alma en un hilo –no tanto como el finado– por miedo a que nos acuartelaran sin salidas, o que nos mandaran a África a emular a El Guerrero del Antifaz (un comic de nuestra infancia en el que el héroe cristianaba a los sarracenos con métodos estrictamente pacíficos y democráticos; entre sus méritos también estaba el de llevar minifalda, adelantándose a la moda de los 60). El caso es que un tal Hasán II, rey de Marruecos, aprovechando que El Guerrero estaba missing, se andaba malmetiendo en una parte del solar patrio


Скачать книгу