La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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que reconocer que a mí esta técnica, en su inicio, no me gustaba nada. Después de oír y leer a expertos fisiólogos describir con tanta minuciosidad y cariño la distinta composición de la placa de ateroma, con sus fibras, miocitos, acúmulos de lipoproteínas, macrófagos, membrana elástica interna y depósitos de calcio, el que un inconsciente entrara en ella hinchando globos para romperla de cualquier manera y quedara sabe Dios cómo, me parecía algo tosco y poco elegante. Pues, efectivamente, con los primeros casos nos llevamos algunas alegrías, pero también no pocos sustos y penalidades. Los primeros resultados que comunicamos decían que la tasa de éxito inicial era del setenta por ciento; tengo que confesar que en realidad redondeábamos la cifra, pues yo, que era el encargado de la estadística, sabía que el real era del sesenta y siete por ciento (posteriormente comprobé que en otros hospitales del país actuaban de manera similar). Si además tenemos en cuenta que, de los que quedaban bien, un treinta o cuarenta por ciento de los pacientes recaían a los pocos meses (la temida reestenosis), se comprende mi poco entusiasmo. Mis compañeros Agustín Oñate y Juan Alcíbar, más optimistas, me animaban diciéndome que la técnica era prometedora y que se necesitaba no sólo paciencia, sino también mejorar el material y el aprendizaje. Por suerte, el tiempo les dio la razón.

      En mi opinión, la principal mejora fue la aparición del stent. Se trata de un pequeño cilindro metálico, flexible, montado sobre un pequeño balón alargado que al hincharse provoca la expansión y dilatación del cilindro. Este proceso consigue aplastar contra la pared arterial el material fracturado de la placa, lo que mejora la luz arterial y consigue su mejor cicatrización; se puede comparar con el trabajo de apuntalamiento con maderas que hacen los mineros para asegurar las paredes.

      El stent nos permitió acometer progresivamente lesiones arteriales cada vez más complejas, con mejores resultados a corto y largo plazo. Una de las lesiones más severas y peligrosas, terreno entonces exclusivo de la cirugía, era la llamada enfermedad de tronco: es la presencia de una placa obstructiva en el segmento inicial de la coronaria izquierda, arteria que grosso modo da riego a todo el lado izquierdo del corazón. Su oclusión aguda es de consecuencias fatales.

      Y aquí retomo la primera frase del apartado, pues el primer tronco que se dilató en nuestro hospital le correspondió, paradojas del destino, al menos entusiasta de la técnica.

      Se trataba de un paciente mayor (debo reconocer que tendría más o menos la edad que en la actualidad posee el autor de estas líneas), ingresado en la Unidad Coronaria por angina grave.

      Cuando le hice la coronariografía diagnóstica me quedé helado: tenía un estrechamiento muy severo cerca del origen de la coronaria izquierda, siendo la calidad del resto del vaso muy insuficiente para realizar una intervención quirúrgica salvadora. Miré a los que me observaban tras el cristal plomado de la sala y Agustín Oñate me hizo un gesto elocuente: había que intentarlo; el paciente no tenía otra opción.

      Probablemente me aumentó la frecuencia cardiaca, pero no recuerdo si me empapó un sudor frio o me temblaron las piernas. Por suerte, la experiencia acumulada de muchos cateterismos previos me ayudó a mantener la calma, la cabeza fría.

      Pregunté de forma retórica a los ATS si estaba todo preparado. Era obvio que sí, pero entendieron perfectamente que se trataba de una situación especial. Nos íbamos a jugar el paciente a cara o cruz.

      Mirando el monitor de televisión, donde se veía latir de forma plácida y rítmica la silueta del corazón, situé el stent, todavía plegado sobre el balón, en el lugar de la lesión.

      Expliqué brevemente al paciente el procedimiento, le advertí que le iba a doler el pecho y que avisara cuando disminuyera la intensidad del dolor. Esto, aparte de para tranquilizarle, me servía para intuir la evolución posterior, puesto que la persistencia del dolor al deshinchar el balón podría significar el inicio de un cataclismo total.

      ‒Hincha el balón ‒indiqué a Toña, la enfermera.

      Giró el mando de la bomba de hinchado, y en el monitor de televisión el balón se infló con apariencia de una pequeña salchicha de color gris claro. El monitor de frecuencia cardiaca cantaba rítmicamente “bip-bip-bip” y el ECG empezó a mostrar signos gráficos de falta de riego (técnicamente, elevación del ST). La tensión arterial se mantenía normal, menos mal.

      ‒¿Duele? ‒pregunté.

      ‒Ahora empieza ‒contestó.

      Pasaron unos segundos interminables, y por fin le dije a Toña:

      ‒Deshincha.

      Se oyó un “clac” metálico al soltar el freno de la bomba, y lentamente vimos en el monitor cómo el balón, con el stent supuestamente desplegado (al ser poco radio opaco apenas se ve en el monitor), se desinflaba lentamente.

      ‒¿Sigue doliendo?

      ‒Ahora afloja ‒respondió.

      Los signos de falta de riego cardiaco en el ECG también mejoraron. ¡Qué alivio!

      ‒Bueno, va todo bien ‒comenté al paciente.

      ‒Toña, vamos a dar otro inflado de propina.

      Volvimos a repetir los pasos anteriores con la misma respuesta.

      ‒Vamos a comprobar el resultado; ¿todavía duele?

      ‒Un poco.

      Con mi corazón latiendo fuertemente en la garganta y viendo el del paciente haciéndolo plácidamente en el monitor de televisión, hice una nueva coronariografía: la coronaria izquierda permanecía intacta y la lesión de tronco había desaparecido. El paciente ya no tenía dolor, su tensión arterial era normal, y en el ECG no había signos de falta de riego.

      Al ver el resultado, como la tensión emocional había sido tan alta, sin mediar palabra, la enfermera y yo nos abrazamos…

      Si el amable y sufrido lector al leer estas últimas líneas esbozara una maléfica sonrisa, considere que para realizar nuestro trabajo y protegernos de los rayos X nos habíamos de envolver en un delantal forrado de plomo de unos ocho kilos de peso. Por si acaso.

      4

      Por fin libre de preocupaciones y sustos, felizmente jubilado en octubre de 2015, con todo el tiempo del mundo para dedicarme a pasear, leer, viajar y otras aficiones, una mañana gris y fría de enero de 2016 decidí ir al valle de Atxondo a hacer fotografías de paisaje. Poco antes, había leído en una revista que hacer fotos con mal tiempo era el equivalente a practicar la alta montaña en el deporte del montañismo.

      Buscando temas para fotografiar, cerca de Arrazola, se cruzó en mi camino una traviesa de tren puesta allí por alguien para separar el camino de una zona verde. No sé por qué tomé la equivocada decisión de pisarla. Hacerlo y salir volando hacia adelante a velocidad de crucero con posterior aterrizaje sentado tras golpe seco fue todo uno (alguien me contó posteriormente que para evitar que la humedad las deteriorara se impregnaba las traviesas con brea, lo que explica que sean tan resbaladizas con la lluvia).

      Una joven que paseaba por allí se acercó solícita y me preguntó si me encontraba bien. Le contesté que sí; no me dolía nada, aunque no podía levantarme ni mover la pierna. Llamó por su teléfono móvil para solicitar ayuda. Al cabo de una media hora apareció una ambulancia. El ATS que venía en ella sentenció en cuanto me vio:

      ‒ Pierna inmóvil con pie girado hacia afuera, fractura de cadera.

      No pude menos que, algo aturdido como me encontraba, maravillarme de su buen ojo clínico.

      Ya de traslado en la ambulancia, charlando con el ATS, se me ocurrió sugerirle que, al ser antiguo trabajador de Cruces, donde tenía amigos y conocidos, me podían llevar allí. Amablemente me respondió que la asistencia estaba sectorizada y que por tanto nos tocaba acudir al hospital de Galdácano, donde también había muy buenos profesionales. No insistí. Me di perfecta cuenta de que ahora me encontraba en “la otra orilla”, o, mejor, al otro lado de la mesa. Yo ya no decidía, ahora me tocaba obedecer. Era un 48 barra más.

      En


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