La bruja. Alfredo Tomás Ortega Ojeda
Silvio —me interrumpió, tarareando la primera canción que sonó—. Tiene años que no lo escucho.
—¿Ni siquiera eso? —Ella se encogió de hombros.
—No tengo grabadora —respondió—. Sólo oigo el radio, en dialecto casi siempre. No tengo tiempo para esas cosas. Cuando uno se compromete con una causa debe hacerlo a fondo.
—Pero es tu causa, no la de ellos —le repliqué, aprovechando la oportunidad.
—Tú lo dices porque nunca has estado allá, no tienes la menor idea de lo que es eso.
—No necesito ir hasta allá para saberlo, en nuestro Distrito también hay zonas marginadas, jodidas de verdad, créeme.
—Lo que pasa es que tú ya te vendiste al sistema. ¡Mírate!, estás hecho un catrín y un padrote. Interpretas la realidad según tu conveniencia. Para ti todo está bien porque tú estás bien, pero en este país la gente está jodida, no contenta, tú lo sabes pero te haces. El verdadero México está en otra parte, pasas junto a él y no lo ves.
—Dime una cosa —le repliqué, mientras destapaba otra cerveza—. ¿Por qué tienen que venir ustedes desde las universidades a fabricarles sus demandas y explicarles sus necesidades? —le hice un ademán para que me dejase terminar—. Te voy a contestar, porque no son de ellos esas ideas, ustedes las arman y luego se las venden como propias.
—Ocurre que ellos están indefensos —me replicó—. Siglos de explotación y miseria les han impedido entender su realidad. Ustedes los mantienen ignorantes porque así los pueden explotar, no lo niegues. Nosotros les ayudamos a abrir los ojos. Tú sabes todo eso, eres lo bastante inteligente, lo que pasa es que eres egoísta.
—Y, ¿tú, Gabriela?, ¿qué hay de ti como mujer? ¿Qué hay de tus sueños propios, tu bienestar económico, tu realización profesional?
—¡Ah, qué pendejadas dices! —me respondió, soltando una carcajada honda y cristalina.
—De veras —le dije—. Veme a mí. Con dos telefonazos puedo solucionar tu problema en la mañana. Ni siquiera tienes que moverte de aquí. Cuentas conmigo y lo sabes bien, pero escucha un consejo de amigo, soy sincero. —Ella guardó silencio y me miró con sus ojos profundos y oscuros—. Así como me ves —continué, aprovechando que no hablaba— con corbata y auto del año, te aseguro que puedo hacer más por los desvalidos que tú. ¡Porque estoy dentro del sistema!, yo trabajo desde dentro. Cada día tomo decisiones que afectan a miles —seguí, mientras sentía que su mirada me traspasaba como si mi cuerpo fuera un cristal, y la expresión de su rostro era inescrutable. Sus ojos estaban en mí, pero su mente vagaba en algún punto lejano—. La asistencia social instrumentada por el gobierno…
—Te propongo algo —me interrumpió de pronto—. Hagamos una tregua. Realmente necesito tu ayuda mañana, y estoy disfrutando mucho este momento —añadió, levantándose a voltear la cinta—. Mejor no estropeemos la velada hablando de política. ¿No tienes tequila o algo parecido?
Ahora fui yo quien se rio. Después de todo tenía razón. Fui a la cocina y saqué el tequila. Pero de pronto se me ocurrió una idea; abrí el refrigerador, saque una botella de champaña y tomé dos copas. Ella, que jamás lo había probado, me reprochó el gesto machista y burgués. Mientras bebíamos escuchamos cintas muy viejas, tarareando las canciones pues ya no recordábamos las letras, y repasamos nuestras extraviadas memorias de la vida estudiantil, nuestras aventuras y episodios amorosos. Poco a poco, las burbujas en las copas y el humo de los cigarros fueron gasificando la charla, y ella volvió a ser buena y dulce.
A la mañana siguiente desayunamos en la cocina. Yo preparaba unos huevos y ella hojeaba mi periódico, leyendo con profunda atención alguna noticia de la sección “País”, que yo no alcanzaba a ver desde la estufa. Yo no esperaba de ella una reacción pueril, pero por experiencia sabía que uno no debe iniciar conversación con una mujer cuando en la víspera se ha tenido un primer lance amoroso, así que le serví su plato, me senté frente a ella y tomé la sección de deportes para enterarme del resultado del futbol.
Me reprochó por el tiempo que me tomaba arreglarme. Pero en cuanto me anudé la corbata, tomé el celular y llamé al partido. Le pedí a mi secretaria que hablara con el jefe de la estación de carga para solicitarle, a nombre del candidato, que brindara facilidades para el transbordo de las cajas de maquinaria, y luego le indiqué que enviara una camioneta y dos mozos a la terminal. Con eso hubiera sido suficiente, pero por atención a Gabriela decidí acompañarla personalmente. Y fue bueno que así lo haya hecho, porque apareció un oficial de aduanas, un individuo bajo de estatura y celoso de su deber, que a pesar del pedimento legalizado en la frontera insistía en abrir las pesadas cajas de madera, las cuales ostentaban letreros en chino y la leyenda “Made in Taiwan”. Me molestó mucho la actitud de aquel tipo, fanfarrón en sus maneras y hostil hacia Gabriela. Ni siquiera cuando me identifiqué pareció inmutarse, como si no creyera lo que le decía. No tuve otro remedio que llamar por el portátil a mi secretaria, pedirle que enlazara la llamada a la oficina de aduanas y solicitar, de parte de Guillermo, que pusieran al jefe en la línea.
—¿Bueno? ¿Con quién tengo el gusto? ¿Licenciado Fernández? ¿Eres el subdirector? Mira, habla el coordinador de campaña del Lic. Guillermo Márquez, a tus órdenes. —Al oír esto, el chaparrito puso cara de preocupación—. ¿Tu jefe anda en el desayuno?, el candidato también. —En ese momento, y sin que nadie se lo solicitase, el oficial se apresuró a sellar la documentación—. Sólo llamaba para saber si nos van a acompañar en la apertura de campaña —dije. El nefasto individuo respiró con alivio—. Por cierto que hemos recibido un apoyo invaluable de parte del oficial —le hice señas al chaparrito—. Beas, sí, Beas, debo decirte que es un excelente elemento. —De allí en delante todo fluyó como el agua.
—Es lamentable que el país funcione de esta manera —le comenté a Gabriela, ya en el coche—, pero nosotros no ponemos las reglas, sólo nos queda entenderlas y sacar provecho de ellas.
No me contestó, y hasta ese momento me percaté de lo seria y ensimismada que había estado todo el tiempo. Yo achaqué su sentir a lo desagradable del episodio, y a que mis métodos seguramente le parecían reprobables, cuando no repugnantes. Pero lo importante es que las cajas ya iban rumbo a México, y nosotros podíamos olvidarnos del oficial Beas.
La llevé de vuelta a mi departamento. Casi no hablamos durante el trayecto. Ella permanecía sumergida en un profundo pozo del que al parecer no le interesaba salir.
—¿Por qué no te quedas un día más? —le propuse cuando llegamos. Ella me miró de ese modo que me desconcertaba—. Tu asunto ya quedó arreglado —le insistí—. Tómate un descanso.
—¿Sabes una cosa? —me dijo—. ¡Me alegro tanto de haberte encontrado! —Debo confesar que aquella expresión, y el beso apasionado que le siguió, alimentaron mi ego. Le pedí que descansara, y prometí regresar para llevarla a comer. Me fui de prisa a buscar a Guillermo.
No esperaba yo nada de Gabriela, después del día siguiente no la volvería a ver y no lo lamentaba. Pero aquel encuentro inesperado me había traído una grata nostalgia de mis días en la universidad, había halagado mi orgullo de varón, y al mismo tiempo venía a reforzar mi convicción de estar bien, demostrándole que incluso a ella podía tenderle la mano. Y por añadidura, me había obsequiado un poco de ternura para el sexo, que no había disfrutado hacía tiempo.
No pude volver a tiempo para la comida, y así se lo hice saber por teléfono. Llegué casi al anochecer, con una botella de vino y un ramo de flores que ella no me iba a agradecer. Pero no la encontré.
En la penumbra del apartamento solitario encontré la cama sin tender, ropa tirada en el suelo, en la cocina los trastes sucios del almuerzo, y junto a un cenicero atascado, esta infausta nota sobre la barra del desayunador:
“Te esperé cuanto pude, hubiese preferido decírtelo a la cara. Aunque sé que no llegarás a perdonarme, te debo una disculpa interminable. Te mentí en dos cosas fundamentales: no es Oaxaca, sino Chiapas donde vivo. Y no son herramientas