La bruja. Alfredo Tomás Ortega Ojeda

La bruja - Alfredo Tomás Ortega Ojeda


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fue mi pecado, del que tantas veces me previno mi abue. Aunque yo podría alegar que en realidad la culpa fue de la Sofi, pero nadie va a creerme. Porque el día que la Madre nos dejó la tarea de Ecología, ella llevaba su faldita corta, que es muy corta, y cuando lo hace, la Madre la castiga mandándola hasta atrás del salón, a dos filas tan sólo de mi banca. Y yo apenas necesito voltear para mirarla, y entonces recuerdo lo que mis compañeros dicen de ella, lo que algunos afirman haber visto, y me vienen pensamientos raros, y parece que estuviera dormido y despierto al mismo tiempo, y me da por no entender lo que la Madre dice, y no apunto nada. Por eso no me di cuenta de que nos dejaron ese trabajo, hasta el día que teníamos que entregarlo y yo era el único que no lo llevaba.

      II

      Lo que sí, es que al principio fue bueno, o mejor decir, buenísimo, que me hubieran dejado ir. Porque tal y como lo habíamos acordado, en el primer descuido de la Madre Conchita y las otras madres, Álvaro, Rubén, Agustín, Braulio, el gordo Tomás y yo nos escabullimos entre las matas de la orilla y salimos destapados aguas arriba. Tal vez no tan alta como Álvaro nos la había pintado, pero allí estaba la cascada de Los Chorros, con aquella pared escarpada, de la que colgaban algunas matas solitarias, y a la cual había que trepar con cuidado, agarrándose de las salientes filosas, hasta alcanzar lo alto. De allí había que caminar, con el agua a la rodilla, hasta una piedra plana que sobresalía al centro del cauce, justo sobre el borde de la cascada. Y desde allí nos lanzábamos a las aguas turbulentas, pero por más esfuerzos que hacíamos, aguantando el aire hasta que los pulmones parecían a punto de explotar, sólo Braulio, en una ocasión, logró agarrar un puñado de arena del fondo de la poza.

      Pero las emociones fuertes me esperaban al regreso. Después de un rato que parecía ya largo, Agustín y yo comenzamos a sentirnos nerviosos, y a decirles a los demás que ya era hora de regresar. Tomás, que es el más dañero, comenzó a decirnos maricones y los demás le siguieron, y se volvieron a trepar a la cascada. Yo era el más preocupado de que la madre notara nuestra ausencia, por las consecuencias que esto podía acarrearme, así que le dije a Agustín que si ellos querían, que se quedaran, pero que nosotros nos regresáramos. Agustín no se animaba, y cuando finalmente lo convencí, el gordo Tomás se dio cuenta de nuestra intención, corrió hasta nosotros y nos arrebató las toallas, se regresó a la poza y se las aventó a Rubén. Nosotros les gritamos que nos las devolvieran, pero ellos se reían y se las aventaban de uno a otro, ya totalmente empapadas. Agustín se metió al agua y yo me fui tras él, pero al ver que nos acercábamos, ellos las arrojaron tan lejos como pudieron y salieron a la orilla. Nosotros nos lanzamos a recogerlas y ellos, risa y risa, con el maldito gordo a la cabeza, emprendieron la vuelta. Agustín nadó hasta alcanzar su toalla, pero el infeliz no recogió la mía, así que cuando por fin la recuperé, ya todos se habían marchado.

      Maldiciendo de todo corazón a mis amigos, con los ojos anegados de lágrimas, casi arrepentido de haber venido al paseo, inicié mi apresurado regreso. Mi mayor angustia era que los muy traidores fueran a acusarme con la Madre, porque entonces sí que me iba a esperar un fusilamiento en casa. A medio camino se me ocurrió una idea; si me subía al promontorio que bordeaba el río y caminaba entre los árboles, podría llegar a la Poza Honda por el lado opuesto, alegándole a la madre que había ido al baño y haciendo que aquellos infelices se llevaran un chasco. Entusiasmado con la idea, trepé el promontorio y me fui caminando bajo la sombra de los árboles, hasta que ya escuchaba la gritería de mis compañeros y sus chapaleos en el agua. Alcancé a oír que la madre los llamaba, avisando que era hora de comer. De pronto, al rodear el tronco enorme de una ceiba, me topé con la visión que me hizo olvidar lo que venía pensando. Allí, sobre un montículo de hierba, de espaldas a mí y a escasos metros de donde yo me hallaba, con el cabello mojado y los hombros bronceados de sol, estaba la Sofi, envuelta en una enorme toalla mientras se cambiaba de ropa. En ese momento, cayó al suelo su traje de baño, y yo sentí que el suelo oscilaba bajo mis pies. Ella volteó al sentir mi mirada, y no había enojo en su semblante. Yo debo haber ofrecido una estampa lamentable; desgreñado, con los ojos llorosos, paralizado de miedo como un conejo encandilado. La Sofi se echó a reír y se giró para verme de frente. Yo deseaba que la tierra se abriese a mis pies, y hubiera salido corriendo de allí, pero no lograba que mis piernas temblorosas respondiesen. Fue entonces cuando la sonrisa de la Sofi cambió, se hizo como dura, malévola, y sin decirme nada, abrió de repente la toalla y develó ante mis ojos incrédulos aquel misterio del que todos hablaban en el colegio. Y mientras ella se envolvía nuevamente en la toalla, y con risa burlona me daba la espalda, yo eché a correr como enyerbado, sintiendo que el corazón me saltaba por la boca, y repitiéndome, a cada golpe de la sangre en mi sien afiebrada, que efectivamente, como todos afirmaban, la Sofi ya había dejado de ser niña.

      III

      Cuando iniciamos el regreso, fui el último en abordar el camión, y el único lugar vacío estaba adelante, junto a la Madre Conchita, lugar que a propósito me habían dejado aquellos maloras, para que se me quitara lo sangrón, o lo turulato, porque no acababan de entender lo que me había sucedido cuando regresamos de Los Chorros. Primero se cansaron de burlarse de mí, de engañarme diciendo que la madre nos había descubierto y que me acusaría con mi mamá, y les parecía raro que yo no les hiciera aprecio. Después se preocuparon pensando que algún bicho me había picado, y terminaron enojados porque yo ni los oía ni les contestaba nada, nomás permanecía en silencio, con la mirada perdida, como si hubiese tomado de la bulinguita del chofer.

      Porque desde la mañana, cuando íbamos en camino, el maloso de Tomás se dio cuenta de que el compadre del chofer, que lo acompañaba en el viaje, traía una bulinguita de plástico, de la cual de rato en rato tomaban ambos, cuando las madres no los veían, y luego bromeaban entre sí. Las madres ni se las olían, pero nosotros sí porque Tomás nos lo dijo, como su papá tomaba todos los fines de semana, su olfato estaba bien entrenado. Ellos siguieron recurriendo a la bulinguita durante todo el paseo, especialmente mientras nosotros nos bañábamos, y la risa les duró hasta la hora de la comida, cuando pidieron agua para beber. Ya en el regreso se les fue acabando la alegría, y cuando comenzamos subir La Cumbre, el chofer y su compadre permanecían largos ratos silenciosos y a veces daban cabeceadas. Como yo iba adelante podía verlos y quizá debí advertírselo a la Madre, pero yo no estaba dentro de mí, sino que flotaba en un sitio lejano, junto a una ceiba enorme, y además, la Madre a mi lado roncaba a placer, mientras su cabeza giraba a un lado y al otro con las curvas del camino. De vez en cuando el chofer bostezaba y se frotaba los ojos, y entonces su compadre le hacía algún comentario, que él respondía con un gruñido. El camión continuamente invadía la raya blanca del centro del camino, y tardaba en enderezar el rumbo, hasta que en la recta larga antes de El Tigre, de plano invadió el carril contrario. Como si fuera un video, yo vi aparecer en el otro extremo del camino una camioneta de redilas, y el chofer tardó bastante más que yo en descubrirla, pero al verla, pisó el freno bruscamente y giró el volante para recuperar su carril.

      A partir de allí fue como si la película la hubiesen puesto en cámara lenta. El camión iba de un lado al otro de la carretera como los juegos de la feria. La camioneta tardaba una eternidad en acercarse a nosotros, y yo volteé a ver a mis compañeros, vi como se iban despertando con las sacudidas, ponían cara de susto y comenzaban a gritar como poseídos. Tengo la impresión de haberlos mirado, a cada uno, y aún oigo los gritos de la Madre cerca de mi oído. No estoy seguro, pero tengo idea de haber visto la camioneta pasar en sentido contrario por nuestro costado, y hasta recuerdo la cara asustada del chofer. El camión comenzó a chicotear con más fuerza, hasta que en una de esas alcanzó la orilla de la carretera, se detuvo allí por una milésima de segundo y luego comenzó a rodar de costado sobre la vegetación que cubría la pendiente. Fue como si nos hubiesen metido en una licuadora; yo veía, o soñaba que veía girar a mi alrededor mochilas, huaraches, gorras y rostros de mis compañeros. Y hasta me pareció que me salía por una de las ventanas.

      IV

      La tarde avanzaba y Papá la ocupaba revisando los informes de los sobrestantes. De pronto lo distrajo el timbre del teléfono que sonaba en el escritorio de al lado, a pocos centímetros de él, pero no se molestó en contestar. Al


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