La bruja. Alfredo Tomás Ortega Ojeda

La bruja - Alfredo Tomás Ortega Ojeda


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la certeza de que Papá estaría buscándome allá abajo. Al momento me acordé de mi abue Trina, o más bien de mi terrible pecado, cuyas consecuencias no terminarían con el accidente.

      Cuando por fin llegué al camión, reinaba una gran confusión; los de la Comisión jalaban para un lado y los de la Cruz Roja para el otro, muchos daban órdenes a gritos y nadie las obedecía. Los niños que habían logrado salir por su propio pie, se juntaban como animalitos desvalidos al centro del claro que, en su rodar, el camión había abierto sobre la ladera. A algunos de los que iban sacando los llevaban con grandes cuidados hasta un extremo cubierto de hierba espesa, donde los recostaban, algunos de ellos se retorcían o daban gritos lastimeros. A otros pocos los depositaban al otro extremo del camión, en posiciones poco cómodas, y así permanecían sin el menor movimiento, sin la menor queja. Yo buscaba a Papá en aquel mar de gritos, llantos, carreras y angustias, y no era sencillo, vagaba de un lado a otro sin que nadie me prestara atención. En cierto momento pude observar, cerca de la parte delantera del camión, que el chofer yacía sobre la hierba como si estuviera dormido, y su rostro estaba manchado de sangre. Sentado a su lado, su compadre lloraba como si fuera un niño, y yo alcancé a ver que de su hombro colgaba todavía la bulinguita de plástico.

      Cuando por fin comprendí que Papá no había venido, me sucedió algo extraño; lejos de sentir alivio, al ver pospuesto el castigo para mi pecado, lejos de agradecer ese respiro que se me brindaba, era tanta la soledad que sentía entre toda aquella gente desquiciada que me rodeaba, que me entraron unas ganas enormes de que verle aparecer a él, o a Mamá, cualquiera de los dos, porque no era posible que llegasen juntos.

      Y fue Mamá la que llegó, cuando ya atardecía, confundida entre el tumulto de padres angustiados y socorristas atareados. Venía acompañada de Rosita. Acababa de colgarle a Papá, y sentía renacer en ella la rabia que iniciara esa mañana, durante la última conversación que tuvo con él, o mejor decir, el intercambio de gritos y reproches con que desayunaron. Rumiaba su ira, saboreando al mismo tiempo la secreta venganza, pero por la milésima fracción de un instante una sombra diferente oscureció su frente, al recordar la insistencia de Papá por hablar conmigo.

      Casi en ese momento sonó la bocina del auto de Rosita, y un rechinar de llantas que frenaban.

      —¡Te lo dije, babosa! —le espetó a manera de saludo—, que no le cumplieras a ese chamaco todos sus caprichos, porque te iba a salir cola. —Mamá se la quedó viendo y se fue sintiendo asustada—. ¡Anda, coge un suéter y vámonos de volada! El autobús se accidentó al subir La Cumbre. Acaban de avisar a la Presidencia y me escapé para venir por ti.

      Mamá no abrió la boca, no dijo nada, sólo fue hasta su cuarto, tomó su bolso, metió en él sus cigarros, cogió el primer suéter que encontró y se dirigió a la puerta, donde Rosita la esperaba.

      —¿No le vas a avisar a Ramiro? —preguntó Rosita. Sin responderle, Mamá encendió un cigarro y caminó hasta el auto—. ¡Pues que se joda! —exclamó enojada, cerrando la reja de un portazo.

      En el camino, Mamá tampoco dijo palabra. Soportó en silencio la andanada de reproches que Rosita le iba soltando; sobre el ruinoso estado en que se hallaba su matrimonio, de lo arriesgado que era retar a Papá, con ese carácter suyo, tan arrebatado y violento, del daño enorme que me estaba haciendo al consentirme de aquella manera irresponsable, de lo dañero que me iba yo a volver. Y Dios quisiera que hubiese salido bien librado del percance, y no hubiese nada que lamentar, y que mientras le rezaran a la Virgen del Rosario, que por ser su día, seguro intercedería por nosotros. Pero no llegaron a rezar, Mamá no rompió su silencio ni Rosita interrumpió su perorata, mientras manejaba con más prisa que precaución, por la estrecha y sinuosa carretera.

      Cuando yo vi venir a Mamá, caminando como dormida, no hice ningún movimiento para salir a su encuentro, pero mi corazón entusiasmado se preparó para recibirla. La sorpresa para mí, y para Rosita, que venía detrás tratando de alcanzarla, fue que pasó de largo sin reconocerme. —¿Mamá? —le hablé desconcertado, pero ella siguió su camino sin voltear siquiera, y se fue derecho al costado del camión donde yacían inmóviles varios de mis compañeros. Rosita, que no creía lo que sus ojos veían, llegó hasta mí y me abrazó efusiva. Y ese fue, en todo ese tiempo, el único gesto cariñoso que alguien tuvo para mí.

      Después nos fuimos corriendo para alcanzar a Mamá. Estaba como hipnotizada, sus ojos abiertos parecían no mirar, e iba de uno a otro de los cuerpos tendidos, para cerciorarse de que ninguno de ellos era yo. Yo le jalaba la manga del suéter y la llamaba. —¡Mamá, soy yo! ¡Mírame, no me pasó nada!— y era inútil. Rosita se paraba frente a ella y le gritaba a la cara, pero Mamá sólo nos hacía a un lado y continuaba su búsqueda infructuosa. Finalmente se rindió, caminó hasta una piedra y se sentó en ella. Luego comenzó a llorar. Yo me acerqué y posé mi mano en su hombro, ella volteó y me miró por vez primera. Entonces me abrazó con tanta fuerza que lastimaba mis magullados huesos.

      VI

      Papá permanecía pegado al aparato de radio, y los teléfonos, que repicaban sin cesar a su lado, eran atendidos por una secretaria que mandaron traer para suplir a Lupita.

      —¡Una motosierra, nos urge una motosierra! —clamaba la voz del ingeniero Pelayo al otro lado de la línea—, ¡una… sierra, y manden más… —la comunicación era bastante mala.

      —¿Cómo dices? —rugía Papá, desesperado por tanta interferencia—. ¡Repíteme lo que dijiste!

      —¡Una motosierra…!, ¿me oíste? —volvía a gritar Pelayo.

      —Y ¿de dónde carajos voy a sacar una motosierra a estas horas? —se preguntaba Papá en voz alta.

      De pronto, lo distrajo la voz de Pelayo en el radio:

      —Por tu chamaco no te apures… —y luego se escuchó puro ruido.

      —¿Qué dijiste? —preguntó Papá, intrigado.

      —Que no te preocupes, está bien....

      —¡Pelayo, Pelayo! —gritaba Papá en el micrófono—, estás equivocado. Mi hijo no fue a la excursión. —Pelayo, que parecía no haberlo escuchado, continuó:

      —Tienes suerte, no le pasó nada. ¡Dense prisa con la motosierra, el gerente me está preguntando!

      —¡Pelayo, entiéndeme! ¡Coño! —gritaba Papá—. Mi muchacho no fue al paseo.

      —Que sí hombre. Desde aquí lo estoy viendo, trae una camiseta de la selección. ¡Mándanos la maldita motosierra antes de que nos corran a todos!

      Papá ya no escuchó esto último. Soltó el radio y caminó hasta los teléfonos. Sin decirle nada, le arrebató a la secretaria el auricular, cortó la llamada y marcó a casa.

      —¡Pero ingeniero, era la llamada a la Presidencia..! —exclamó ella. Pero al ver el semblante ceniciento y los ojos encendidos de Papá, retrocedió asustada.

      Una, dos, tres, cinco veces marcó Papá, y cada vez, al escuchar el mensaje que yo había grabado en la contestadora, colgaba con tanta violencia que parecía que iba a romper el aparato. Nadie se atrevió a decirle nada, pero todos respiraron aliviados cuando regresó al radio. Rato después, se escuchó la voz de Pelayo:

      —Ya llegó tu señora.., viene con una amiga,...¿quieres que le diga algo? —Papá no se tomó la molestia de responderle.

      VII

      Yo estaba en el comedor, sentado frente a un vaso vacío y un bote de chocolate en polvo, con una cuchara en la mano, pero no había leche sobre la mesa. En realidad no estaba intentando hacer nada, simplemente miraba las cosas sobre la mesa, o mis ojos lo hacían, porque mi mente estaba en otro sitio, o en muchos sitios a la vez. A ratos me golpeaban como olas las escenas de aquel día; la cascada, la Sofi, el camión dando vueltas, el olor a guayabas, Mamá buscándome sin verme, y en otros, la voz de mi abue Trina machacaba una y otra vez como un martillo mi pecado. Y en veces no


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